24.4.25

Los robinsones troyanos


Eneida, I, 157-179 

Exhaustos los de Eneas, las costas más cercanas

luchan por alcanzar y enderezan el rumbo
a las playas de Libia. Hay en sitio apartado
una rada profunda: allí una isla forma
un puerto con el dique de sendos farallones,
las olas de altamar en ellos rompen todas
y al reflujo del agua se dividen en brazos.
Aquí y allá se alzan dos peñascos enormes
e idénticos escollos amenazan el cielo, 
a los pies de su cúspide las aguas enmudecen,
en calma y a sus anchas; encima hay una umbría
de árboles temblones, y un negro bosque cierne 
su sombra pavorosa. Enfrente y por debajo
de rocas descolgadas se abre una espelunca;
por dentro hay agua dulce y tronos de roca viva,
morada de las ninfas. Allí, sin amarra ninguna,
las naves se retienen fatigadas, ni hay ancla
que con su corvo diente las deba sujetar.
Aquí fue donde Eneas entró con siete naves
que había reunido de la escuadra entera.
Los teucros desembarcan, llevados de ansia ciega
de tocar tierra, campan por la arena deseada 
y tienden en la playa sus miembros empapados 
por el agua con sal. Y así Acates, primero, 
chispas hace saltar del pedernal, y fuego
les prende a unas hojas y seco pábulo arrima
en torno, y avivó en la yesca una llama.
Entonces, agotados del esfuerzo, rescatan 
el trigo estropeado y las armas de Ceres, 
y disponen el grano que pudieron salvar 

para tostarlo al fuego y molerlo con la piedra.

20.4.25

Un cuento chino



El emperador de la China quería inmensamente a una única hija que tenía y, temeroso de darla en matrimonio a un hombre que la hiciese sufrir, ordenó a los mandarines que recorriesen el imperio y encontrasen al joven que tuviese el rostro de la perfecta santidad. Al fin, de entre todos los aspirantes que de las más apartadas regiones de la China fueron traídos a la corte, se eligió al que acabó siendo dado en matrimonio a la hija del emperador, a la que, no defraudando la elección, supo, en efecto, hacer siempre dichosa, viviendo con ella amorosa y santamente hasta el fin de sus días. Mas cuando estaba siendo amortajado y adornado para la sepultura, un cortesano notó junto a su sien, con la yema de los dedos, el borde de una delgadísima máscara de oro que cubría su rostro. «¡Ha prevaricado!», gritó el mandarín, al tiempo que arrancaba de un golpe la máscara, para hacer manifiesta la terrible y sacrílega impostura; pero cuál no sería el asombro y la admiración de todos los presentes al ver que el semblante que entonces se mostró a sus ojos tenía las facciones absolutamente idénticas a las de la máscara.


La de veces que habré contado este cuento en clase, cada una de un modo distinto, ampliando, resumiendo, ajustando el contenido al interés del auditorio, con más o menos aspavientos y más o menos voces impostadas, otras con el tono frío de un informe, o con el  soniquete cursi de un cuento infantil; tantas que, como les ocurre a los cuentistas con sus repertorios, me olvidé de dónde lo había sacado, hasta que hace un rato me lo he encontrado en un artículo de Ferlosio, ’Weg von hier, das ist mein Ziel', de 1981, que no sé ahora cuándo ni dónde lo leí, desde luego mucho antes de que se publicara el libro en el que me ha vuelto a salir.

Ya el cuento de por sí es modélico, la búsqueda del novio ideal, que es como buscar una aguja en todos los pajares chinos, y en vez de, como es típico, someter a examen a los candidatos y probar su astucia o su gallardía, seleccionarlo sin más dilación, de modo que el cuento casi empieza con el final que suele tener este tipo de historias, y es después del beso y la felicidad, después incluso de la muerte, cuando se descubre la superchería, que, como remate genial, resulta no ser tal sin dejar de serlo al mismo tiempo. Solo por ver la cara que se le quedaba a más de uno cuando en clase pronunciaba la palabra «¡idéntica!», ya merecía la pena contarlo. 

Pero luego, claro, y como siempre dependiendo del día y de la clientela, venían las preguntas, las que yo lanzaba y la que más de un alumno devolvía y yo guardaba. Porque lo principal era la máscara, que el príncipe se hubiera valido de una falsa identidad. Les explicaba que persona, en latín, significa máscara, como aquellas que llevaban los actores del teatro, porque no otra cosa es nuestra persona que la máscara que nos ponemos para ser nosotros mismos. El problema, en este caso, es que, si la máscara era idéntica a la cara que el príncipe en verdad tenía, ¿por qué la llevaba puesta?, o, dicho de otro modo, ¿lo habrían elegido para casarse con la princesa de no haberla llevado?, ¿habría resultado convincente de no fingir falsamente ser quien en efecto era?

Sólo con estos cabos ya casi se podía atar la clase entera, porque, a fin de cuentas, ¿quiénes somos? ¿No nos ponemos un uniforme que nos identifique cada mañana para salir de casa, por mucho que finjamos no ir uniformados? ¿No nos miramos al espejo y reconocemos al individuo que los demás queremos que vean, y que no tiene por qué ser el que nosotros sabemos que somos, si es que lo sabemos? Por esta vía de la especulación se podía llegar muy lejos, ciertamente, pero recuerdo el día (el momento, más bien, porque ya no sé en qué curso fue) en que un alumno, uno de esos zagales taciturnos y avispados que siempre parecen estar rumiando mientras los demás sueltan lo primero que les viene a la cabeza, tomó la palabra y me hizo la pregunta capital: ¿y si la máscara era de oro y era idéntica a la cara y el príncipe se murió de viejo, entonces la máscara fue también cambiando con el tiempo, se la cambiaba todos los años, o es que era tan fina que no se notaba, y entonces era como si fuera transparente, como si no fuera una máscara? No fueron justo esas sus palabras, por supuesto, ni tampoco las mías, todo lo recordamos como lo sentimos (recordar es traer de nuevo al corazón), pero sí la sustancia de sus objeciones, que desde luego ponían en solfa la verosimilitud del relato porque desnudaban, a su vez, el truco de la narración: no haber contado con el tiempo, o, peor todavía, dar por hecho que con la felicidad y el amor los novios habían conseguido también, si no la inmortalidad, sí al menos la inmarcesibilidad, la permanente juventud.

El profesor con cierto oficio no pierde el tiempo en resolver lo inmejorable, que en este caso era la intuición brillante del alumno; mucho más útil resulta exagerar incluso la grata sorpresa, fingir si es preciso que uno no había caído en ello, celebrar la astucia de la observación, sobre todo si el alumno no lo necesita o no lo va buscando a todas horas. «La máscara —debí de contestarle, con las palabras que fuera, después de los agasajos— crece con nosotros, es de oro pero no es maciza, se tersa, se arruga, engorda y adelgaza, nunca se separa del rostro y nunca deja de ser máscara, y nunca dejamos de ser nosotros. Pero sin ella estamos desnudos, no acabamos de ser quienes somos, y por eso la necesitamos». 

