25.1.25

El héroe antipático


No le hace buen efecto a las novelas que el héroe no le caiga bien al narrador. He dicho el héroe, no el protagonista, que los hay entre terroríficos y repulsivos, sobre todo en las novelas de tiranos, locos y sanguinarios. En esos casos el atractivo radica en la disección de la crueldad, en el diagnóstico del mal, pero el narrador, a no ser que también sea un psicópata, se sitúa lejos, enfrente, lo describe con sus armas literarias pero lo despoja de heroísmo de cualquier clase. Porque si es un héroe verdadero, el narrador lo admira, o lo comprende, o lo defiende, o se apiada de él, y en este catálogo de sentimientos positivos entran héroes y antihéroes, según vayamos del deslumbramiento a la compasión.
Esto es lo que, a mi juicio, no encaja, salvo en un final algo confuso, en El Evangelio según Jesucristo: que Saramago ha tirado de un modelo de héroe clásico, el que se ve obligado a hacer lo que por sí mismo no hubiera tenido ganas de hacer, ni pensamiento siquiera, el modelo Héctor, el modelo Eneas, pero en ningún momento muestra por él la menor simpatía, a no ser que contemos como acto de piedad el mero hecho de sentirse obligado a ser el hijo de Dios, un sujeto, por cierto, que más parece sacado de El Jueves que de las Sagradas Escrituras. Pero Jesús arrastra su obligación y su resentimiento, su culpa y su vergüenza, como si tuviera que cargar con los pecados de los hombres a regañadientes. Es frío, desagradable incluso con su madre, nada tierno con la mujer que lo ama, María Magdalena, más bien el macho que lleva detrás a la parienta (salvo, otra vez, en el tierno final), no le da importancia a sus milagros, que más bien hace por hacer, consciente de que sólo se hacen fieles los beneficiarios, que sólo hay fe en el rendimiento. Y todo parte de una licencia mitológica que se toma Saramago en la figura de San José, un padre trágico que habría sido, tiende uno a pensar, mejor héroe que su propio hijo.

Lo que sabemos de San José es poco e inconsistente. Los Evangelios nos dicen que murió centenario, pero en la vida de Jesús apenas aparece, y mucho menos en sus últimos momentos, en los que ya se le da por muerto, lo que solo habría sido posible de haber tenido a Jesús, su primogénito, a los setenta años. De semejante aparición deslavazada Saramago toma dos hilos, uno más fino que el otro, para que cobre cuerpo la historia entera. El primero es el que todos alguna vez nos hemos planteado: cómo es posible que no le preocupase que su mujer, virgen, estuviera embarazada, o cómo es posible siquiera que fuese virgen, en un mundo de naturaleza tan proliferante; de hecho son varias las menciones a los hermanos de Jesús, que no debieron de ser concebidos por obra y gracia de otro espíritu santo. Pero ese hilo no da más de sí que las inconsecuencias propias de los textos míticos, esa inverosimilitud que paradójicamente garantiza la condición sagrada, como si nada del todo realista pudiera conseguir la elevada condición divina. 

El otro hilo también pertenece a ese catálogo de inconsistencias que con excelente humor glosaba Mendoza en Las barbas del profeta y que más de una vez se nos han pasado por la cabeza. En el episodio de la matanza de los Inocentes, cuando a San José lo avisan de que huya a Egipto, ¿por qué no avisa a los otros padres de Belén?, ¿por qué se escapa como un güino mientras los soldados de Herodes afilan sus espadas como si fueran a sacrificar corderos? El propio Saramago lo deja caer para que recordemos aquellas viejas lecturas, y dos o tres páginas después se hace él mismo la pregunta con la que el libro llega hasta casi la mitad. San José salvó a Jesús condenando a los demás, obedeció a Dios siendo un miserable, fue piadoso por insensible, y su culpa no le abandonó hasta que él mismo se metió en la boca del lobo y fue crucificado sin haber cometido el delito de rebelión de su amigo Ananías, al que había ido a rescatar. Todo cuadra: el hijo expiará los pecados del padre, los mismos que a él le dieron la vida, y el padre muere como habrá de morir el hijo, por meterse en una rebelión contra las autoridades civiles y religiosas, romanas y judías, que ni le iba ni le venía.

Entre este final del padre y el simétrico final del hijo, que se empeña en ser tomado por un rebelde político, como le ocurrió a su padre terrenal, y en morir como él murió, hay un largo desierto, en este caso marítimo, en el que la figura de Dios cumple con todas las contradicciones de la teología: si lo sabe todo, por qué no impide lo más trágico; si su poder es infinito, por qué deja escrita una historia tan espantosa. Cristo nos inspira, por fin, cierta ternura cuando se entera, por boca de Dios, y en presencia de un Demonio que demuestra tener más humanidad que el Supremo Hacedor (le ofrece a Dios que lo perdone para no condenar ni llevar después por el camino del mal a tanto desgraciado), de cuántos mártires van a sufrir tormento y morirán en su nombre, una de las enumeratio más largas que uno haya leído nunca, todos los santos por orden alfabético; bueno, no todos, falta alguno como San Serapio, que también tuvo una muerte espantosa pero dio lugar a un cuadro hermosísimo de Zurbarán. Jesucristo escucha la inacabable retahíla de pedecimientos, incluidos los de los apóstoles que lo siguen, y decide acabar con el asunto, sin caer en la cuenta de que, teológicamente hablando, eso Dios también lo tiene previsto. 

Y así, después de alguna curiosa variante del Evangelio, por ejemplo la no muerte de Lázaro (porque, según María Magdalena, su hermana según alguna tradición medieval, no está bien que alguien muera dos veces), Jesús obra unos cuantos milagros un poco mecánicamente y se entrega a la que piensa que es su obra final, su renuncia al cargo: convertirse él y sus apóstoles en una banda de perseguidos que con su muerte ahorren sufrimientos o por lo menos apaguen la sed de crueldad que ha demostrado tener Dios. El mismo Judas, como le pasó a Longinos, («el que le clavó a Jesús una lanza en la Cruz») es aquí presentado como un colaborador necesario, como un trágico personaje imprescindible, que al menos tiene la dignidad de prestarse voluntario cuando Jesús pide que alguien lo vaya a denunciar, él que es el único que no ha de morir torturado sino por su propia mano.

Así es que este héroe antipático, que ni sabía por qué estaba donde estaba y no encontraba más que reproches hacia quienes le dieron la vida, acaba harto de su misión divina, la fuerza, la acelera, con la decepción de que también eso estaba previsto, en un juego que si resulta un poco facilón por una parte (cuestionar las incongruencias de la teología son casi un abuso de la razón), no es, sin embargo, en absoluto revelador, que es lo que tendría que ser un libro así: no aporta perspectivas nuevas, formas distintas de ver. Cuenta lo que ya sabíamos como si aún no lo supiésemos, dice lo obvio como si anunciase la buena nueva, como si nos abriese los ojos. A veces pienso que este tono paradójicamente homilíaco es el típico de los espíritus parroquiales que por no meterse a curas se hicieron dirigentes vecinales o filósofos ateos, predicadores de catecismos elementales.


José Saramago, El Evangelio según Jesucristo, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1992, 341 p.





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