11.11.07

GUERRA Y PAZ, 6

Libro II, 3ª parte.
Cada vez que termino una de las 16 partes de que se compone esta novela, de las dieciséis novelas cortas que hay perfectamente cosidas en este libro, intento plantearme cuál es el principio, qué quería contar, qué escenas se supeditaban a qué otras en el diseño previo. Esta parte, desde el principio y hasta el final, es el amor de Pierre y Natacha, pero parte decisiva de ese amor es el camino de perfección que atraviesa Pierre Bezújov. Se diría que el amor de unos es consecuencia de las buenas obras del otro. Es lo que concluimos, no lo que se nos dice. Lo sabemos en un emotivo detalle del final, algo que dura un par de líneas y que es como si se abriesen los cuarterones de un ventanal desconocido, algo que no esperábamos, y que quizá por no esperarlo hace que todo sea más bello. La emoción sólo funciona en dosis bien administradas.
La metáfora del roble con que comienza el capítulo es un resumen de cuanto se nos va a contar. De camino a casa de los Rostov, Andrei siente que aquel árbol viejo y apesadumbrado es un símbolo del final de la vida. El robre mira a los alegres abedules y siente, como Andrei, que ya nada merece la pena. Pero en casa de los Rostov ve a Sonia, una flor más de la emergente primavera, y a la vuelta, al pasar de nuevo junto al viejo roble, ve que sus nudos viejos aún florecen y no siente sino ganas de vivir, salir de su ensimismamiento y darse a los demás, porque se acuerda de “aquella niña” que quería volar al cielo, y que no es Sonia sino Natacha. “No, la vida no se acaba a los treinta y un años”, dice.
Paralelamente, y desde el principio, vemos al bueno de Pierre. Igual que Andrei propuso modificaciones al sistema militar que fueron rechazadas, Pierre propone unas reformas del sistema espiritual que también son rechazadas por la logia masónica. Pierre es ahora un héroe enfermo de oblomovitis, el personaje de Gonchárov que no era capaz de aficionarse a nada. “Todo le daba igual: Pierre no veía en la vida nada que tuviera verdadera importancia y bajo la influencia de aquel tedio que lo dominaba no tenía en estima ni su propia libertad ni la voluntad de castigar a su mujer”, que, después de pegársela, había vuelto al arrimo de su fortuna. Su reconciliación, por cierto, se cuenta igual que su boda. Tosltoi nos ahorra el rollo melodramático de la mujer y de la suegra y lo ventila en un par de páginas del diario de Pierre, su visita al gran maestre enfermo, su deseo de no ser soberbio y de purificarse a toda costa. Total: vuelve con su mujer, pero ahora la relación va a ser sólo espiritual, y para eso se retira a vivir al último piso de la gran mansión.
Elena, su mujer, triunfa como triunfaría una milady sin escrúpulos en una novela romántica. Pero Tolstoi la condena al banquillo. No se molesta en acusarla de nada, pero no la deja jugar. Prefiere oponer otro modelo moral, el de Natacha, que irrumpirá en el capítulo con una fuerza portentosa. Es decir, a través de Pierre y de Andrei se nos habla de dos modelos de mujer, y la luminosidad que irradia Natacha terminará por anegar el capítulo entero. ¿No sería ese el principio, presentarnos a Natacha, sin más?
Lo que se dice de Elena, la mujer de Pierre, es que es “una mujer encantadora, tan espiritual como bella”, dicho en francés por los asiduos a su salón, no por Tolstoi. Sus salones son punto de encuentro de la alta sociedad con pujos intelectuales. Elena “podría decir las cosas más triviales y absurdas sin que nadie dejara de entusiasmarse con sus palabras ni de buscar en ellas un sentido profundo y recóndito que ni ella misma sospechaba”. Pierre se limita al papel de marido erudito y taciturno. Pero, por ese raro cruce de amor y sentido de la posesión que es un matrimonio, al ver a Borís Drubetskoi siente celos. Se termina el fuego pero las brasas duran. Ya no ilumina, pero todavía quema.
El caso es que Pierre está hundido. No puede controlar los accesos de cólera, aunque sí a veces dominarlos, que no es lo mismo. Odia a Boris pero lo apadrina en su ingreso en la logia. De momento Tolstoi no ha explotado este fenómeno, el odio interior que nadie percibe, la tortura callada que todos atribuyen a enfrascamiento intelectual. Es un tipo más de Dostoievsky, más propio de Dolójov. Lo que sí es evidente es que, antes de lucirse describiendo esa tortura interior, Tolstoi copia en limpio un ideal de vida muy sencillo que vamos a dejar para otra entrega.

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