    Hablaría entonces el profesor que cada vez que entraba en clase se ajustaba la máscara de profesor, seguramente más parecida a su verdadero rostro que la imagen que podría dar sin ella, hasta ese punto el oficio es una forma más de actuación, y enseñar es un arte escénica, una forma de teatro, y el maestro se pasea por las tablas con sus falsos coturnos, pintados de purpurina, y cuenta cuentos chinos que no sé si sirven para aprender a aprender ni todas esas mandangas estúpidas que llenan últimamente los programas, pero sí que sirven para pensar, para imaginar, para ponerse también ellos la máscara del alumno que quieren ser mientras la clase continúe. Sólo por esos ojos muy abiertos, sólo por ese silencio vibrante cuando el cuento calaba y uno podía detener el tiempo, recrearse en la suerte, revivir la historia y disfrutar de estar haciendo disfrutar, sólo por esa gloriosa sensación de transmitir merece la pena haber salido de casa con una máscara durante tantos años. Cuando, al final, uno se la quita y la deja sobre la mesilla, no está claro que el rostro que ya queda para siempre sea más cierto que el otro, que el oro falso haya sido menos verdadero que la piel.

17.4.25

La fiel y bulliciosa 'ferlosía’


Cuando Miguel Primo de Rivera llamó a Valle-Inclán «eximio escritor y extravagante ciudadano», utilizaba los dos adjetivos en su sentido recto: el primero no es ambiguo, pero el segundo abarca demasiado, todo lo que sale de la norma, desde las opiniones y actitudes contrarias a la biempensante mayoría, a los tabúes y las tradiciones, hasta el carácter pintoresco que puede degenerar en la simple bufonada. En Vallé-Inclán la extravagancia era la estética de su genialidad, nunca al revés, pero después de la guerra, con él ya en los altares, el franquismo le dio la vuelta al orden de los adjetivos y contribuyó a jalear la extravagancia como síntoma de la poca seriedad que en el fondo demostraban los artistas, digamos, contestatarios. Este es el caldo rancio en el que se cocían las patochadas de Dalí, que el tiempo ha recolocado más cerca de los pintamonas que de los maestros de la pintura, o Cela, y ya lo siento, porque su escritura se sostenía y se sostiene por sí misma, sin necesidad de hacer el payaso como lo hacía.
Rafael Sánchez Ferlosio, eximio en sentido recto, quizá el que, directa o indirectamente, más haya influido en nuestra literatura del XX, y de los pocos sobre cuya obra no ha caído la pátina del tiempo para deslustrarla —que de eso se trata ser un clásico—, también lo fue como extravagante ciudadano, sin necesidad de payasadas de ninguna clase, pero al margen de costumbres y apariencias, de modas y de servidumbres, de serviles anuencias o decepcionantes filiaciones. Fue leal por mucho que algún beneficiario de su lealtad cayera en desgracia, y su prestigio literario e intelectual se sobrepuso al ambiente aristocrático en que se crio y al acomodado navegar en las alturas de la independencia en el que vivió a espaldas del franquismo asfixiante, con las cortinas echadas para que la grisalla general no enturbiara sus escritos, durante muchos años ni siquiera la mirada de los otros.

Después de leer la biografía de Carmen Martín Gaite casi era una cuestión de inercia leer la que J. Benito Fernández escribió para Árdora Ediciones, que no tuvo el relumbrón editorial ni publicitario que la de José Teruel sobre su exmujer, por más que sea el minucioso trabajo de campo de quien pregunta a todo aquel que pueda decir algo interesante, compañeros de colegio, vecinos del pueblo, admiradores, ayudantes, aparte del único rasgo de Ferlosio que a estas alturas sí resulta un poco decepcionante, el inagotable contingente de peaneros que lo acompañaba a todas partes, sobre todo desde que abandonó las oscuridades anfetamínicas de sus estudios de gramática, un ejército turiferario del que sin embargo destaca un puñado de amigos de siempre como Tomás Pollán o, más tardíamente, Hidalgo Bayal, en listas que ocupan su espacio casi en cada página, y en las que más veces de las deseables uno se encuentra con buscadores de fotos cogidos del bracete, esa raza de escritores mediocres especializados en salir sonrientes junto a alguien importante. Más interesante, desde luego, es el encuentro en estas páginas con otros amigos de siempre, Agustín García Calvo, que ya tenía su cofradía propia, o Fernando Savater, con quien siempre mantuvo un estimulante tira y afloja intelectual y sobre cuya última deriva ya no tenemos al gran Rafael para dar su opinión, ni probablemente la habría dado. 

De modo que en esta generosísima pedregada de nombres vemos que el austero y huraño escritor, el que no quería saber nada del mundo mientras lidiaba en secreto con su Historia de las guerras barcialeas (que ahora se supone que Ignacio Echevarría, que los hados le asistan, está ordenando y transcribiendo para una futura y ojalá que cercana edición), se acostumbró desde el principio, al tiempo que renunciaba al «papelón de literato», a ser centro de agasajos, pope de ceremonias, ídolo de sonrisas complacientes, porque cuando alguien no fue tan condescendiente, como por ejemplo alguno de los miembros de aquel Anillo Lingüístico del Manzanares, que abandonó las tertulias porque «no se puede trabajar con aficionados», en referencia a Ferlosio (¡no, claro, a García Calvo!), el escritor nunca se lo perdonó ni restableció sus relaciones, no así con otros que fueron víctimas de su carácter tormentoso por tomarse con sus palabras alguna que otra pequeña libertad, caso de Miguel Ángel Aguilar, a quien al cabo del tiempo Ferlosio parece que volvió a admitir en su parroquia.

Es llamativa esta permanente celebración del genio porque no casa del todo con el tipo de extravagancia que uno admira de Ferlosio, que también ocupa su lugar en esta biografía, en otras páginas menos frecuentadas por la ferlosía, como la llamó el periodista Arcadi Espada, esa tribu de incondicionales que se sienten a sus anchas y bien pagadas con solo esperar a que el santón abra la boca. Porque también la biografía se ocupa de otros rasgos de su vida y su persona que a más de uno servirían de objeción si su portentosa obra no los redujese a condición poco más que anecdótica, sobre todo los familiares, a los que Benito Fernández se dedica con esmero, como a su pintoresco padre, Rafael Sánchez Mazas, ministro de Franco pero más que eso aristócrata bon vivant y uno de los individuos con más suerte de su época: 


Le envían de corresponsal de Abc a Roma, donde conoce y se casa conla hija de un banquero, que le regala un largo viaje de novios y el hotelito de El Viso; huye de prisión y le salva de volver a ella Indalecio Prieto; sale indemne de un fusilamiento y, cuando está sin un chavo, se convierte en terrateniente. 


