18.8.09

La enfermedad sospechosa, 12

El lazareto de la Jaquesa

Más allá de los altos de Sarrión, al pasar la Venta del Aire, la tierra se quebraba entre arbustos y roquedales y descendía hasta una gran llanura seca. La carretera de Aragón era una línea blanca en mitad de un páramo de rastrojos, entre el fragor de las chicharras que acompañaban con sus cascabeles el cansino trote de las mulas. Desde la carreta, por encima de los ribazos amarillos, Ramón podía ver el contorno irisado y movedizo de las piedras. El aire ardía. Ramón y el doctor Benito viajaban en el carro de los compuestos químicos y los fumigadores. Llevaba las riendas un carretero de la Diputación, e iban custodiados, por detrás, para no llenar de polvo a los viajeros, por dos parejas de carabineros que sudaban como pollos por debajo de los quepis.

-No se lo tome usted como un asunto personal, querido amigo –dijo el doctor Benito, mientras se enjugaba el cuello con un pañuelo arrugado ya de tanto viaje, sucio de tierra y de sudor-, pero no estamos para experimentos audaces. A fin de cuentas la prudencia mata menos que la valentía. El doctor Ferrán, por lo que usted me dice, ha experimentado en sí mismo y en el pueblo de Alcira, pero eso sólo significa que ni a él ni a los vecinos de Alcira les ha pasado nada, no que sea una panacea. ¡Y ya quisiera saber yo si es cierto que no les ha pasado nada! ¡Ya quisiera, ya!

Ramón, a su lado, no se resignaba.

-Pero está demostrado que atenúa los efectos.

-¡Los de la vacunación, no te fastidia! Si no te mueres del jeringazo, no te mata ya ningún microbio. ¿Cuánto falta, cochero?

El cochero, un hombre rudo con un sombrero de paja, se giró hacia los viajeros e hizo un gesto con la espiga que llevaba entre los labios.

-Además, y en honor a la verdad, los casos fulminantes son excepcionales –dijo el doctor Benito-, y el mejor antídoto es la higiene. El cólera no se mueve, va adonde lo llevan y camina al paso que lo llevan. Convengo en que las noticias de Valencia puedan estar ocultándonos la realidad, ya se sabe que las autoridades valencianas informan de lo que les interesa. Pero convendrá conmigo en que el aislamiento y la desinfección es el único remedio. ¡Bueno, pues a eso vamos! ¿Lo haría mejor el doctor Ferrán?

Al final de la llanada se veían unas casas bajas. La carretera cruzaba entre los pueblos de Fuen del Cepo y San Agustín. A igual distancia de ambos, dos masías de distinto dueño formaban un caserío. En medio, a la sombra, las caballerías descansaban en el abrevadero. Un carro cargado de hortalizas había parado a comer. El cabo de carabineros adelantó el paso hasta la carreta y saludó al doctor llevándose una mano al quepis.

-O sea, que a partir de ahora no pasa ni Dios –dijo el cabo.

-No, pero hagan el favor de tratar bien a los viajeros –le contestó el doctor.

El cabo volvió grupas y ordenó con un gesto de la mano al contingente que se adelantase. Sus caballos echaron a trotar, una nube de polvo invadió el camino.

-Vive Dios, qué bien vigilada está España –dijo el médico, espolsándose con el pañuelo el polvo de la levita.

Las instrucciones del gobernador que el doctor Benito debía supervisar abarcaban la limpieza y fumigación de todas las dependencias del caserío, así como de todas aquellas personas que llegasen al apeadero, quienes deberían pasar una cuarentena de setenta y dos horas y presentar una cédula expedida por el Ayuntamiento de la localidad de donde proviniesen. Un segundo escuadrón proveería al puesto de control del avituallamiento necesario.

El acondicionamiento del lazareto duró varios días. Los guardias empezaron su trabajo por la casa de los masoveros, dos cuartuchos miserables encima de una cuadra, con un suelo de maderas podridas por donde ascendía el vapor del fiemo. El doctor Benito prefirió que se le acondicionase un granero para las fumigaciones, y un pequeño patio emparrado como su oficina particular. Allí, sobre una mesa de campaña, el médico dispuso los compuestos químicos en frascos de cristal ahumado. Los soldados sacaban la suciedad a paladas, lo barrían todo y en el centro de cada estancia colgaban un sahumerio de azufre que se iba quemando entre brasas de carbón y sofocaba el aposento de un humo rojizo. Después de que la masovera lo hubiese fregado todo con lejía, los soldados encalaban las paredes y rociaban el suelo de tablas sobrepuestas y los escasos y míseros muebles con una solución de ácido fénico y de sulfato de hierro.

