30.8.09

La enfermedad sospechosa, 15


La silla en la puerta

Encarnita terminaba de aclarar unas enaguas blancas. Se abalanzaba sobre la pila, metía las manos en el agua tibia, llena de espumas, irisada de grasas, y dejaba caer la prenda sobre una piedra pulida. Una hilera de mujeres arremangadas hacía lo mismo que ella, subían y bajaban sus cabezas como las bielas de la máquina de vapor que las surtía de agua caliente. Las otras lavanderas no dejaban a Encarnita que llevase los barreños hasta la tina. Estaba muy flaca y ya no podía disimular el embarazo. Si no se los llevaba el encargado de echarle carbón al calentador, se lo cogían sus compañeras. Encarnita echaba allí la lejía y la bola de añil y se desollaba las manos trayéndolas a pliego, y luego las llevaba, mojadas, pesadas, hasta los tendederos del río, junto a un puente de tablas donde ataban los cabos de los cordeles.

Francisca estaba portándose muy bien con ella. Como tenía buenas manos para la ropa fina, le encargaba las blondas y las faltriqueras, que no pesaban para bajarlas sucias o subirlas limpias, no los paños bastos ni los pantalones de lanilla. Su madre y ella podían comer todos los días con el jornal que le pagaba, y todos los días le regalaba una jarra de leche recién ordeñada y la obligaba a beberse un par de vasos delante de ella. “Bébetelo y no me rechistes, que tienes que llenar esas tetas”, le decía. También le dio buenos consejos para desenvolverse con las lavanderas y ganarse su confianza. “Cuando tiendas la última colada”, le dijo, “no te quedes mano sobre mano hasta que se seque y mira a ver si puedes echarle a alguien una mano”. La verdad es que no habría hecho falta, pues el solo hecho de ser la protegida de Francisca ya le garantizaba la simpatía. Encarnita se subía a un taburete para poder apoyar la barriga sobre la losa fría, protegida por una estera, de modo que apretaba los muslos contra la pared de la pileta y sólo sufrían un poco los riñones. Era un trabajo llevadero. Francisca bajaba con ella muchas veces y vigilaba que no hiciera esfuerzos inútiles.

Estaba metiendo las últimas enaguas escurridas en el cesto cuando un pequeño revuelo alteró el ritmo de las lavanderas. Una mujer muy sofocada lo estaba contando al otro extremo de la pila. Las lavanderas fueron arremolinándose y muy pronto a Encarnita le resultó imposible distinguir nada en el tumulto silencioso. Poco después, el grupo empezó a deshacerse y las mujeres volvieron a sus puestos. Todas gesticulaban, se llevaban las manos a la cara, perdían la mirada fuera de las columnas del lavadero. Agustina, que tenía su sitio dos puestos más a la derecha de Encarnita, fue quien la informó de todo.

-Ha sido la Paquita. Anoche se puso mala y hoy se ha muerto. Dicen que ha sido el cólera.

-¿Paquita, qué Paquita?

-Una del Arrabal. Le empezó un dolor en el vientre y le dieron tembladeras y se puso azul, y empezó a echar unas caguetas blancas y a gañir como un animalico hasta que perdió el conocimiento y se murió. Le dio el ataque ayer tarde y esta mañana ya se había muerto –dijo Agustina.

Encarnita pensó en su madre. El barrio de las Cuevas estaba a un paso del Arrabal, al otro lado del Calvario. Su madre había nacido allí, y no dejaba pasar un muerto sin velarlo. Ramón había dicho, cuando Encarnita también pensó que exageraba, que los muertos eran el peor foco de infección, de modo que recogió las últimas enaguas a medio secar, se puso el cesto de ropa en la cabeza y, en vez de subir por la Andaquilla desde el río a la ciudad, siguió hasta su casa, en las callejas de las Cuevas, casi debajo del acueducto. Su madre estaba en casa. Se había enterado y estaba rezando de rodillas el rosario. Intentó ir a velar el cuerpo de Paquita, ayudar en las faenas de la mortaja y pasarse la noche llorando, pero no se lo habían permitido. Habían metido el cadáver dentro de una caja, envuelto en una sábana, y lo habían rellenado de serrín para que no apestara, y fuera, en la puerta, habían puesto una silla vacía. El hijo de Paquita había ido a buscar a los guardias, a ver qué hacían con el ataúd.