Y eso sin contar que deja de ser ministro por incomparecencia a los consejos (se levantaba tarde) o que el hecho de haberlo sido, amén de fascista de primera hora, ha entenebrecido una obra literaria que nadie que haya leído duda en considerar muy digna, empezando por su propio hijo. Dan ganas de volver a ella, y no con la novela que Cercas escribió sobre el asunto, que ni gustó a los cercanos a Ferlosio ni el propio Ferlosio leyó, sino con las novelas y relatos o sus páginas de memorias de Sánchez Mazas, y no solo por él sino por esa brava italiana, la madre de Ferlosio, que merecería libro aparte y que en cierto modo, según ella, también lo tiene, la novela Rosa Krüger. Aunque tampoco Rafael se pisa la suerte andando, con esa infancia romana, esa determinación indeclinable con la que siempre supo a qué se dedicaría, por más que dejara empezados estudios varios, pero no la búsqueda de un dominio del idioma pocas veces igualado, y ya desde bien temprano. El autor de la biografía se detiene en este amable (más que el de la cohorte) lado de su vida, que por la vía de sus hermanos, sobre todo de Chicho, lleva a curiosos excursos y excursiones, bien conocidos por el que también es biógrafo de Eduardo Haro Ibars o de Leopoldo María Panero, y que una y otra vez nos llevan al que uno sospecha que de mil amores sería también objeto de sus indagaciones biográficas, el gran Agustín García Calvo, otro extravagante en el más alto y noble de los sentidos.

Y se queda uno, en fin, con el lado del personaje que más se aviene con esa compleja «estructura psíquica» de Ferlosio: 


En ella predominan rasgos llamativos como el aislamiento pertinaz, las dificultades para establecer lazos afectivos y una tremenda precariedad en esos lazos. El autor se niega a relacionarse con los otros; sólo la escritura se sujeta a la realidad, solo la escritura le salva de la psicosis.


Teniendo en cuenta la inacabable lista de acólitos que poblaban sus idas y venidas, incluso sus estadías, nadie lo diría, pero aun así la imagen que nos hemos hecho de él leyéndolo encaja más con las páginas en las que vemos al Ferlosio andarín que indaga en las tierras que pisa, el que sabe nombrar las flores y es experto en ríos y en máquinas para mover sus aguas, el que fue y dejó de ser cazador, o fue y dejó de ser taurino, el que huía a su Coria palaciega para refugiarse en las sombras de otro tiempo, el que había paladeado con delectación a Polibio, a Tito Livio y a los tratadistas de polemología, o al que apartaba su, digamos, furor selectivo para sacar al hombre amable, al amigo de la infancia y atento alumno del habla popular, al que defendió a un soldado de Perejil de la acusación de homicidio en un escrito de defensa que ojalá pudiésemos leer, o el que, pasando las horas muertas entre los soldados (él que era el hijo de un ministro) recolectase frases y decires de gente común y corriente con las que luego armar la gran novela que iluminó nuestra literatura, y que a él tampoco le convencía, pero es la que le dio de comer.

En todas esas páginas, que también son muchas, encontramos al Ferlosio que buscábamos, la extravagancia que nos es cercana, la que tiene más que ver con nuestra propia admiración. La otra, la del testigo de su tiempo, la del polemista de periódicos, quizá se mantenga tan marmórea como sus obras graves, aunque, como decía su amigo Benet, los escritores de periódicos son como golondrinas que se posan en los cables de la luz. Eso era lo que celebraban los más oportunistas de su camarilla, los que se cubrían el pecho de entorchados históricos antifranquistas y nos hacen sospechar que hasta en hombres de tanta talla intelectual y literaria como Ferlosio puede anidar el placer del coro de los grillos, él que tanto y tan profundamente leyó a Machado; suyos son los versos que aún se leen en la página más triste de su vida, la tumba de su hija Marta, sobre la que tanto habló también José Teruel en la biografía de Martín Gaite, con muchos detalles que ya encontramos aquí. Hay recursos bibliográficos que casi merecen mención aparte. 

Todo lo cual, lo fascinante y lo en cierto modo decepcionante, se vuelve a cubrir de gozo cuando nada más acabar esta biografía uno se acerca a dejarla entre los otros libros de Ferlosio y, por leer algo, repasa su breve ensayo sobre el Pinocho de Collodi, o vuelve a leer el cuento de los babuinos mendicantes, o por enésima vez el cuento Dientes, pólvora, febrero, y se conforma con que la condición de eximio no entra en reyerta con ningún otro adjetivo, que nunca puede más que adornarlo, jamás contradecirlo, y se asombra de que en un cuadro en el fondo tan revelador Benito Fernández haya mitigado la condición de biografía titulándola El incógnito y, sobre todo, reduciéndola a unos apuntes, como si fuesen notas cronológicas más que un buen ensayo sobre su persona, precisamente porque, además de aportar tal cantidad de información disponible, y lamentar la negativa de quien respetaba la «aristocrática» repugnancia de Ferlosio a airear vidas privadas, rara vez se paran a juzgarlo.


J. Benito Fernández, El incógnito. Rafael Sánchez Ferlosio. Apuntes para una biografía, Árdora, 2017, 605 p.

11.4.25

¿Él? ¡Ah: 'Él'!

Pocos bachilleres habrá habido en España desde los años 40 del siglo XX que no se las hayan visto con los ablativos absolutos de César y sus oraciones de infinitivo. Aquellos fragmentos salpicados de asedios y terraplenes, de campamentos de invierno y formaciones de tortuga, más, si acaso, el nombre del galo Vercingétorix, quedaban flotando en la memoria como las mañanas del invierno. Y así quizá La guerra de las Galias sea el libro más leído en frases sueltas de la historia y, al menos en la época moderna, de los menos trasegados de principio a fin. Estamos en época de lecturas atrasadas, de modo que era el momento oportuno de ponerse con el libro entero.
Para ello hemos echado mano de la edición bilingüe de Antonio Ramírez de Verger, que aparte del pulcro castellano de la traducción permite viajar de vez en cuando a la lluvia tras los cristales y a un latín transparente que tiene algo de lecturas infantiles, como la versión culta de las novelas de aventuras o, claro, de los cómics de Astérix, que también salieron de aquí. Pero además cuenta con una buena introducción, sobre todo en su primera parte (la segunda es un inventario erudito de ediciones críticas y genealogías textuales), que, aparte de contextualizar el libro y a su autor, ordena con claridad el contenido, da rasgos concisos y oportunos sobre el funcionamiento del ejército romano, analiza el fondo retórico de la prosa, que conforme avanza el libro se va alejando de su tópica simplicidad para meterse en figuras sintácticas que, sin llegar a las amplitudes ciceronianas, sí se avienen con el estilo elevado que se le suponía entonces a la narración histórica. Son muy interesantes los ejemplos de esta evolución sintáctica que propone el editor, así como el recuento de lugares comunes dramáticos propios del género y el sucinto análisis de algunos discursos, como si, además de poner en orden el material y explicar sus fundamentos, estuviera también pensando en los que aún ahora se dediquen a buscar fragmentos cesarianos para disfrute (o suplicio) de sus alumnos esforzados.

Luego el libro entero tiene más de guerra que de entretenimiento, como era de esperar, a pesar de que uno de sus atractivos es su carácter, en parte, logográfico, con un excurso sobre las costumbres de los galos y de los germanos, y constantes y precisas descripciones de tácticas y técnicas de poliorcética, desde cómo se forma para la batalla campal o se levantan empalizadas con troncos y piedras (y fosos y terraplenes) a cómo se manejan los manteletes o las máquinas de asedio, que asustaban a los enemigos con su velocidad inverosímil, o, sobre todo, el célebre pasaje de la construcción de un puente sobre el Rin, que, una vez cumplida la misión, se vuelve a destruir.

