
El asunto me recuerda al del fotógrafo aquel que retrató a un niño desnutrido junto a un buitre que aguardaba con paciencia su agonía. La imagen era cruda, espantosa, inmoral, y la presión que cayó encima de su autor pudo influir, dicen, en su posterior suicidio. Esto que han hecho los soldados norteamericanos es tan inmoral o más, porque aquel fotógrafo pudo actuar movido por las ansias de gloria o por una profesionalidad hipertrofiada, pero estos soldados −sus jefes, supongo− sólo buscaban confundir, pasar por buenos, maquear los desmanes y las salvajadas que llevan cometiendo en Irak desde que a unos cuantos iluminados se les ocurrió invadirlo.
Ya sé que me pongo un poco meapilas, pero no hay bondad en un acto que sólo busca la rehabilitación moral de quien lo ejecuta, no la dignidad del que sufre la maldad. Por cada niño agónico y abandonado que fotografiaron los soldados, hay cientos que por su culpa se han quedado sin familia, sin país y sin futuro, y en muchos casos sin vida. Pero, como no están cubiertos de moscas, no les sirven para estremecernos.
Vivimos instalados en un fariseísmo repulsivo que institucionaliza la falta de escrúpulos como norma de conducta. La obligación de los soldados era devolver la vida a esas criaturas, pero no exhibirlos ni aprovecharse de ellos, ni mucho menos dejarlos después tirados. En un mundo en el que todos somos pasto de todos, debería ser un crimen de guerra lavarse la cara con las lágrimas de un inocente, diga lo que diga Cicerón.
Eso mismo.
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