-Madre, por lo que más quieras –le dijo Encarnita-. No salgas de casa hasta que yo vuelva.

-No, hija mía, si yo sólo voy a ir a la Merced a misa, porque esa es otra, que aún no saben si pueden o no pueden hacerle funeral.

-Ni a misa tampoco, madre. Donde se junta mucha gente no hay más que microbios. De todos los que vayan a misa, seguro que unos cuantos se echan la sentencia. Usted rece ahí sentadica y no se mueva. Yo voy a devolver la ropa.

Nada más llegar a casa de la lavandera, Encarnita preguntó por Ramón. Había ido a llevar un paquete a correos, una cosa muy importante, dijo Francisca, unos pliegos de flores secas importantísimos. Francisca se excusó por traer algunas enaguas mojadas y contó a Francisca lo sucedido.

-¿Lo ves, tonta, cómo fumigarse no es ninguna tontería? Yo me fumigo todos los días y estoy encantada. Y luego tú dices que son los desvaríos de Ramón. Ven, anda, ayúdame a plegar unas cortinas.

Desde la sala de costura, poco después, oyeron el silbido del soplete. Encarnita le dio a Francisca las dos puntas de la sábana doblada y se acercó a la ventana.

-¡Ramón! ¡Ha habido una muerta en el Rabal!

Ramón la miró desde el patio, muy serio.

-¿Dónde está tu madre? –dijo.

-Le he dicho que no se mueva de casa.

-Ven, vamos a desinfectarla.

Detrás de Encarnita, quitándose el mandil, bajó también Francisca.

-¡Eh, tú, zagala, dónde te crees que vas! A tu madre me la traigo yo aquí a casa mientras Ramón os echa el desinfectante, que eso dura lo menos cuatro días, que no te enteras. Y tú aquí quietecica. Mira el rimero de ropa que tengo para planchar. Ya puedes emprenderte con él. Hala, Ramón, andando.

Los dos caminaron hasta el Tozal y bordeando el barranco por la Ronda bajaron junto a los paños de muralla que habían quedado sanos de cuando los carlistas.

-Yo me subiré a la falsa. Que duerman las dos en mi cuarto –dijo Ramón.

-Bueno, ya veremos –dijo Francisca.

-Esto pinta mal, Francisca. Nos empeñamos en pensar que Teruel está a salvo. En casi todos los pueblos de alrededor hay invasiones. En Villaspesa, ahí al lado, ya ha habido un muerto. En Santa Eulalia hubo un primer brote y ya los cuentan por docenas. Las calles están llenas de sillas. Aquí van a abrir un lazareto en la fuente del Gallo, pero es una fantasía pensar que nos vamos a librar del fuego cuando la provincia está ardiendo por los cuatro costados.

-Pero eso es porque en los pueblos no se fumigan bien –dijo Francisca.

-Santa Eulalia, Torremocha, Monreal, Torrelacárcel, Calamocha… El Jiloca entero está infectado. Y por la parte de Gúdar, en Rubielos y en Formiche Alto, también se han dado casos.

-Paquita era de Formiche Alto.

-Da igual, Francisca. No habrá modo de pararlo.

-No seas cenizo –dijo Francisca- y mira a ver si has traído todos los ungüentos.

La madre de Encarnita les abrió muy asustada, con un rosario en la mano. Conocía a Francisca del lavadero, y cuando supo que era la que había contratado a su hija se deshizo en zalemas cargadas de resignación y servilismo, igual que con Ramón, a quien trataba como si en verdad hubiese salvado a su marido.

-¿Dónde tiene la ropa? –dijo Francisca-. Venga conmigo, dígame la que se va a llevar.

-¿La que me voy a llevar?

Ramón vertió alcohol y veinte onzas de azufre en una salamandra de base muy ancha que a su vez colocó en el plato del brasero.

-Empezaremos por arriba.