Estos excursos etnográficos tampoco dejan en muy buen lugar a los enemigos, como era de esperar. Los galos, muy corpulentos, se ríen de la baja estatura de los romanos, pero huyen despavoridos cuando los ven avanzar en formación. Su carácter, aunque «arrojado y dispuesto para emprender guerras», adolece, sin embargo, de una mente «débil y muy poco resistente para soportar las desgracias». Son leales con el compatriota hasta la muerte —suicidio incluido—, pero también son víctimas de su credulidad y, con frecuencia, «esclavos de rumores sin fundamento». Por lo demás, salvo los druidas y los caballeros, el estatus general de la población no es mayor que el de un esclavo, y acostumbran a celebrar sacrificios humanos, o a matar de cualquier manera al último que acude a una llamada a filas. Los druidas son presentados como una especie de santones intocables, con la prerrogativa de no ir a la guerra ni pagar tributos (privilegios que persisten en algunas otras sociedades modernas), y huyen de la escritura como método de aprendizaje, porque, para ellos, «con el recurso de la escritura se relaja el celo en el aprendizaje y la memoria». Sus dioses, que para César son versiones burdas de las divinidades romanas, incluyen a algunos como Tentates (o Tutatis, como en el Astérix), el Dios del Pueblo. Es célebre su manera de estar de acuerdo con lo que diga el jefe, entrechocando sus espadas, que suena como a una especie de paloteado bárbaro, o que considerasen deshonroso que a un niño se lo viera con su padre…

El galo por excelencia es el arverno Vercingétorix, que protagoniza el libro VII y en él una apoteosis de pueblos galos, una prolongada lista de nombres curiosos entre los que destacan los belóvacos, los únicos que «no aportaron su cuota, porque decían que harían la guerra a los romanos en su propio nombre y con independencia y que no seguirían el mando de nadie», y donde es de suponer que estaría Quadrátix, el pueblo de Astérix. En todo caso, fue la más larga y costosa batalla que César tuvo que librar. Vercingétorix se nos presenta como un líder implacable: las faltas graves las castiga con la muerte, y «cuando se trata de una falta leve, los despacha a casa con las orejas cortadas y con un ojo saltado», y su prestigio, sorprendentemente, aumentaba con las derrotas. En su epopeya asistimos a su descubrimiento de la guerra de guerrillas y de los ataques dispersos y simultáneos, toda vez que de los ataques en masa contra los romanos suele salir escaldado, y de la táctica de la tierra quemada y del corte de la línea de suministros, que tan buenos resultados le dieran al general Kutuzov contra el ejército de Napoleón, y eso que el general francés había escritor una edición comentada de La guerra de las Galias que, visto lo visto, tampoco le sirvió de mucho.

Igual que en libros anteriores, el clímax de la acción bélica llega en el sitio de Alesia. Los asedios eran, como la peste para Tucídides o Lucrecio, un tema perfecto para desarrollar todas las habilidades retóricas, desde la écfrasis o descripción minuciosa del cerco y las reflexiones tácticas del aislamiento, a la acción bélica del asalto y el patetismo del sufrimiento (o la gloria de la victoria). Cada aspecto necesitaba de prosas y recursos diferentes, de modo que se convertían en piedra de toque para demostrar la versatilidad del narrador. El hecho de que este sitio de Alesia se encuentre ya casi al final de la obra lo convierte en algo así como un epítome del arte narrativo de César.

Pero si los galos le parecen a César algo atrasados, los germanos ya son medio salvajes. César nos dice que no practican la agricultura y viven como hombres primitivos, vestidos con taparrabos de piel. En vez de la agricultura, que en aquella época era una seña de civilización, los germanos practican una especie de propiedad rotatoria, para que «no surja el deseo del dinero, de donde nacen los bandos y las disensiones», una especie de protocomunismo que a César también debió de parecerle un atraso. Los germanos, sin embargo, no son tan desalmados como para cometer sacrificios humanos, quizá porque tampoco tienen druidas, pero sí sorprendentemente pudibundos, pues, por ejemplo, consideran muy vergonzoso haber tenido relaciones sexuales con una mujer antes de los veinte años. Uno no sabe hasta qué punto César comprobó todo esto de primera mano, porque cuando habla de la selva Hercinia y sus especies animales dice algún que otro disparate que recuerda a los que decía Plinio el Viejo de las costumbres de la India, que estaba un poco más lejos de Roma. Y así habla de bueyes con figura de ciervo y de uros imposibles de domesticar, lo que contradice a los «uros disparejos» que, según nos cuenta Virgilio, usaban en la Nórica para trabajar la tierra cuando la peste mató a los bueyes de labor. Pero lo más sorprendente es que hable de alces sin articulaciones en las patas, que si se caen al suelo ya no pueden levantarse y se mueren, de modo que cuando están cansados o enfermos se apoyan en los árboles sin perder la vertical. Lo más divertido es cómo los cazan los germanos: talando los árboles para que no puedan apoyarse…

Y a los britanos, en fin, al margen de que dan lugar a la única gran batalla naval de la obra, César los infravalora, también porque no siembran trigo (ni se les puede saquear en condiciones) sino que «viven de leche y carne y se visten con pieles», y ya entonces se pintaban con glasto, como los gelonos, que deja en la piel un color azulado. De algún sitio tiene que venir la precoz afición de los ingleses por los tatuajes. Lo único que César parece valorar de ellos es su costumbre de atacar por oleadas, lo que sorprende al lento y amazacotado ejército romano. Pero, en general, para él los bárbaros son insolentes y es su arrogancia, quién lo diría, la que enciende los ánimos de los romanos, así como que traten de engañarlo, que traicionen las treguas pactadas o que intenten colar topos en el ejército de César. Y además tienen mala fortuna, algo imprescindible para el éxito en la guerra: los vénetos, por ejemplo, no puden huir tras la batalla naval porque se para el viento. El final que les da César es bastante previsible.

Lo que César desprecia de los bárbaros es lo contrario de lo que alaba de sus huestes. César es un adalid del deber patrio, sin interés personal, y está orgullosos de sus falanges acorazadas y sus órdenes de ataque, de su astucia táctica y su desarrollo técnico, y de maniobras disuasorias como atravesar el Rin, que «marcaba el límite del imperio romano». Su maquinaria naval asusta a los bárbaros, así como la eficacia de la caballería hispana y de los honderos balerares, de los que también habla Virgilio. Las virtudes del ejército son, en fin, «disciplina atque opes», organización y recursos, y las del soldado, «tanto la mesura y el control como el valor y la grandeza de ánimo»: modestia, continentia, virtus et magnitudo animi. De la continencia, sabiendo de las costumbres del propio César, casi es lícito dudar, aunque quizá solo se refiera a uno de sus principios tácticos y narrativos más usados: magnificar al enemigo, hacerle creer a él que es más fuerte que los romanos y de paso al lector que la situación era más insostenible de lo que acaso fuera. Los enemigos siempre son una ingente muchedumbre de guerreros, famosos por la fama de su coraje. Pero César los engaña por el mismo motivo por que él podía sentirse engañado, porque «muchas veces todo lo que no está presente perturba intensamente las mentes de los hombres».