En este trabajo también colaboraba Ramón. Traía y llevaba las barricas de ácido hiponítrico, y con disimulo, para no rebajar al cabo, vigilaba que los carabineros manejasen adecuadamente la máquina de fumigar. Sus aposentos, como los del doctor Benito, estaban en la otra masía, en la casa de los guardeses, más apañada y con mejor ventilación. A sus cincuenta y tantos años, el doctor Benito iba y venía silbando zarzuelas entre los viajeros que iban aumentando en número y que en el pequeño lapso de la cuarentena eran capaces de organizar una república en miniatura. Unos comían encima de una maleta, otros se acostaban en la diligencia. En las cocinas se improvisaban con cazuelas desparejadas guisos con judías secas, algún cordero y alguna gallina que vendían los masaderos. Todos bebían alegremente agua del pozo y del aljibe, y gastaban el tiempo en aviar un granero como cantina, o roncar, o escribir, o cortejar a sus acompañantes, o apañar una techumbre cuando empezó a llover.

La mayoría se pasaba el tiempo dando quejas, la gestión de las cuales había quedado encomendada a Ramón. Con sus dotes pedagógicas, explicaba a los viajeros muertos de calor el protocolo del cordón sanitario. Las mercancías contumaces debían pasar por la desinfección y viajar en fardos envueltos con lonas embreadas. Pero muchos, sabedores de que se les iba a estropear la mercancía, trataban de llegar por sendas escondidas a los pueblos colindantes, de modo que hubo que apostar guardias en los puntales para que nadie burlara la vigilancia. Con una caja de petróleo sin fondo, Ramón fue dando voces por el lazareto, pregonando que los mayorales que se saltasen el cordón serían puestos a disposición de la justicia.

Uno de los carromateros traía un cargamento de cubas de vino de Requena, y eso animó a la concurrencia y desató los primeros desórdenes en la cantina. Los hombres, creyéndose en tierra de nadie, en una cuarentena de su propia vida, se daban al juego y a al vino. A los tres días de estar allí, los carabineros tuvieron que intervenir porque un vendedor de tomates estuvo a punto de liarse a tiros con un consumero de Sagunto al que llevaba tiempo queriéndose echar a la cara. Los mismos viajeros generaban suciedad y reclamaban limpieza. Las damas exigían poco menos que un tocador. Los hombres dejaban todo lleno de orines, escupitajos y colillas de puro.

A la mañana del cuarto día llegó una berlina de Sagunto y se procedió al control habitual de los pasajeros, así como a la desinfección y traslado de sus equipajes a la diligencia que los llevaría a Teruel. Uno de ellos, un individuo malencarado, vestido de negro, de barba cerrada, con los brazos en jarra y por encima de ellos la falda de la levita, se acercó al cuarto que Ramón empleaba para sus inspecciones.

-He visto pocilgas más decentes -dijo.

-Son órdenes del gobernador –contestó Ramón, como solía. El hombre le sonaba de algo. Quizá era sólo la ira del Señor en medio del desierto, que iguala las facciones.

-Esos guardias ya me han tratado como a un contrabandista. Qué contrabando ni qué calabazas. Y ahora, ¿supone usted que yo voy a dormir ahí?

Ramón intentó razonar.

-Caballero, actualmente hay en el lazareto treinta y cuatro personas, catorce carros y sus correspondientes caballerías. Hacemos cuanto está en nuestra mano.

-Cuanto está en nuestra mano… -repitió en un falsete sarcástico. Estaba mondándose los dientes grises con un hueso de pollo, que arrojó al suelo seguido de un gargajo-. Vamos a ver, mequetrefe –dijo, avanzando un par de pasos, hasta que estuvo junto a la mesa de Ramón-, todavía no sé las costumbres del lugar, pero me imagino que la gentuza como tú espera un regalito de los viajeros que no tienen tiempo que perder.

Ramón se levantó de la silla para estar a su altura. Tenía la mirada fría y un aspecto entre forajido y enterrador.

-No señor, aquí no se hacen regalitos. Aquí se pasa a la sala de fumigación.

El hombre contuvo la respiración, después esbozó una sonrisa y dijo, en tono amenazante, muy bajo:

-Me conformaré con dormir donde duermen los escribanos como tú.

-Salga de aquí, por favor.

El hombre acercó la cara, como si hubiera visto algo raro en el bigote de Ramón.

