29.5.25

El tono y la medida


No suelo escribir sobre los libros que no me gustan, pero este me ha gustado tan poco que voy a hacer una excepción. La culpa es de Ferlosio. El otro día leí un texto suyo de 1972, 'Sobre el «Pinocho» de Collodi', en el que decía lo siguiente:

El modelo más caracterizado de las novelas que tienen por tema un conflicto moral es el de las que podríamos llamar «novelas de redención». Arquetípicas son entre ellas Crimen y castigo de Dostoievski y Lord Jim de Conrad; en ambas encontramos el esquema puro: un pecado original como punto de partida y, como desarrollo, el largo camino hasta la redención. (…) En Lord Jim obra y funciona exclusivamente la moral de Lord Jim y él solo es el responsble y el agente de su propia redención, mientras que en Crimen y castigo la redención de Raskólnikov es algo a todas luces querido y dirigido por la mano y la voluntad de Dostoievski. Esto hace que Crimen y castigo, a despecho de los estupendos diálogos con el juez, no pase de ser un mediocre folletón, en tanto que Lord Jim es una obra maestra.


Una vez terminada la lectura de Lord Jim, me inclino a pensar que Ferlosio no leyó de ella más que las primeras páginas, porque si hubiese llegado hasta el final habría dicho justo lo contrario, que Lord Jim, comparado con la obra de Dostoievski, es un mediocre folletón. Ya el autor se defiende en el preámbulo de la novela de las críticas que lo acusan de haberse extendido demasiado —e innecesariamente—, lo que Conrad se toma con ese punto de autocomplaciente sorna tan característico de quien no está dispuesto a poner límites a su propio talento. Pero es verdad: Lord Jim es una novela corta de 1900 cuyo tema ya había tratado en El corazón de las tinieblas, aparecida solamente un año antes, la historia de quien huyendo de sí mismo se refugia en un mundo sin civilizar. Pero así como en El corazón de las tinieblas todo está medido (y si no ya se encargó Coppola de medirlo) para que la peripecia no vaya más allá de su significado, esto es, no sea reiterativa ni se alargue gratuitamente, en Lord Jim podría haber cortado varios cientos de páginas antes de las casi seiscientas que tiene, empalmadas merced a recursos, esos sí, típicos del folletín: el escamoteo del secreto que va orlando al protagonista de un misterio que se resuelve en adoración (lo mismo que con Kurtz) y el empalme inagotable de escenas de aventuras salgarianas disfrazadas de honda prosa intelectual. Si en algo es posible que Lord Jim sea pionero, sin duda es en el artificio de usar un bastidor de literatura popular para bordar un relato con ínfulas poéticas o filosóficas, eso que, a finales del siglo que entonces comenzaba, se hartó de hacer la llamada posmodernidad. Pero el mundo de los malayos con el puñal entre los dientes y las dulces princesas amenazadas, de los viajeros reconvertidos en sumos sacerdotes y los marinos que cuentan hazañas ajenas no se termina de avenir del todo bien con el pesado discurrir de la prosa de Conrad, siempre atenta al detallismo marinero, algo que igual puede proceder de su experiencia como tripulante que de un diccionario de términos náuticos, y que a los lectores de secano como yo les cansa con tanto bauprés y tanto mastelero. 

El asunto tiene interés hasta que Conrad decide jugar a la novela de aventuras. Jim abandona un barco cargado de peregrinos, el Patna, del que es oficial, cuando tras un desperfecto la nave amenaza con irse a pique con todo su pasaje a bordo. La tripulación se salva y nadie, salvo Jim, acude a dar explicaciones cuando es acusada de abandono de su puesto y denegación de ayuda, por más que la nave siga también a flote. En ese juicio conoce a Marlow, el narrador de la historia, quien nos cuenta cómo Jim huye de sí mismo y de la vergüenza de haber abandonado el Patna, cada vez más lejos, tan lejos que se acaba instalando en otra novela distinta cuando llega a Patusán, un territorio lleno de acechanzas y malvados donde solo se echa de menos que de vez en cuando aparezca un tigre. Solo el final, la entrega voluntaria de Jim, su sacrificio por la muerte del hijo de uno de los líderes guerreros, sirve de paralelo con la expiación que no pudo cumplir por su dejación de funciones en el caso del Patna. Es como si alguien con complejo de cobarde se marcha al fin del mundo hasta que le llega la oportunidad de resarcirse y demostrar, entregando su vida, que en el fondo no lo es. El ritornelo de Marlowe sobre Jim, «es uno de los nuestros», anticipa que el héroe no pueda abandonar la novela mientras no quede limpia su mancha a base de embadurnarla de sangre, propia y ajena.

Pero volvamos a Ferlosio. Una obra maestra, cualquiera, tiene, entre otras, dos condiciones que cumplir: que su medida se ajuste a su desarrollo y que su tono se ajuste a su contenido. En Crimen y castigo la extraordinaria intensidad del relato garantiza lo primero, y la aparente despreocupación por el estilo colabora en lo segundo. Ya decía el mismo Dostoievski que la preocupación por el estilo es un síntoma de impotencia, y uno está casi seguro de que si hubiera querido repujar la novela con frases atildadas desde la primera página, ahora no estaríamos hablando de ella. En Lord Jim, la seriedad del planteamiento inicial, la culpa y la necesidad de redención, se diluye en inacabables historietas de navegantes sin escrúpulos y reyezuelos desquiciados. Para quien acababa de escribir algo tan perfecto como El corazón de las tinieblas, esta otra novela se expone a que el lector piense que le sobra por lo menos un tercio de sus páginas. El dramatismo de la historia (otra vez Dostoievski, esta vez pasado por Steiner) no se aviene con la solución narrativa. Y, en segundo lugar, poco adelantamos con decir que la novela está primorosamente escrita (al menos en la traducción de Perés, bastante antigua y con curiosos toques de prosa caribe), porque lo importante sería que estuviera intensamente narrada. Ya sabía Dostoievski que, si uno se empeña en exhibir donosuras estilísticas, puede cargarse lo que de absorbente deba tener un relato.

Lo que pasa es que en los años 70, al menos en España, las novelas pesadas tenían un prestigio extraordinario. Hay pasajes en Lord Jim, sobre todo al principio, que recuerdan el tono que luego usaría Ferlosio en El testimonio de Yarfoz, novela que no me resultó pesada en absoluto, quizá porque no incumple ninguno de los dos criterios que apuntábamos, pero me cuesta creer que todo el rollo de las tribus de Patusán y los conflictos selváticos le pudieran parecer «una obra maestra». Llegué a pensar incluso si la creciente falta de interés que me embargaba en su lectura obedecería a un cierto deterioro cognitivo por mi parte, pero luego leí unas páginas de Dostoievski para cerciorarme y no, no es problema mental mío: su prosa me sigue fascinando.


Joseph Conrad, Lord Jim, trad. Ramón D. Perés, Alianza, 2022 (=2006), 587 p.

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