Claro que, otra vez, este miedo al y del enemigo es parte sustantiva de la estructura dramática de la narración, que ya desde el libro primero se ordena en cuatro partes: las descripciones del lugar de la batalla, el miedo al potencial del enemigo, las conversaciones infructuosas y la batalla con victoria final. Siempre se llega a una situación crítica en la que está «perdida casi toda esperanza de salvación», hasta que una eruptio o salida en tromba del campamento, o el mismo aguante indesmayable de los soldados consigue dar la vuelta al panorama. Otras veces la flota queda destrozada y los britanos vuelven al ataque, o sorprenden al ejército romano cortando el trigo y se emplean con pericia como aurigas en sus carros de combate. 

Pero siempre llega la caballería: «Cuando se avistó nuestra caballería, los enemigos tiraron las armas, volvieron las espaldas y murió un gran número de ellos». Y no es de extrañar que haya habido un estudioso (Cleary, 1985) que relacionara estos Comentarii con las novelas del Oeste. Los britanos/indios siempre dan sensación de miedo cuando llegan a la empalizada del campamento, pero aun en las peores circunstancias el ejército resiste:


«Fue tan grande el valor de los soldados y tal fue su presencia de ánimo que, a pesar de que por todas partes se abrasaban en llamas, de que eran hostigados por una nube de dardos y de que comprendían que todo su bagaje y sus fortunas estaban ardiendo, sin embargo nadie se apartaba de la empalizada para retirarse, sino que ni siquiera casi ninguno [sic] miraba hacia atrás y todos luchaban entonces con gran coraje y valentía».


En uno de estos alardes de resistencia, Julio César nos cuenta uno de los pocos episodios ejemplares (tan habituales, por ejemplo, en Tito Livio) de valor y lealtad, la de los valientes Tuto Pulón y Lucio Voreno. La historia, contada con intensidad, ocupa el capítulo 44 del Libro V, y uno se pregunta cuántas veces se habrá visto alguna escena parecida en el cine bélico contemporáneo. Los dos son hombres muy valientes, centuriones de primera línea, que mantienen entre ellos constantes disputas sobre quién va el primero en la batalla. Uno de ellos se lanza por delante contra el enemigo. El otro no se queda atrás. Pulón es atacado y va a su rescate Voleno, que a su vez cae herido a una fosa, a cuyo auxilio acude Pulón, «y ambos, sanos y salvos, tras dar muerte a muchos enemigos, se retiran dentro de las fortificaciones entre grandes aclamaciones». Y no falta la coda didáctica: «Así la Fortuna en la lucha y en la rivalidad trató de tal forma a los dos que siendo rivales uno del otro se ayudaron y salvaron mutuamente y no se pudo dilucidar cuál de los dos parecía que debía prevalecer al otro en valor».

Sin embargo, aunque se retrase la caballería, siempre estará Él, César, capaz de infundir ánimos aun en la situación más desesperada, como en su célebre discurso contra los cobardes, de efectos inmediatos. César está en todas y no deja rincón del frente que atender, estrategia que calcular u orden que impartir. Célebres entre sus hombres son su honradez y buena estrella, su capacidad de improvisación en plena lucha, su paciencia para levantar la moral, de modo que hasta los heridos se ponen de pie sujetándose la herida cuando ven que César viene en su ayuda. El jefe supremo se presenta como leal y riguroso con las normas de la guerra: en ocasiones renuncia a un ataque en franca superioridad para no exponerse, por ejemplo, «a que, derrotados los enemigos, se pudiera decir que los había rodeado a traición en la entrevista», y si otras entra en guerra es porque, «si hiciera la vista gorda» con los que los han afrentado, se han sublevado, han desertado y se han conjurado, se expondría a que «los demás pueblos pudieran pensar que les estaba permitido hacer lo mismo». 

Suya es, como se sabe y aquí pone varias veces en práctica entre los ya de por sí bastante divididos pueblos galos, la táctica del divide y vencerás, pero la más famosa de su virtudes probablemente sea la clemencia con el enemigo, «clementia ac mansuetudo», por ejemplo cuando los nervios (otro pueblo galo) aceptan rendirse por fin:


«César, para que se viera que aplicaba la clemencia con los desgraciados que le suplicaban perdón, los preservó con el mayor cuidado, mandó que dispusieran de sus tierras y ciudades y ordenó a sus vecinos que se abstuvieran ellos y los suyos de todo daño e injusticia».


Pero esta clemencia no está reñida con el rigor, y menos en César, hasta el punto de que es mucho más difícil encontrar en La guerra de las Galias ejemplos de clemencia efectiva que de lo contrario, casi siempre, eso sí, en nombre de esa misma clemencia. Así, después de la traición de los vénetos durante los parlamentos previos y para que los bárbaros respetasen en adelante la inmunidad de los legados, «tras ejecutar al senado entero, subastó a los demás como esclavos». Otras veces narra una escabechina con escrupulosa exactitud, como cuando da muerte a cuarenta y tantos mil aquitanos y cántabros después de perseguirlos a campo abierto, o tala bosques enteros para que el enemigo no tenga donde esconderse, o, como les pasó a los sugambros cuando huyeron sin lanzar un venablo, les quema las aldeas y edificios y les siega todo el trigo. Cuando un general es vencido, como Induciomaro, lo ejecuta y clava su cabeza en una pica, o como Acón, líder de la conjuración de los senones, al que «según la costumbre de los antepasados» le da de latigazos y después le corta la cabeza. Y no se acaban los casos de buen corazón: los mandubios, con sus hijos y esposas, «al acercarse a las fortificaciones de los romanos, con toda clase de súplicas pedían entre lágrimas que los aceptaran de esclavos y les dieran comida. César, sin embargo, puso guardias en el vallado prohibiendo su acogida», y los abandonó a su suerte. Cuando toma la plaza de Uxeludono, «corta las manos a todos los que habían empuñado las armas y les perdonó la vida, para que quedara constancia fehaciente del castigo de los rebeldes», un acto de crueldad que no le importaba porque «César sabía que de todos era conocida su clemencia y no temía que, si actuaba de alguna manera duramente, pareciera que lo había hecho así por una crueldad innata». Coge fama y échate a dormir.

Se ha acusado tradicionalmente a La guerra de las Galias de ser una pieza propagandística, y resulta verosímil a cuenta de lo torpes que son los enemigos, lo hábil y ubicuo del gran jefe y la obediencia ciega de sus soldados, alguno de los cuales, no obstante, empuñaría su daga en los Idus de marzo. El libro entero es un gran paseo triunfal, un enorme obelisco esculpido, cuyas batallas crecen en fragor, sus enemigos en peligrosidad y sus victorias en grandeza. Al lector actual, aparte de que representa un modelo no muy distinto a los duces contemporáneos, algunos incluso actuales, con su inconfundible y al mismo tiempo distante y altivo uso de la tercera persona para referirse a sí mismo y aparte del placer de su latín, le queda sobre todo un rasgo muy moderno de su prosa, la precisión, la claridad, el no andarse con adornos ni filigranas, no ser prolijo, no abusar, por mucho que la sintaxis vaya creciendo en complejidad, de los recursos subordinantes, en una tendencia a la yuxtaposición asindética que concede a la prosa una fuerza sorprendente. En esos pasajes, descriptivos y narrativos, encontramos, más allá del general clemente, al escritor universal. 


