7.5.07

MATERIALES MODERNISTAS, 3

Gabrielle D’Annunzio es como el ruiseñor de Ramón, que todo el mundo sabe lo bien que canta pero nadie lo ha oído cantar. Estos días de primavera húmeda pasé una tarde junto a los visillos leyendo El placer, la única obra suya que conozco. Me llamaron la atención las anotaciones de los márgenes. Con frecuencia trato de descifrar lo que anoté hace años en mitad de una lectura, o de descubrir la gracia que pudo hacerme cualquier tontería subrayada. En este caso me acuerdo de a qué responde que, durante toda la novela, unas veces aparezca junto a un párrafo subrayado la letra P y otras la letra V.
La P es de Proust, y la V es de Valle, y ambas responden a la época en que a mí me fascinaba la genealogía literaria, los caminos del estilo, las influencias ocultas. Pensaba en la historia de la literatura como en un gran río cada una de cuyas gotas pertenece, sigue perteneciendo a una fuente muy concreta. El caso es que, si quitas a D’Annunzio lo que tiene de cómico, si te quedas con el sibarita grave que de vez en cuando se toma en serio sus palabras, el resultado es Proust; pero si le quitas lo que tiene de serio, de autocomplaciente, lo que te sale es Valle−Inclán.
Así, por ejemplo, una frase Proust sería: “¿Qué amante no ha experimentado es indecible gozo por el que casi parece que el poder sensitivo del tacto se afina hasta tal punto que se siente la sensación, sin necesidad de la inmediata materialidad del contacto?”. O bien: “Al igual que un esenciero sigue exhalando después de largos años el aroma del perfume que contuvo en el pasado, así ciertos objetos conservaban también una indefinible parte del amor, allí donde aquel imaginativo amante los había iluminado y penetrado. Y de ellos le llegaba una incitación tan fuerte que a veces le turbaban como si estuviera en presencia de un poder sobrenatural”.
Pero hay otro D’Annunzio más canalla, más desmitificador de sus propias fantasías, cínico y guasón, adorablemente falso, que es el que le vino al Valle−Inclán de las Sonatas como anillo al dedo: “Sabía, en el ejercicio del amor, obtener de su belleza el mayor goce posible. Esta feliz actitud del cuerpo y esta aguda búsqueda del placer era lo que precisamente cautivaba el espíritu de las mujeres. Tenía dentro de sí algo de Don Juan y de Querubín: sabía ser el hombre de una noche hercúlea y el amante tímido, cándido, casi virginal. La razón de su poder estaba en esto: en el arte de amar no le repugnaba fingimiento alguno, falsedad, ni mentira alguna. Gran parte de su fuerza radicaba en su hipocresía.”
Ahora bien, ¿cuál de los dos escribe “el viento enfurecido le arrancaba las palabras de los labios”?. O esta otra perla de microrrelato: “Todas las cosas volverían a oír su voz, quizá también su risa, después de dos años”.
Genéticas aparte, volvería a subrayar todas las descripciones marcadas en el margen con un signo (o dos, o tres) de admiración, porque tienen mucho que ver con lo que decía de la exactitud descriptiva de Solana. D’Annunzio (y Valle−Inclán tampoco) no se pierde en metáforas. Las metáforas metidas a capón dan grima. La imagen no real debe ser como un salmón que salta en mitad de la corriente, producto del fragor de las palabras, o incluso de la casualidad. El resto es descripción objetiva de un mundo imaginado, detallado inventario de un cuadro en el que podrían suceder escenas tan hermosas. Este párrafo es sencillamente perfecto:
“Reaccionó y se dirigió hacia la ventana, la abrió, respiró el viento. Reanimada, volvió de nuevo hacia la habitación. Las pálidas llamas de las velas oscilaban agitando ligeras sombras sobre las paredes. La chimenea ya no ardía pero los tizones iluminaban parcialmente las figuras sagradas de la mampara, hecha con un fragmento de vidriera sacra. La taza de té había quedado al borde de la mesa, fría, intacta. El cojín del sillón conservaba todavía la huella del cuerpo que en él había reposado. Todas las cosas exhalaban una melancolía indefinida que fluía y se condensaba en el corazón de la mujer. El peso crecía en aquel débil corazón, se convertía en una dura opresión, en una ansiedad insoportable.”
D’Annunzio, como todos los artistas de su época, leyó a Baudelaire y se empapó de los Ensayos de Bourget, la biblia del decadentismo. Formaba parte de su pose rechazar como a una mosca ese gris diluvio democrático de hoy en día, razón por la que, quizá, tuvo encendidos amores con Mussolini. Pero yo voy buscando un estilo, y por otra parte eso, el volverse tan fascista, le pasó, avant la lettre, por su lado Proust, por tomarse las cosas en serio. También Valle−Inclán dijo después que era carlista y nadie se lo tuvo en cuenta, porque todos entendieron que era una broma.

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