17.9.07

LOS HERMANOS KARAMÁZOV, 2


Uno va por la página ochocientos y pico de Los hermanos Karamázov y la pregunta no es qué pasará finalmente con Mitia, si lo absolverán o no, si se convertirá en Siberia en un hombre nuevo o no, ni tampoco la pregunta se dirige a Aliocha, cuya virtud lo mantiene inmóvil por la misma razón por la que muchas buenas personas nos parecen aburridas; no nos interesa demasiado con cuál de las damitas acabará enrollado, o si se volverá al monasterio y pasará de todo. No. La pregunta es: ¿y qué hace Iván?
Porque Iván ha aparecido poco, sobre todo al principio, siempre más cerca del burladero que los otros personajes. Iván es un poco güino*, y el hecho de que al principio Dostoievski cargara las tintas en su egoísmo produce ahora, casi al final del libro, un efecto sorprendente. No nos hemos podido identificar con Mitia porque Mitia ha perdido el juicio. Mitia es de esas personas que no conocen la distancia entre el pensamiento y la acción: si se cabrean, llevan sus cabreos hasta las últimas consecuencias; si alguien les gusta, son capaces de buscarse la ruina por ellos; si alguien les ayuda, les meterá en un lío intentando devolverles el favor. Mitia es un corazón a flor de piel, para lo bueno y para lo mano, pero sobre todo para lo malo. Así que no existe con él más complicidad que la que nos anima a comprenderlo.
Con Aliocha pasa lo mismo pero al revés. Al principio era la gran esperanza. Las historias de monjes me gustan mucho, y la del starets Zósima es mi favorita. Y ya hablé de la bondad como dificultad narrativa. Pero Aliocha, por mucho que haga, que diga o que visite, es un personaje detenido. No quiero decir que me decepcione como personaje sino que me molesta su actitud, tan maravillosamente descrita por FD. El niño Kolia le da un par de lecciones prácticas que más le valía poner en funcionamiento, y van quedando menos páginas para que lo consiga porque Iván ya ha reaparecido, y en una situación prácticamente similar a la que tenía cuando desapareció, en un segundo plano y como reflejado en el espejo.
Es decir, esperamos, necesitamos que Iván sea un tipo normal. Bueno o malo, pero normal, razonable, verosímil. Los dos extremos de lo que FD nos quería contar están encarnados por los otros hermanos. Lo lógico ahora es que Iván encarne al ser cuyo comportamiento nos podemos imaginar en nuestra propia vida. Admiramos la pintura de los extremos, pero aún albergamos la esperanza de que al final triunfe alguna forma de realidad cercana.
Estructuralmente también tiene su miga. Iván se merece un tercer acto. La estructura fue clara desde el principio y la hemos aceptado con comodidad. El cumplimiento, la necesidad de que algo se cierre, pasa por Iván. Decía John Banville en una entrevista no hace mucho, con cierto aire despectivo, que la gente necesita que las cosas encajen en las novelas. Lo decía para justificar un género menor con el que el aristócrata del estilo quería ganar más pasta (digo esto y digo también que Los intocables me encantó, aunque solo fuera por la curiosidad que me produce el personaje real de Anthony Blunt), pero lo que dice es cierto. Necesitamos que todo encaje. No queremos que encajen los comportamientos sino los argumentos, no los hechos sino las estructuras. La espléndida estructura dramática de FD necesita este encaje, porque si no toda la articulación anterior parecería un mero andamiaje, no el esqueleto donde se enrollan los músculos. De esa composición dramática yo siempre he disfrutado mucho con Jane Austen, y aquí no podemos esperar nada peor.
Por eso, el tremendo final de los Karamázov no solo cubre todas las expectativas sino que hace sentirse al lector, al principio, un poco engañado. ¿Cómo nos has tenido tan ajenos a lo que se avecinaba, querido Fiodor? ¿Por qué nos has ocultado datos cruciales? Ese impresionante final se merecería varias bernardinas, pero antes de ponerse a ellas me queda una pregunta que siempre me he hecho cuando leía literatura de suspense. ¿Por qué no me han dicho esto al principio (lo de Smerdiákov, me refiero), como se hacía en las tragedias antiguas, para que yo haya podido disfrutar un poco más objetivamente de todo? Y, sobre todo, ¿funcionaría igual la novela si FD no se hubiese ahorrado ese dato? No, ciertamente, y ahí está la diferencia. La ocultación no lleva, como suele suceder en las novelas de suspense, al conejo que asoma por la chistera, sino, y esto es lo más grande, a que todo, absolutamente todo se convierta en tragedia pura. FD echa mano de la ironía trágica, es decir, que ni el espectador ni el protagonista conozcan lo que se ha hurtado al relato. Si sólo lo ignora el espectador, nos quedamos en Agatha Cristie. Si lo desconoce su protagonista, seguimos con Sófocles. ¿Y si son los dos, espectador y protagonista, los que viven ajenos a todo? ¿Y si no hay un mal Tiresias que nos encamine, que nos lo haga barruntar? ¿Y si, encima, aparece el Diablo de buenas a primeras, con un traje vulgar de confección, pasado de moda, que se dejó de llevar “hace dos o tres años”?

*Güino es palabra aragonesa que en principio designa a las comadrejas, las güinas. Pero luego se convirtió en adjetivo para designar a las personas cuyo comportamiento es comparable al de las comadrejas, en especial el de aquella persona que sabe contenerse, que prefiere quedar en un segundo plano y sabe calcular con frialdad mientras los demás llevan sus ardientes corazones en la mano. El güino se enrosca en cómodos rincones alejados del peligro, y ataca a sus presas sin que estos las vean venir de frente, que es la manera más sensata, por cierto, de atacar a una presa. Como en Aragón se ha mitificado mucho eso de la nobleza y de las cosas claras y las cartas boca arriba, la condición de güino no es admirable por su sensatez sino reprobable por su instinto de supervivencia. No se le alaba por su carácter poco belicoso sino porque no va de frente o se sacude los ácaros de los problemas. Yo le puse a mi perro Güino porque me parece una gran virtud ser un güino, y porque la nobleza de carácter también es una fórmula de comportamiento que los güinos utilizan cuando más conviene, o cuando, sin pamplinas ni alharacas, hay que usarla de verdad, pero no como esa paparrucha del te voy a ser sincero a todas horas y en cualquier circunstancia, que me provoca casi la misma repulsión que las personas que utilizan el muchísimo para todísimo, hasta para dar las gracias por la hora, o que usan el gesto aquel de ponerse la cara entre comillas con los dos deditos cuando quieren hablar en cursiva.

1 comentario:

  1. Aaaaggghhh... A mí también me ponen enfermo las caras con comillas!!!!!

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