-Aquí –dijo- hasta los gatos llevan zapatos. ¿Quién es tu jefe? Ya he perdido bastante tiempo contigo.

-Acompáñeme –dijo Ramón.

Ramón creía tener controlada la situación. De todos modos, no perdió de vista al sujeto hasta que llegaron al parral donde el doctor Benito ponía en orden los medicamentos y leía informes que habían llegado con el correo.

-Doctor Benito, este señor quiere hablar con usted.

El médico levantó la cabeza y compuso un gesto de alegría.

-¿Será posible? ¡Cómo acá! ¡Don Manuel, a mis brazos! –dijo el doctor, sin caer en la cuenta de que en aquel sitio, y por mandato suyo, estaba prohibido tocarse. Salió del brete ofreciéndole un puro, pero no perdió la sonrisa.

-¡Don Aurelio! ¡Menos mal que al fin encuentro un hombre!

El doctor Benito se volvió hacia Ramón.

-¿No lo conoces? ¿No tenéis en la escuela ningún retrato suyo? Te presento a don Manuel Polo y Peyrolón, catedrático de ética y psicología del instituto de Valencia.

-Mucho gusto –dijo Ramón, pero no le tendió la mano.

-Vaya, vaya, don Manuel, ¡en qué circunstancias el azar ha querido que nos encontrásemos! Pero dígame, ¿qué se dice en Valencia? ¿Ya se ha declarado el cólera?

-¿Y para qué va a declararse, si ya entra en casa? –dijo Polo y Peyrolón-. Pues usted calcule, amigo mío: en Torres-Torres no hemos podido ni cambiar el tiro. El pueblo entero está apestado. El mayoral se detuvo en la plaza y no nos apeamos siquiera para estirar las piernas, y cuando el hombre lo tuvo a bien salimos pitando. En Segorbe medio pueblo ha caído, y en Viver ya nos dijeron que pasásemos de largo. Así que mira si lo tienes cerca. Pero yo que tú no me preocuparía. Valencia está llena de gente que viene de los pueblos infectados. Ayer tarde, en Sagunto, todo el mundo se apelotonaba para coger un número en la diligencia, agitaban las treinta y cuatro pesetas y veinte céntimos que vale el billete como si fueran papeletas de una rifa. Si no salimos de allí todos con el microbio, no salimos ninguno. Y todos queremos huir.

En efecto, no se trataba de la ira, que iguala las facciones, sino de aquel profesor que predicaba la moral tridentina y empleaba sus clases en llamar criminales, infames, traidores, hipócritas, impíos y opuestos a toda autoridad a los masones y todos aquellos que no comulgasen con el ideal ultracatólico de los carlistas. El insigne autor de los Borrones ejemplares y de un panfleto contra Darwin titulado Supuesto parentesco entre el hombre y el mono. Con un riego de aquellas características, no es extraño que antes de acabar los años del instituto a Ramón ya le hubiera nacido el ateísmo y el amor por las ciencias naturales.

El doctor Benito dispuso que se ofreciese a don Manuel unas habitaciones dignas de su prestigio. Ese día Ramón durmió en el cuarto contiguo al del doctor Benito, el que éste usaba como vestidor. Toda la noche lo oyó roncar.

Al día siguiente, médico y maestro volvieron a Teruel, y dejaron al catedrático terminar tranquilo su cuarentena. Al despedirse, Ramón le dirigió al ilustre filósofo un saludo desde lejos con la cabeza, pero, antes de irse, le sonrió y le dijo:

-Dé usted recuerdos de mi parte a don Marcelino. Sé que son grandes amigos.

Polo y Peyrolón le regaló una mirada fría, una sonrisa forzada.

-¿Quién es don Marcelino? –preguntó el doctor cuando arrancó la diligencia.

-Don Marcelino Menéndez y Pelayo. Era muy amigo de este hombre.

-Este hombre es muy importante, Ramón.

-Sí, o por lo menos lo era, hasta que don Marcelino se enteró de que su obra sobre Darwin es un plagio.

-¡Acabáramos¡ ¿Don Manuel un plagiario?

-Sí, don Aurelio, sí. Sería una lástima que los conservadores españoles llegasen alguna vez tan lejos como él.

-Te equivocas. Ser conservador no es eso. Estos carcas, y en eso sí que te doy la razón, son unos exagerados. Este Polo pidió en el congreso que los maestros diesen clase en las lenguas de las regiones. Imagínate tú, enseñar latín en gallego, ¡o en vasco!

