13.8.25

Perseida

 Cuaderno de verano, 54


Anoche nos subimos a la azotea con sendas tumbonas, unos vasos y una jarra con una infusión fría de flores de saúco, a ver las Perseidas. Vimos una, yo al menos, como una canica blanca y brillante que surgió de la nada y atravesó la mitad de mi campo de visión y desapareció sin dejar ninguna estela que se desvanece, como son los fuegos de artificio. Ya no presté mucha atención porque tumbarme en el suelo era la única alternativa para proteger las cervicales, y porque, salvando unos mosquitos diminutos cuyas picaduras tampoco eran molestas ni dejaban brujones en la piel, la luna había estado llena hace dos días y la noche seguía bastante clara, y aún no se habían disipado todas las nubes de la tormenta de la tarde, con lo que ver la clásica lluvia de estrellas era una más que incierta expectativa. 
Sobre las lágrimas de San Lorenzo leí hace años una novela penosamente mala, impublicable, con la que se me fueron las ganas de concelebraciones telúricas y otras mandangas jipiosas. Tampoco soy de los que arman un estaribel de trípodes y teleobjetivos para captar una raya en mitad de la noche de la que en la red hay millones de imágenes más nítidas. No. El placer era la sombra de los nogales recortada bajo el manto del cielo nocturno, el tenue claror de la luna en el que brillaba la piel de nuestras manos, el silencio del campo, que da mucho apuro violar alzando la voz. De modo que entre sorbo y sorbo de infusión deslizábamos los comentarios sin molestar a los cuclillos que como un reloj natural iban marcando los minutos, y a otro pájaro sin identificar cuyo canto parecía el paloteado de un urogallo, de los que aquí nunca se ha visto ninguno. Tan solo una vez, al correr las patas de hierro de la tumbona, rasgamos el silencio de la noche, y Galán, que ya dormía en la parte de la hierba donde más da la corriente, se despertó sobresaltado y ladró blandamente un par de veces, hasta que se dio cuenta de que estábamos arriba y subió a sentarse un rato con nosotros. Morena también ladró una vez, más bien por que supiéramos que nos oía, pero siguió tumbada, disfrutando el fresco de la tierra. No sé si hubo muchas o pocas Perseidas, pero se estaba muy a gusto y muy bien.

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