17.12.09

Retorno a Brideshead revisited, 2

Mediada la novela, dudo si es que la versión televisiva que vi hace veinte años me privó de su lado satírico, o bien es mi memoria la que se quedó con una insuficiente superficie argumental. El caso es que la tragedia de Sebastian, su alcoholismo galopante, es un asunto que no puede acaparar la historia porque acaba cansando a todo el mundo. Todo lo sucedido en Oxford es muy poca cosa, apenas unos meses de esplendor, algunos semestres lánguidos y un callejón sin salida. La Arcadia dura poco. Su duración en la novela es ciertamente desproporcionada con respecto a su duración en el tiempo.

Así que cuando ya nos hemos hartado de Sebastian y cada cual tira por su lado y, sobre todo, aparece Julia y el reloj empieza a correr más deprisa, la novela sale del catolicismo sofocante de Brideshead, abandona el invernadero y aumenta el interés de algunos personajes secundarios, espléndidamente dibujados, que en mi memoria quedaron como caricaturas poco relevantes, casi anecdóticas. Me refiero, entre otros, al padre de Charles y a Rex Mottram, el marido de Julia.

El primero, interpretado por sir John Gielgud, lo recuerdo como un anciano inglés maniático y distante, rodeado de sombras, vestido con etiquetas incómodas, estirado, despectivo; pero ahora en la novela lo he visto como un personaje delicioso, y hasta cierto punto es una lástima que no le dedique a él el narrador la misma atención que le dedica a la antipática de lady Marchmain, la madre de Sebastian y de Julia (y de Brideshead, otro tipo interesante). El padre de Charles en es realidad, y así lo explica el narrador, un hombre prematuramente viejo, aturdido por la muerte de su mujer, que se largó de voluntaria a la guerra de Yugoslavia para conducir una ambulancia y murió en acto de servicio, mientras él luchaba por un futuro académico de prestigio que cada vez le resultaba más lejano. Así que vive en su biblioteca, no sale a la calle, colecciona antigüedades, lee sin tregua y se viste de etiqueta para cenar a solas. Desde luego que quiere que su hijo se largue, pero ni está dispuesto a darle para ello más dinero ni a reprocharle que se haya gastado el que le dio. Sencillamente, llena la casa de gente insoportable. Lo saca a presión, como los dueños de inmuebles viejos sacan a los inquilinos de renta antigua, y para ello utiliza una coartada perfecta: intenta animar a su hijo, que no se aburra tanto en ese templo de silencio, pero no deja de preguntarle si es verdad que va a marcharse al extranjero.

Qué interesante, dicho sea de paso, el estudio de Waugh sobre la relación de los ingleses con su país. Marcharse no es irse de casa ni cambiarse de barrio ni siquiera de ciudad. Marcharse es irse de Inglaterra. El propio carácter inglés hace que muchos ingleses no soporten vivir en las islas. Pasan lejos de allí sus vidas y cada día son más ingleses, pero es inverosímil que alguien cante en Inglaterra canciones equivalentes a las de Juanito Valderrama sobre los emigrantes. Ahora, leyendo, entiendo al padre. Lo inscribo en esa tradición tan británica que no infecta la paternidad de supersticiones eternas ni ataduras obligatorias. El joven ya criado está en sus propios dominios, no necesita nidos ni subvenciones. Tiene que volar. O por lo menos así se desprende de la tradición protestante. El primer héroe británico de aventuras es Robinson Crusoe, lo que leen a los niños, por lo menos en 1925, año en que transcurre la novela. (Me viene ahora a la memoria Charles Lamb, el de verdad, el ensayista mandarín que redactó en la primera mitad del XIX una preciosa versión de la Odisea para uso escolar; con esas lecturas infantiles hay muchas cosas que quedan claras para siempre).

Y sin embargo este padre huraño reacciona justo al contrario de como habría reaccionado un padre católico protector. Cuando Charles le comunica su deseo de abandonar Oxford sin terminar sus estudios y dedicarse a la pintura, el padre no le da la charla; en todo caso, lo pide que haga el favor de buscar los mejores maestros y rodearse de las circunstancias más adecuadas. O sea, que se largue a París.

Es magnífico: el buen padre lo es precisamente por aquello que a ojos católicos es ser un mal padre. El buen padre católico se desharía en zalemas de bienvenida y se sentiría muy herido al conocer las intenciones de su hijo. El mal padre protestante le deja libertad y cumple los pactos con escrúpulo (le dio 600 libras de manutención, pero ni un penique más), y le apoya en sus decisiones e incluso le facilita que cumpla sus deseos artísticos. Un católico sólo pensaría que así se libra de él. Un protestante, que el padre es un enamorado del arte. El retrato que traza Waugh es deliberadamente ambiguo, y en ello reside la gracia del personaje. Su contraste con la actitud hipócrita de lady Marchmain dice más de la religión que media docena de sermones por cada bando.

El otro personaje secundario que recuerdo de manera muy distinta a como lo estoy leyendo ahora era Rex Mottram, pero ya me he alargado bastante con el padre de Charles. Es hora de retirarse a la biblioteca.

1 comentario:

  1. Anónimo9:45 p. m.

    Antonio, nos tienes los días entretenidos y aprovechados con tus comentarios y con los relatos editados por JC. Nuestra admiración de siempre.
    Dámaso y MJ

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