-Cosas de los carlistas –dijo Ramón-. Y no deja de ser curioso que este señor vaya ahora a Teruel, justo cuando se prepara la marcha cívica.

-Es verdad. ¡Loor a los héroes del 77! El otro día, en el baile de Cuasimodo…

Conversaron seis horas más entre lomas grises y bancales calcinados, hasta que bajó el sol. Hablaron largamente del ferrocarril y de Charles Darwin, de los efectos del ácido fénico y de los krausistas, a los que Polo y Pyrolón había puesto durante la cena de vuelta y media. A veces, cuando callaban para mirar el paisaje, los montecillos de rocas como raíces, de sabinas como musgo, las cales encima de las arcillas, o los campos recién segados, el doctor Benito pensaba que ese muchacho no aportaría nada al patrimonio familiar pero era lo mejor que le podría pasar a su hija. En los cuatro días del lazareto no había salido la conversación, y era una de las obligaciones que se había impuesto el doctor Benito desde que salieron de Teruel. Si el joven no decía nada, si no le pedía la mano de su hija, habría que ofrecérsela de algún modo.

La última vez que la diligencia se detuvo para que abrevasen los caballos fue al pasar el alto de Caparrates. En mitad de una conversación sobre las islas Galápagos, el médico fue al grano.

-Bueno, bueno, Ramón. Estamos tan ocupados que hay ciertos asuntos de los que no nos hemos acordado. ¿Y qué asuntos?, se preguntará usted. Pues bien, amigo mío, yo se lo diré. Puede usted estar seguro de que no albergo dudas sobre la calidad de su persona y la rectitud de sus intenciones, si bien es costumbre que determinadas cuestiones de trascendencia lleguen a formalizarse con palabras, no sé si me explico.

-Mis intenciones son las mismas que las suyas, don Aurelio.

-Me refiero a Amparo –dijo, por fin, el médico, como si un socavón en el camino le hubiera hecho escapar una frase clara y escueta.

-¿Amparo? ¿Mis intenciones con respecto a la señorita Amparo, es eso lo que quiere decir?

-¡Oh, qué lentos son estos viajes, qué poco a poco se dicen las cosas! –dijo el doctor.

-Debo decir –dijo Ramón, algo azorado, retrepándose en el asiento de cuero sobado de la diligencia- que yo sólo he hablado con su hija una vez, media docena de palabras, y no muy cordiales, esa es la verdad. Me pidió escribir un artículo sobre el episodio del pozo y yo me negué. Luego, al leerlo, he visto que estaba equivocado, pero ni siquiera he tenido tiempo de darle las gracias como se merece. Don Aurelio, con semejante noviazgo, ¿cómo cree que puedo albergar intenciones de ninguna clase?

-Oh, Dios mío –dijo el doctor Benito, enjugándose el sudor de la frente con un pañuelo que ya era una especie de albóndiga-. Esta niña me va a matar a disgustos. ¿Querrá usted creer que nos tiene a toda la familia convencidos de que se va a casar con usted? Su madre llora desconsolada, a su hermano se lo llevan los demonios, y yo, mira por dónde, soy el único que se molesta en hacerle los honores. ¿De veras no quiere casarse con mi hija?

-Le doy mi palabra de que es la primera vez que me paro a pensar en ello.

-Bueno, pues vaya pensándoselo. Tiene estas cosas, estos arranques teatrales, pero yo creo que es de tanto leer. Claro que, ¡cómo le vas a prohibir a una hija que lea libros de filosofía!

-Hombre, si son de Polo y Peyrolón…

Ya era casi de noche cuando cruzaron la rambla y siguieron la margen del río hasta el barrio de los franciscanos, y subieron la cuesta de San Francisco y después la calle Nueva, alumbrándose con el fanal de la diligencia por las estrechas calles. Con los últimos trallazos el cochero consiguió que los caballos remontasen la cuesta hasta la plaza del Mercado, donde se apearon los dos viajeros.

Un mozo recogió el equipaje del doctor. Pero también estaba esperándole su hijo Julio, quien lo saludó con seriedad, y dirigió a Ramón una mirada que entre las sombras cabría haber calificado de hiriente.

-¿Ocurre algo, hijo?

El hijo titubeó antes de hablar, como si preparara el gesto más adecuado para una mala noticia.

-Es Amparo –dijo-.

Padre e hijo aceleraron el paso rumbo a la calle de los Amantes. Ramón ya no pudo escuchar lo que decían cuando se marcharon sin despedirse.

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