13.1.25

Amor omnia interrumpit


Tras la poca gracia que nos hizo La balsa de piedra, las primeras páginas de Historia del cerco de Lisboa, siguiente novela de Saramago, nos llevaron de regreso a los dos libros que hasta entonces más nos habían gustado. El hermosísimo pasaje del almuédano ciego con el que se inicia el libro tenía otra vez el regusto de Memorial del convento, esa prosa levantada, sinuosa, síntesis moderna de épica y de lírica, entonces con la construcción del convento y, en paralelo, los amores de Blimunda y Baltasar. Pero también nos traía a la memoria al protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, el tipo de hombre ya maduro, solitario, pudoroso, que incuba en soledad venganzas mínimas y amores desvaídos. En este nuevo libro, la parte épica era el asedio de Lisboa, entonces ocupada por los musulmanes, allá por el siglo XII, y la lírica la cantan los amores de Mogueime y Ouroana, ambos miembros de esa plebe que era carne de cañón o descanso de guerrero, y que representan el espíritu rebelde y defensor de la dignidad popular que nunca falta en las novelas de Saramago. El contraste con la actualidad, la parte Reis, le corresponde a Bernardo Silva, un corrector editorial al que se le ocurre variar un pasaje de un tomo sobre el cerco de Lisboa, y, donde dice que los cruzados ayudaron a tomar la ciudad, añadir un No que por fuerza cambia la historia entera. 
    Al mismo tiempo, y al igual que Reis se enamoraba un poco despegadamente de su asistenta, aquí Silva se enamora como un pardal de su editora, María Sara, y en ese momento el lector ingenuo, poco dado a los prejuicios biográficos, cierra el libro para comprobar una fecha en las biografías que circulan por la red, porque tiene la impresión de que la novela llevaba un rumbo y el amor la tuerce, y lo que era una fabulación acerca de cómo cambiar la historia (y la pregunta subsiguiente, si no será toda la historia producto de algún cambio, de algún no en lugar de un sí), y del papel que los actores secundarios, los editores, los copistas, los traductores, los correctores y demás intermediarios tienen en la fijación de la historia, ya en la época en la que la novela fue publicada pero mucho más ahora, cuando no es escándalo plagiar ni mentir ni cambiar las fechas de sitio, cuando el rigor académico es un requisito menor y cualquier tiempo pasado es más objeto de opinión casi que de estudio; lo que era, en fin, una meditación histórica y metaliteraria se convierte, con la falta de premeditación que requieren estas cosas, en una novela sentimental. Y las fechas coinciden: nada más terminar La balsa de piedra, Saramago se enamoró de Pilar del Río y ese amor debió de ser el que desequilibró la formidable máquina con la que los cristianos tenían previsto asaltar las murallas de Lisboa y el que, dos novelas después, apartó a Basilio Losada y sus maravillosas traducciones en favor de las de su amada Pilar.

Todo eso se nota en la novela. Saramago iba trenzando su soberbio ejercicio de expolitio, un argumento que es como una antigua máquina de guerra, un aparato formidable y complicado que avanza con extrema parsimonia, una historia tan bien escrita como difícil de continuar, porque a ver quién justifica que sin ayuda de los cruzados pudieran los cristianos asaltar o sitiar siquiera una ciudad que podría entonces llegar, con cálculos que el propio autor no considera descabellados, al medio millón de habitantes, si bien esas y otras son «suposiciones de un narrador preocupado de la verosimilitud más que de la verdad, que tiene por inalcanzable», cuando su nuevo amor lo convence para que sea él quien reconstruya de nuevo la historia a partir de ese No con que la saboteó sin conseguir que la editora, la misma María Sara, lo pasase por alto, pero consiguiendo, lo que son las cosas, que se enamorase de él.

A partir de aquí la novela se centra, por un lado, en encontrar un hilo de verosimilitud que cambie la historia, y por otro en gustarle a la editora. Bernardo Silva es un cincuentón que se teñía el pelo y por efecto del amor siente el impulso quijotesco de ser quien es, con una mujer, dice, quince años más joven que él (Pilar del río era todavía más joven que Saramago), lo que da lugar a fragmentos que suenan a episodio compartido, a meter la historia personal en la falsa historia, la vida en la novela, como esa discusión sobre la edad de los amantes un muy mucho apastelada, como de sonrisa boba, sobre todo porque el narrador, encima, se quita años, que es como si se volviese a teñir el pelo.

Todo eso está muy bien si no fuera porque interrumpe la deliciosa música del almuédano con que arrancaba la novela. Ahora es el hombre maduro el que por obra del amor hace que la historia suene incluso un poco ridícula, como sucede en el episodio en el que Bernardo Silva le lee a María Sara la historia del milagro de la mula, y lo que leído al margen del amor es un relato interesante, si nos lo imaginamos como lectura de cama en voz alta resulta un rollo insufrible, lo bastante como para que María se vuelva a pensar eso de liarse con el corrector. O la misma escena sexual, tan capítulo octavo, con ese realismo de manos grandes llenas de pelos, ese amor al embozo de la cama que por otra parte, y ya no es novedad, tanto nos recuerda a lo que no mucho después escribiría Muñoz Molina, si bien él nunca cometió el desliz de dejar el rastro macho en el detalle de quién hace la cama y quién prepara la comida. Eran otros tiempos.

La novela, hacia el final, llevada del impulso amoroso, traslada a la ficción medieval los amoríos algo cursis del corrector que la escribe, en una metaficción candorosa y blanda que tiene que recuperar el relato del asedio a Lisboa, de un modo, otra vez (ya le pasó en Memorial del convento, y quizá sea su único defecto, si lo es), demasiado resumido, sobre todo si lo comparamos con la solemne, por momentos majestuosa cadencia de la prosa en sus largos fragmentos medievales. Y así pasa muy rápido el asalto con las máquinas de guerra, y más rápido aún, no más que apuntado, el asedio y la hambruna, y la venganza de Ouroana contra quienes abusaron de ella, y la justa reclamación de Mogueime en cuanto a la igualdad en el trato y en el pago de soldada con respecto a los cruzados, a los que se fueron y a los que se quedaron. Amor omnia vincit, sí, incluso la lógica narrativa, que aquí queda un tanto deslavazada, como si Bernardo Silva tuviera prisa por ponerle punto final y volverse a la cama con su amada.


José Saramago, Historia del cerco de Lisboa, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1990, 315 p.

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