Desde luego era lo más lógico, pero hacía mucho tiempo que Ramón tenía ganas de subir aquellas escaleras. Una curiosidad morbosa le impulsaba a visitar las huellas del suicida. Empezó a sulfatar la casa por el tálamo matrimonial. Era una alcoba de techos bajos y paredes abombadas, sin más luz que la que entraba por la puerta, que tampoco era mucha. Era preciso sacar la cama, la cómoda y las dos mesillas, con toda seguridad el ajuar con el que se casaron, y todo el mobiliario que tuvieron nunca. Lo que sí había, colgados por las paredes, eran muchos objetos de cuero. La alcoba misma se había penetrado del olor a piel curtida. Hasta cierto punto el cuero sustituía a la madera: marcos de cuero con estampas de San Lamberto, cananas de cazador, cofres tachonados con botones de metal, rosarios trenzados con tiras de piel. En el suelo de madera crujiente había dos pellejos de cabra, uno a cada lado de la cama. Las mesitas eran apenas dos cajas que el correcher había forrado como los vades de los escritorios.

Una de las mesitas estaba llena de cromos de santos, y la otra de los objetos del difunto, un reloj de plata vieja, una cartera de piel de cerdo, una petaca de lo mismo, una carlanca de pinchos dorados y un cinturón con escenas de caza repujadas y una hebilla de madera. Ramón se calzó los guantes, también de cuero, que usaba para las desinfecciones, pero antes de prender el azufre con espíritu de vino abrió la cartera. Dentro, con los bordes carcomidos, sólo había un retrato de bodas, un hombre de pie con camisa sin cuello y la calva blanca sobre la tez oscura, que miraba con ojos brillantes y cara de susto, y a su lado, sentada, vestida con un traje negro abotonado y un mantón cuyos flecos asomaban por los encajes del puño, una mujer de aspecto triste que cruzaba las manos.

Y también había un papel doblado. Ramón lo desplegó y se acercó un poco al resplandor que entraba por la puerta. Era un certificado de suscripción de acciones de la empresa Delgado e Hijos a nombre de Vicente Barrachina. No sé indicaba la cantidad, tan sólo el número de las acciones, 218. Ramón roció el documento con el agua fenicada, lo agito un poco para que se secase y se lo metió al bolsillo. Después corrió todo lo que pudo la cama a la pared e instaló la salamandra con la solución sulfurosa.

De regreso, y como la madre de Encarnita caminaba con dificultad por la Andaquilla, cuyo lamentable estado, lleno de piedras, había provocado serias quejas de los vecinos, Ramón se entretuvo llamando a las casas que se iba encontrando en el camino, todas de antiguos vecinos suyos, a quienes Ramón aprovechaba para saludar y dejarles unas onzas de azufre.

Siguiendo las instrucciones de Francisca, Encarnita lo tenía todo preparado cuando llegaron. Madre e hija iban a ocupar el dormitorio de Francisca, y Francisca se trasladaría a la habitación de matrimonio, que al contrario que la madre de Encarnita no había vuelto a ser usada desde que murió Manolo.

-¿Ya has cambiado las camas, Encarnita? –preguntó Francisca desde el patio, mientras fumigaban a su madre.

Aquel cambalache no gustó a Ramón. Francisca no hablaba tan apenas de su esposo, pero en alguna ocasión, comentando la posibilidad de alquilar el cuarto que tenía cerrado, el semblante siempre alegre de Francisca se nublaba por momentos.

-Lo que tendría que hacer es tapiarla –dijo una vez.

Ramón vio en aquella circunstancia un modo de atraerse a Francisca, o por lo menos de corresponder con el arranque de generosidad que estaba demostrando hacia sus protegidas.

-Escucha, Francisca. Aunque haya que trajinar un poco más, me gustaría dormir en la habitación cerrada. Sé lo que significa para ti, y a mí me da lo mismo.

Francisca echó una bocanada de aire, como si hasta ese momento no hubiese podido respirar del todo. El corazón le palpitaba. Se puso una mano en el pecho y cerró los ojos.

-Pues sí, Ramón, te agradezco mucho el ofrecimiento. Sólo de pensarlo me dan sudaderas. No te preocupes que no te tocaré nada de tu cuarto.

-Faltaría más –dijo Ramón, caballeroso.

Francisca condujo a la abuela a su nuevo dormitorio y Encarnita se quedó desinfectando la poca ropa que traían.

-Encarnita –dijo Ramón-. Tengo que hablar contigo.

La joven se volvió como si un perro hubiera estado a punto de morderla.

