Cuaderno de verano, 64
El cuarto tiene una ventana que da al porche y al parral, de manera que durante toda la mañana le entra una brisa templada que lo mantiene a buena temperatura, y cuando el sol empieza a dar la cara, bajo la persiana y el fresco se mantiene para echar una cabezada o simplemente descansar. Me gusta ver cómo la luz se cuela por entre las rendijas, los rayos amarillentos que se tiñen del verde de las paredes y de los lomos color crema de los libros, y por los que antes ascendían lentas, formando arabescos, las columnas de humo. De niño eran las horas que le sobraban al día, cuando había que hacer la digestión antes de echarse a la calle, de ir a la piscina o de ponerse a hacer cualquier cosa. Había que detener la vida, y por los intersticios de las lamas entraba luz suficiente para pasar leyendo la hora de la siesta, porque en la infancia solo se tiene sueño cuando se es un bebé. No leía entonces los tratados, lógicamente, sino libros que ahora han ido a parar a la bodega, aventuras llenas de ácaros, tigres de bengala, chalupas en la oscuridad, Miguel Strogoff llorando cuando le queman los ojos con la espada, y gracias a eso salva la vista. El otro día me dio un amago de melancolía y subí uno de aquellos tomos, pero lo tuve que dejar porque me picaban las manos. A la infancia hay que volver con guantes, no vaya a salirte una urticaria.
Ahora dejo la lectura para cuando me levanto, para cuando entonces me dejaban sacar la bicicleta, o ya me podía bañar. Pero no siempre me quedo dormido. Sin embargo esa luz que se filtra es como tiempo detenido, ese tono ambarino sirve para conservar vivo el recuerdo, aquella sensación, al principio, de fastidio, que luego se iba diluyendo entre las páginas hasta que venían a llamarme porque algún amigo me había venido a buscar.