Julio César, La guerra de las Galias, ed. bilingüe de Antonio Ramírez de Verger, Cátedra, 2017, 738 p. 

30.3.25

Las vidas interesantes


Lo último que leí de Carmen Martín Gaite por motivos no estrictamente profesionales fue Nubosidad variable, allá por el 92, pero entonces era yo un lector beligerante contra la literatura autobiográfica, o testimonialista, o autoficticia o comoquiera que se fuera llamando por temporadas al recurso de utilizar la vida del autor como tema de novela, y muy en especial el del escritor que escribe. Sigo pensando que de una novela todo es fácil menos inventársela, y que el narrador no es el protagonista sino sus personajes. Como decía Ferlosio, «las narraciones gratas y válidas son aquellas donde la carga del 'yo' del narrador no te sepulta y abruma, no te impide el desahogo preciso para seguir asistiendo desde tu sitio a la narración». La cita procede de un cuaderno de Martín Gaite que despacha entre paréntesis con un «rollo filipino de R. esta mañana». Corría el año 73.
    Los personajes son ellos, pensaba yo entonces; están encantados de conocerse, no son capaces de imaginar un ser de ficción más importante que ellos mismos, ni una vida más interesante que la suya. Se juntan, se sonríen como si compartieran recuerdos que nadie ha de entender, se miran al espejo de la vida, publican libros porque hay que justificar toda esa parafernalia, pero no porque su contenido interese a nadie, a veces ni a ellos. Escribir bien era lo mínimo exigible, pero es que ya en tiempos de Cervantes había docenas de escritores que escribían igual de bien, aunque ninguno tuviera la capacidad de invención que él tuvo, y que es lo que lo ha traído hasta nosotros. Este criterio tan contrario al autobiografismo me libró de leer mucha morralla de finales de siglo y después, porque ni el género ha decaído ni me ha vuelto a interesar. El que quiera contar su vida, pensaba y pienso, que escriba unas memorias y lo ponga bien claro en la portada.

Desde entonces solo he leído de Martín Gaite, un poco a remolque y fragmentariamente, lo que había que leer para hablar de ella en clase: su primera novela, Entre visillos, el ensayo Usos amorosos de la postguerra española o el «cuento bonito» (Ferlosio dixit) de Caperucita en Manhattan, aparte de algunas calas bastante socorridas por el mundo de los chichisbeos y así. No era manía personal sino criterio de selección: siempre hay demasiado que leer. Pero sí había algo de manía, digamos, grupal. La literatura española del XX abusa de las comanditas, unas veces para sacar adelante agregados que por sí mismos no habrían llegado a ninguna parte (buena parte de la Generación del 27) y otras para relegar a quienes no estaban en  la pomada, porque no buscaban sociedades o porque las sociedades no los ajuntaban. En el caso de Martín Gaite, el autor más importante de su generación (y su marido durante muchos años), Rafael Sánchez Ferlosio, ha gozado siempre de una calidad tan contundente que incluso suena raro cuando lo adscriben a los Niños de la guerra, una clase entera en la que hay de todo, magníficos escritores, pero también amiguetes, parientes y señoritos, como en todas las generaciones literarias. De Ferlosio nadie se acuerda de que era el hijo de un ministro. Por algo será.

En el caso de Martín Gaite nunca se me apagó una cierta curiosidad que procedía de lo heroico de haber convivido con Ferlosio, de que alguien capaz de seducirlo primero y aguantarlo después tenía que ser un personaje ciertamente interesante. La lectura de la biografía con la que José Teruel ha ganado el Premio Comillas no ha hecho sino confirmarlo, y de paso me ha empujado a volver a novelas de la autora que en su momento dejé pasar y ahora creo que disfruto más que si las hubiera leído entonces, como es el caso de Ritmo lento, de la que ya hablaremos.

He mencionado varias veces a Ferlosio, pero es que Ferlosio es una sombra densa que ocupa buena parte de esta biografía, tanto por el tiempo que Gaite convivió con él como por la estela turbulenta y la corriente fría que dejó al marcharse. La biografía nos presenta a una «señorita de provincias», salmantina hija de notario, buena estudiante y además investigadora vocacional, sobre cuya cabeza ya de muy niña puso su santa mano don Miguel de Unamuno, que siente, ay, la llamada de Madrid, de la vida, de la literatura, de cambiar el «s/l» del carné por el rotundo y salvador de «escritora», que se hace amiga de talentos indudables, esos «chicos raros», de Aldecoa, de Ferlosio, y de otros más dudosos o fraudulentos, pero también del grupo, y que a poco de cumplir los treinta ya tiene su premio Nadal, igual que su marido dos años antes, lo que, como decía Delibes, entonces era como ganar unas oposiciones a escritor. Insiste  mucho el biógrafo en que Rafael no sabía que Carmen se había presentado al Nadal, y en que lo hizo con pseudónimo (lo que provocó la protesta del finalista, Lauro Olmo, porque no lo contemplaban las bases) para que nadie pensara que habían dado el premio a la mujer de Ferlosio. Bueno, bien. 

Es el gran momento de C.M.G., para decirlo con palabras de otro compañero de colegio, la conquista de la independencia, de la juventud apasionante y al mismo tiempo embotellada en un microclima de cultura y libertad, lejos del frío pelón que cortaba la cara del país. Otro de mis prejuicios contra esta generación, sobre todo por la parte de los Goytisolo, que es la que peor me cae, consiste en que, encima de pasárselo tan bien, exigieran agradecimientos por haber luchado contra el franquismo, precisamente a quienes lo habían padecido de verdad. Esta biografía me confirma que C.M.G. no era de ese pelaje cantamañanero pese a haber vivido en primera fila de la Historia.

Pero llega Ferlosio, la sombra, «el muerto en casa», y ocurre algo entre injusto y gracioso: uno lee las andanzas y desenvolturas de la protagonista con interés, pero aparece el otro y es inevitable una de esas sonrisas de regocijo que solo debe de tener quien no lo ha conocido de verdad. De hecho, en esta biografía hay otro personaje, magnífico, el de Ana María, la hermana de Carmen, que lo odia con toda su alma, sobre todo después de la separación, hasta el punto de ser suyas las «manos ajenas» que destruyeron la correspondencia de Carmen con Rafael y, lo que es casi más triste, con su hija Marta, algo que José Teruel, a pesar del agradecimiento que siente hacia Ana por haberle franqueado los archivos familiares, no deja de lamentar, y no sé si con razón o no, porque los perfiles de los personajes quedan en todo caso muy bien trazados.