-No te asustes, no es nada malo –se apresuró Ramón, apaciguando el susto con las manos-. Siempre me ha llamado la atención que tu padre, siendo un buen artesano como era, os dejara en estas condiciones tan lamentables.

La muchacha siguió humedeciendo un vestido.

-Pues ya lo ves –dijo, un poco a la defensiva.

-¿Siempre tuvisteis lo justo para comer? ¿Incluso cuando tu padre se iba a Levante con los pastores?

Encarnita plegó el vestido con cuidado y lo colocó encima de una silla. Después se dio la vuelta y miró de frente a Ramón.

-¿Qué es lo que quieres saber? –le dijo.

-Nada, nada. No quiero meterme donde no me llaman, pero hay algo…

Encarnita casi no podía contener las lágrimas, pero eran lágrimas de rabia, como si –pensó Ramón- hubiera tocado la llaga de sus miserias, como si quedarse sin padre no fuese ya suficiente drama.

-Has sido muy amable con nosotras. Me buscaste una faena y ahora nos traes aquí para que no nos pase nada. Yo te pagaré si tú quieres, pero deja a mi padre en paz. Se quitó la vida y eso ya no tiene remedio. No quiero que pienses en él.

Ramón estuvo a punto de decirle por qué llevaba tanto tiempo obsesionado con aquel hombre. La muchacha llevaba razón. Todo lo que hacía por ellas era otra forma de seguir hurgando como un párroco en el mal ajeno. Cada vez que, como entonces, enviaba o recibía carta del doctor Loscos, le volvía a escocer el recuerdo de aquel episodio. No era nada grave, ni punible ni vergonzoso, pero durante semanas le mortificó la idea de que lo pudo haber salvado si hubiese atendido a los gritos de socorro de aquel borracho que se encontró en la calle. Entonces no tenía tiempo que perder, la carta de Castelserás era mucho más importante que las palabras de un viejo borracho. Si media hora después no hubiese pasado por el mismo sitio, nada de esto habría sucedido. Pero volvió a pasar ante la puerta y ya algunos otros vecinos estaban alarmados, aporreaban la puerta y lo llamaban a gritos. Entonces Ramón terminó de entender al borracho, y no dejó de temer en los días que siguieron que alguien por la calle lo señalara con el dedo como al maestro que negó su auxilio.

Nada de esto podía decirse a nadie. Eran culpas íntimas, torturas privadas. Los peores remordimientos suelen surgir de acciones sin testigos que tampoco llegan a ser crímenes. Quizá Ramón estaba limpiando su conciencia con la sosa cáustica y con el azufre. No actuaba como Francisca, por inclinación natural, sino como resultado de sentirse perseguido por algún error sin solución. Muchas de sus acciones eran la purga de algún recuerdo que lo atormentaba. Deseaba con cálculo, temía con remordimiento. Por eso admiraba tanto a Francisca y desde el primer día se había sentido tan seguro junto a ella. Ella sí era una mujer sana.

Y Encarnita, a pesar de su delgadez y de su estado, también lo era. Huía de la muerte de su padre, de su recuerdo y de sus consecuencias, y todo el agradecimiento que podía sentir hacia Ramón quedaba empañado, infectado por su curiosidad malsana.

-Encarnita, ya te he dicho que yo no quiero meterme donde no me llaman, pero esta tarde, cuando estaba en tu casa, he encontrado un papel que te interesa.

-No sé leer.

-Da igual, te lo leeré yo. Es un título de participaciones.

-¿Y eso qué es?

-Tu padre tenía parte de un negocio, no sé si mucha o poca. Pero el documento es legal, y podríamos reclamar el valor de esas acciones. Lo más probable es que sean cuatro duros, pero algo es algo. ¿Tú has oído hablar a tu padre de Delgado e Hijos?

-No –dijo Encarnita, como un resorte. Ramón se dio cuenta de que se había puesto colorada, pero no siguió preguntando. Por las escaleras ya se oían otra vez las voces perfumadas de Francisca. Había hecho muy buenas migas con la madre de Encarnita, y por lo contenta que bajaba nadie habría dicho que estuviera luchando contra el cólera. Ramón pasó la noche durmiendo en la cama de un muerto y acordándose de otro. Del uno era el fantasma. Del otro, su albacea.

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