16.12.09

Retorno a Brideshead revisited, 1

La serie de televisión Retorno a Brideshead se estrenó en 1981. A España llegó poco después, en 1983, al UHF, y se enteró poca gente. En la temporada siguiente se volvió a emitir, y esta vez ya fue en la primera cadena y con horario de fin de semana. En el archivo de El País está la crónica que le dedicó Haro Tecglen, entonces crítico de televisión del periódico, que la llamó “la mejor serie que se ha visto jamás en España”. Su éxito llegaba una década después de que otra serie victoriana de sobremesa, Arriba y abajo, tuviera un éxito similar. La gran beneficiada de todo esto, por cierto, fue Jane Austen, porque en los ochenta se dispararon las películas british y casi todas se nutrieron de su espléndida obra.

Yo debí de ver Retorno a Brideshead la segunda vez, no recuerdo bien, o quizá las dos. Varias veces sí la he visto, pero recuerdo cuál fue la última: en 1985, en el vídeo de un colegio mayor. Dos compañeros y yo nos propusimos (una de esas ideas que sólo surgen a determinadas horas) ver la serie entera, todo seguido, en una actitud similar a la que tienen Sebastián Flyte y Charles Ryder cuando pasan el verano en el castillo de Brideshead, bebiendo con parsimonia.

El hecho de ver por vez primera Retorno a Brideshead cuando me faltaba un año para ir a la universidad hizo que esa otra vez fuera una celebración consciente. Celebraba el hecho de estar en esa misma situación bella y hermética en la que vivían aquellos dandys oxonienses. Ver la serie durante toda una noche era una actitud estética en un colegio mayor en el que abundaban los gañanes, como en todas partes, y tenía mucho que ver con esa actitud baudeleriana que ha protagonizado tantas juventudes ilustradas. “Siglos de juventud”, llama Waugh al ambiente de Oxford. Estudiando en Salamanca pensé muchas veces en una expresión que encerrara esa misma idea, pero no la encontré mejor.

De aquella serie no me interesaba entonces tanto el relato de una aristocracia en decadencia como el abrigo que lleva Charles en la terraza del barco. No tanto la omnipresencia de la religión entre los católicos británicos como la escena en que Charles está preparando sus exámenes junto a la chimenea de sus habitaciones, con una taza de café y libros abiertos de hermosa encuadernación encima de la mesa. Había en él una actitud muy útil: el trato exquisito como mejor manera de protegerse del prójimo, de hacer como que te interesa lo que dice, en un ambiguo equilibrio entre el afecto y la afectación. Me gustaba ver junto a él a la espléndida Julia, tan escurridiza. La segunda mujer de lord Marchmain, Cara, me parecía irresistible. Al mismísimo lord Marchmain, que a su vez era el mismísimo Laurence Olivier, lo recuerdo diciendo aquello de “¡tiempo inglés!” (lo dijo su doblador, me temo), al comprobar que el día había salido nublado en Venecia. Era una de esas constataciones tan simples que en personas complejas adquieren una dimensión irónica, entre resentida y melancólica. Hasta personajes caricaturescos como Rex Mottram o el abogado Collins me resultaban concebidos por esa misma distancia que hace que recuerde ahora la escena de Olivier. Y no creo que sea muy elegante recordar aquí otra vez su anécdota con Dustin Hoffman a propósito del método Stanislavski.

Al principio de la obra, Charles Ryder declara que todo aquello que en el libro ocupa la larga primera parte, Et in Arcadia ego, sucedió veinte años atrás. Jeremy Irons con uniforme y bigote fuma en pipa y recuerda los días de Brideshead como yo ahora, al abrir la novela, recuerdo los días en que vi Retorno a Brideshead. Quedan como eran en mi memoria Jeremy Irons y Diana Quick, pero he perdido el rostro de la madre, y el de Sebastián se me confunde con el de Francisco Pastor, el cantante de Formula V, y el de Malcolm Macdowell en La naranja mecánica. A Sangrass (que entonces me parecía siniestro) le he puesto sin querer la cara de un vecino, y a Anthony Blanche, el Oscar Wilde de la película, lo retengo más o menos como era. A Cordelia todavía la recuerdo jadeando en la azotea del palacio mientras cuenta tonterías sobre su cerdito, pero luego su cara de enfermera en plena guerra no logro fijarla. Todo esto se soluciona con una consulta en la red, pero entonces, como dice Gabriel Miró a propósito de no abrir del todo las ventanas cuando suena el armonio de un convento cercano, se perdería "el trastornado conjunto".

En esta curiosa disposición de la memoria estoy leyendo la novela. Pero ya no la juzgo como una serie. Ahora me interesan mucho más las cuestiones puramente narrativas, esa, digamos, eficacia que consiste en no decorar el lenguaje sino la historia. A este paso voy a emprenderla después con Anthony Powell. Tan bien me ha sentado el retorno.

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