Como si de una buena novela se tratase (el tópico aquí sí es pertinente), el momento de la máxima felicidad es también el arranque de la cuesta abajo: el nacimiento de Miguel, que muere a los pocos meses, seguido del de Marta, cuya infancia no termina de arreglar la incomunicación del matrimonio, de mitigar las extravagancias de Ferlosio ni de suavizar su atronadora sinceridad. Es el momento en que la moza Demetria Chamorro Corbacho le dice al gran autor Ferlosio que El Jarama le parece un rollo, y Ferlosio se enamora de ella. Empieza aquí la segunda parte de esta novela/biografía, la del enfrentamiento con la contradicción entre buscar lo insólito y seguir amparándose en las comodidades del señoritismo provinciano, entre meterse en tóxicas hogueras y buscar el calor cotidiano. Vienen momentos tremendos, las adicciones y la muerte de su hija Marta, o los incomprensibles amoríos con un pelanas como Gonzalo Torrente Malvido, que siempre que me sale en algún libro es para despreciarlo, ya sea como palmero parásito de Camarón (léase la biografía de Francisco Peregil) o como autor de un censo de personajes barojianos inútil y mal hecho, por el que sin embargo imagino que algo cobraría. No todo iba a ser dar sablazos a los amigos y robar a las amantes… Aquí, en cambio, sirve para subrayar el conflicto de la heroína, lo atractivo por extraño, cómo una mujer inteligente se mete en tales fregados, cómo alguien tan paciente y ordenada se despendola de esas maneras, cómo se busca lejos, en la soledad que no soporta, en la compañía que le duele. Ferlosio ha desaparecido (bueno, de vez en cuando aparece, hecho un Menipo, y te vuelves a reír) y esta mujer construye una obra más allá de los principios novelescos, cimentada en el ensayo histórico, en la crítica literaria, en un autobiografismo sin tapujos, salpimentada con afecto por el cuento maravilloso, hada madrina ella de muchos autores que sacaron la cabeza en los 80, desde el gran Pombo a, por ejemplo, Millás o Chirbes, que así lo reconoce en sus Diarios, y, en fin, apasionado pero escéptico personaje de la Transición, lo bastante lista como para no caer en la autocomplacencia de bodeguiya y con el suficiente sentido histórico como para estar siempre donde había que estar, dentro o fuera, y cuando había que estar, como es el caso de Diario 16.

Pero el tercer acto de esta vida es el que arranca con la muerte de Marta, antes de cumplir los treinta años, víctima del sida, como consecuencia de su adicción a la heroína. El personaje de La Torci es fundamental en la articulación de esta biografía porque incluye un componente trágico diríamos que clásico. No se trata solo, a juicio del biógrafo, de que Marta cayó en las aguas turbias de la España de los 80, ni siquiera solo de que reprodujo una forma de vida, la del hijo de liberales adinerados, que tanto yonqui arrojó a las calles, sino de que Marta fue objeto de un «experimento» educativo que, discreta pero inequívocamente, José Teruel apunta como causa lejana de la inestabilidad que llevó a Marta a no relacionarse con la gente de su edad y a la experimentación fatal con las drogas. La tragedia consiste en el error, en el «experimento», por el que «Carmen Martín Gaite pensaba, ya en vida de Marta —según se trasluce en sus cuadernos y cartas—, que sus errores como madre eran fruto de un desmedido respeto a la autonomía y libertad de su hija, esto es, de su incapacidad de poner restricciones, como era habitual en otras madres de su edad». Salvando la ambigüedad de la última parte de la cita (¿qué era lo habitual, la incapacidad o las restricciones?), esta conciencia del error trágico, que el biógrafo señala repetidamente, determina el último tramo de la carrera literaria de Martín Gaite, sus frecuentes estancias en universidades norteamericanas, su escritura a destajo para, según el biógrafo, sufragar el nivel de vida que exigía la adicción a la heroína de su hija, su reconciliación con la escritura novelística y finalmente, ya huérfila, su triunfo editorial en Siruela y Anagrama con Caperucita en Manhattan, los Usos amorosos de la postguerra española y el último ciclo de novelas pseudoautobiográficas que tanta fama le dieron, tantos reconocimientos y tantas colas en la Feria del Libro. Es verdad que en esos años Martín Gaite pasó de ser la autora de Entre visillos a una escritora moderna y popular que conectaba con lectores, y sobre todo lectoras, con una determinada trayectoria vital, y que su Caperucita desembarcó en los institutos de toda España con un mensaje que yo no sé si todos los que lo proponían como lectura explicaban con honestidad. El dolor nunca se fue, pero el triunfo le sirvió de lenitivo.

Al leer esta última parte, la pasión y muerte de su hija Marta, el acoso de las erinias a su madre, el error trágico del «experimento», me acordaba de un artículo célebre de Rafael Sánchez Ferlosio en los 90, 'Fueras papás', que apareció en El País y colgó del tablón de anuncios de muchos de aquellos institutos cuyos alumnos leían el Caperucita. Era una defensa gallarda de la instrucción pública, de la necesidad que tiene el niño de enfrentarse él solo al Estado en forma de Escuela, y dejar atrás el mangoneo desestabilizador de sus señores padres. Me pregunto ahora si Ferlosio lo escribió pensando en aquellos días en que su mujer y él preguntaron a una niña de siete años si quería ir a la escuela y la niña, lógicamente, dijo que no, y ya no volvió a entrar en más aula reglada que alguna de la universidad cuando sacó su licenciatura en Filología. Y me pregunto, desde luego, si ello fue tanto como para establecer los vínculos tan claros que el biógrafo establece entre aquella libertad educativa y su trágico final.

Carmen Martín Gaite era personaje de sí misma, con conciencia biográfica. Escribía diarios, agendas, cuadernos de esto y de lo otro y una cantidad de cartas que ahora ya nos parece de otro tiempo. Pese a que muchas de esas cartas, quizá las más interesantes, fueron destruidas para preservar su intimidad de los chafarderos ojos de la Historia, el tipo de personaje es de los que sugieren que todo lo dejaban escrito pensando en la posteridad. Lo que Martín Gaite dejó es mucho, y José Teruel lo maneja con orden y medida, sin abusar de los materiales más de lo que quizá sí lo haga de las estrategias narrativas de la autora, con las que se muestra un tanto repetitivo. Todo el espacio que se concede al análisis del collage o de la relación entre el personaje y el autor en la segunda parte de su obra resulta muy superficial en lo que se refiere a la primera, que de todas formas sí acierta en lo que considero la gran aportación literaria de la autora: su defensa del lenguaje oral, real, contemporáneo, y su desdén hacia el confuso elitismo que demasiados autores de su generación practicaron con olímpico desprecio del lector, y que en muchos casos pasaron de la fascinación al aburrimiento antes de lo que incluso ellos podían sospechar. Pero no es este un estudio literario sino el cuento de una vida, trágica y triunfante, de pasiones y apasionamientos, de muertes y vidas. Siempre he pensado que el tópico según el cual la vida de un autor es su mejor novela no deja de ser un piropo envenenado, la constatación de que a fin de cuentas todo consistía no en escribir esto o aquello sino en ser escritor. En el caso de Carmen Martín Gaite, si eso era el triunfo, ya lo creo que lo consiguió. 


José Teruel, Carmen Martín Gaite. Una biografía. Premio Comillas 2025, Tusquets, 2025, 493 p.


24.3.25

Elegancia complicada


En la historia de las parodias literarias hay ejemplos de obras serias tomadas en broma (si por serio hemos de tomar, por ejemplo, el Amadís o por una broma el Quijote) y, al revés, de géneros populares utilizados como bastidor del estilo sublime. Este es el caso de Daniel Deronda, escrita en 1876, tan sólo dos años después de la maravillosa Middlemarch, para quien suscribe una de las cimas de la novelística de todos los tiempos. Y si digo tan sólo es porque la densidad conceptual de la prosa de Eliot, su repujado minucioso, la orfebrería de cada periodo, casi siempre con imágenes cuyos sujetos y objetos son entidades abstractas, exige una laboriosidad para la que dos años se antojan demasiado poco tiempo. Claro que no es lo mismo la facundia victoriana de Eliot que nuestra cháchara contemporánea, ni su sintaxis ciceroniana la tiranía telegráfica que llevamos acarreando ya va para un siglo. A veces incluso da la sensación de que la autora se inspire en modelos griegos, cuando las escenas, las narraciones, ocurren tan ligeras como apasionantes ante los ojos del lector, mientras que algunos parlamentos de ciertos personajes y, sobre todo, las reflexiones con las que la autora encabeza muchos de los capítulos, se parecen al elevadísimo estilo de los discursos de Tucídides.

Y no es lo único griego, si bien no tan clásico, que trasciende de la novela. Su estructura general es, claramente, la de una novela griega: dos amantes que se separan en el primer capítulo y no vuelven a encontrarse (lo que no implica necesariamente que se queden juntos) hasta el final de la procelosa historia. En medio hay raptos, viajes, naufragios, anillos y anagnórisis de todo ripo, revelaciones de orígenes y parentescos, cofres, cábalas y lenguas ocultas, así que no es de extrañar que la autora le haga un guiño a este tipo de novelas cuando en la página 825 Isabel piensa que a la novelesca vida de su hermana Gwendoline sólo le falta «un par de corsarios para que la aventura tuviese un buen final». Casi lo consigue.

Gwendoline es, en efecto, la heroína, que conoce a Daniel Deronda en las primeras páginas, mientras ella se está dejando las joyas en la ruleta y él la contempla con una cierta simpatía protectora que será la que alimente las fantasías del lector durante casi todas la novela. Este genuino azar da paso a uno de los meandros, el de Gwendoline, tan independiente en un principio que por un lado nos parece una novela de Austen llevada al terreno filosófico y por otro introduce un factor de suspense: por qué la novela se titula como un personaje que tarda tanto en aparecer. Esta Gwendoline es orgullosa y altiva, mujer de armas tomar (y fichas del casino) que no se rebaja hasta plegarse a sus propios sentimientos. Es una versión british de una Emma Bovary menos ilusa y con un marido menos estúpido, de modo que, cuando la ruina llama a su casa, Gwendoline decide arreglar sus aspiraciones sociales y los asuntos financieros de su familia casándose con el potentado Grandcourt, un sujeto que en principio tiene encarnadura de personaje trágico pero a quien Eliot no le da ninguna oportunidad: rápidamente se convierte en el amo y señor de Gwendoline, celoso no porque sienta nada por ella sino por el puro placer de dominarla, un sujeto repelente que no se sobrepone a su repelencia, antes bien adopta el papel de malo despreciable, algo que en una novela tan llena de matices como esta no deja de ser un toque de brocha gorda. Más interesante, piensa uno, habría sido que Gwendoline sintiera la amargura de no corresponder a quien la quiere, algo que seguiría diferenciándola de Emma pero al menos le concedería a su marido alguna otra dimensión.

La que sí cambia es Gwendoline, y alterna sus ramalazos altivos con la firme decisión de no desamparar a su familia, por mucho que le repela su abominable marido, que además lleva a cuestas un pasado a la medida de su negro corazón. A ella le queda lo que le hace ir cambiando, la necesidad de ser mejor, la certeza, tan poco habitual entre los engreídos, de que no es bueno ser tan engreída. Y esa certeza es como una voz que la va guiando desde lejos, la misma que se instaló en su conciencia desde el momento en que conoció a… Daniel Deronda. 

Pero Deronda tarda casi cuatrocientas páginas en reaparecer, y lo hace en una escena dickensiana, cuando conoce a Mirah, un personaje que fluctúa, en su aparición inicial, entre la Nelly de La tienda de antigüedades y la Bella de Nuestro amigo común, con la que guarda alguna que otra similitud más. Este segundo meandro de la novela griega tiene tan poco que ver con el de Gwendoline que durante varios cientos de páginas uno se pregunta si no se trata de dos novelas distintas, o por lo menos de dos historias que habrían podido funcionar perfectamente por separado, la una con un marido algo menos enteco y la otra con unos personajes un poco menos fanatizados. Deronda encuentra a Mirah, digamos, de forma providencial, cuando la pobre muchacha ha podido escapar de las garras de su malvado padre, que se estaba aprovechando de ella, etc. Pero Mirah no es solo la oponente narrativa de Gwendoline, sino una de las llaves que introduce a Deronda en la verdadera sustancia de la novela, la búsqueda de sus orígenes. Al mismo tiempo que asistimos a una galería de reconocimientos y reencuentros, sobre todo el de Mirah con su hermano Morcadai, vemos también cómo el auténtico meollo de la narración está en la condición judía de Deronda, algo que su madre se comprometió a ocultarle para que no fuera educado con el mismo rigor fanático con que el patriarca Charisi quiso someterla a ella. De modo que Deronda fue educado como un caballero inglés, ajeno por completo a sus orígenes hebreos, por más que haya algo en ese mundo que lo atraiga. 

Las dos vertientes se unen en un episodio ciertamente logrado. El barco de Gwendoline navega por el Mediterráneo, en un velero donde su ominoso marido la lleva poco menos que secuestrada, hasta que el velero se estropea y tienen que atracar en Génova, adonde, por una de esas casualidades que sólo sucedían en las novelas bizantinas, Deronda ha acudido para conocer a su madre, sin ninguna duda el mejor personaje (junto con, quizá, el reverendo Gascoigne, cuyo atildado discurso siempre resulta entretenido), una diva en sus últimos amenes, digna y coherente, sin melodramas ni arrepentimientos (el reverso, en cierto modo, del malvado padre de Mirah), que explica a Daniel por qué se deshizo de él cuando era sólo una criatura, pero se aseguró de que fuera educado como un señor, lejos de las, para ella, insoportables obsesiones religiosas de su familia.

¿Con quién se queda Daniel, con Gwendoline, que finalmente queda libre del marido, o con Mirah, que por fin queda libre de su insistente padre? Merece la pena leer la novela para saberlo, porque la respuesta da sentido al libro entero. Eliot abordó el tema del incipiente sionismo pero también el del fanatismo contumaz, tejió con los hilos del folletín pero también con los cables de la reflexión. El resultado es un libro a menudo prolijo, de lenta digestión, cuyo empeño de llevar un género tan humilde y azaroso a terrenos más profundos se apoya en una prosa fastuosa de matices, recamada de disquisiciones. No es el inagotable placer que supuso (y seguirá suponiendo, seguro) la lectura de Middlemarch, quizá porque el férreo dominio de la autora sobre la narración hace que las ingenuas expectativas del lector se vean de algún modo defraudadas, pero es Eliot, la gran arquitecta de novelas, la delicada escultora de personajes. Aunque quizá sea el azar, el puro azar, lo único que, a pesar de los muchos elementos azarosos que utiliza, la autora se negó a dejar que campara a sus anchas en la narración. Quizá sea eso lo que echamos de menos.


George Eliot, Daniel Deronda, trad. Catalina Martínez Muñoz, Alba, 2025, 951 p.

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