15.4.10

Naturalismo místico

En materia de arte, evolucionar consiste en depurar los referentes, en ir pareciéndose a uno mismo cada vez más. Llega un momento en la trayectoria de los grandes artistas en que la poda es transparente, en que ya no hay necesidad de mentir, ni de adornarse, ni de justificarse. Antoni Tàpies, que ahora es marqués, creo, y que de tanto luchar contra la pintura burguesa estableció el canon estético de las oficinas bancarias, dijo una vez que su gran aspiración consistía en pintar un trazo suficiente, a la manera de los calígrafos japoneses, un solo trazo que encerrara toda la armonía y toda la profundidad. Para entonces Tàpies ya era Tàpies y su principal preocupación fue seguir siéndolo, que en cada uno de sus cuadros hubiera una huella personal, un sello de autor.

Tàpies no es santo de mi devoción, pero en su descargo hay que decir que en todo el siglo XX ocurrió lo mismo: el furor de la propiedad intelectual llevó a olvidarse del arte a demasiados artistas, y en cualquier caso esta sería una típica forma burguesa de evolucionar. Porque hay otras. Hay pintores que evolucionan dentro de la pintura, buceando en ella, o que se olvidan de sí mismos para indagar en cómo pinta la tierra, en cómo esculpe la memoria. Barceló es un ejemplo perfecto, y en la exposición de Caixaforum esa manera de evolucionar se percibe con la transparencia de que sólo son capaces los mejores.

Mi idea de Barceló cuenta tantas etapas distintas como exposiciones ha traído a Madrid en los últimos años. Del Barceló más pop y ochentero, pese a que la potencia de los cuadros sigue intacta, queda todavía esa búsqueda de la huella personal, esa cosa pop/fauve que, además de producir admiración, traspira demasiado historicismo, demasiado referente. Así fue la posmodernidad, pero ha cambiado el siglo y muchos artistas no parecen enterarse. Barceló sí. Barceló cambió de siglo, para mí, con aquella exposición de Malí que llevó en los 90 al Reina Sofía. Aquello era virtuosismo al servicio de la honestidad, un dominio deslumbrante consagrado a indagar en las formas de representación de la naturaleza. Esta mística naturalista, vamos a llamarlo así, también es de estirpe modernista, pero en este caso no era pintar como fulano o mengano sino como pintan las piedras, como pinta el moho en las cortezas de los árboles, como pintan los cirros o las dunas, las piedras y los ojos.

A partir de aquella exposición me hice fan de Barceló, y lo que vino después es la obra de quien ya ha encontrado lo que buscaba, un método, que por ser siempre el mismo le garantiza la sorpresa permanente. Quiero decir que tanto en la capilla de la catedral de Palma como en la otra Capilla Ginebrina se ha entregado al esfuerzo de trabajar al dictado de la naturaleza: la piel de barro cuarteada, los carámbanos irregulares, el efecto del tiempo y de la gravedad, por más que luego se haya interpretado a sí mismo con un virtuosismo técnico que percibe cualquier espectador, algo que, dicho sea de paso, siempre ha sido virtud de las grandes obras. Contra el arte de la ocurrencia está la minuciosa perfección, y eso desde los tiempos de Altamira. Pero ese dominio es previo, no consciente. La pintura no está al servicio del trazo ni del color sino al revés.

Hay un cuadro, relativamente reciente, que me dejó pasmado. Aquello se movía. No era la sensación de movimiento que pueden darnos unas olas bien pintadas, sino una especie de holograma sin cristales ni efectos especiales, hecho solo con pintura y piedrecillas. Sorprendía que con un bote de pintura pudiera llegarse a efectos tan impactantes y para los que los sustitutos del talento han inventado ya unos cuantos software. Esto, además, era hermoso. Pero lo más sorprendente es la nota que acompañaba en la pared al cuadro. Allí decía que, con la técnica que empleó para pintar el cuadro, si la hubiera repetido un millón de veces, habría creado una duna. Es decir, el artista místico se despoja de sí mismo en contacto con la naturaleza y en el acto de pintar se convierte… en viento.

Digo el acto de pintar y eso es algo que Barceló también tiene muy claro. La naturaleza no se piensa a sí misma. Ser un virtuoso de la técnica implica cierta minuciosidad pero muy poca preconcepción. El que pinte no debe ser el experto en arte sino el artista, y eso exige dejar ciertas cosas al cuidado del olfato, del instinto, del acto, esa urgencia metafísica a la que las vanguardias han tendido desde siempre.

Y así, expuestas, las ilustraciones de La Divina Comedia me volvieron a parecer maravillosas, o las acuarelas africanas, donde hasta las gotas se escurren por el papel con un sentido profundo y una destreza asombrosa. Se diría que Barceló echa un poco de color y con el papel va dándole sentido, lo va poniendo más o menos horizontal con la destreza de un malabarista, pero también con la concentración de quien va buscando que, además de bien pintadas, las gotas sean esenciales y no abandonen su profunda condición de gota.

De lo hecho en los últimos quince años me gusta absolutamente todo, empezando por los cuadros hechos con tinta de calamar y terminando por ese color que tanto usa ahora y que me tiene, en el fondo, un poco mosqueado. Es ese turquesa claro con el que pintó el fondo de la cúpula de Ginebra. Siendo tan terrenal y geodésico, me gustaría saber de qué paisaje lo ha sacado.

Lo he llamado misticismo naturalista y quizá sería mejor naturalismo místico, entendido como método, no como ideología previa, más bien como fe y como arrebato. Naturalismo porque pinta como le ha enseñado la tierra, y místico porque ha sabido olvidarse de sí mismo y de la historia en la que ocupa un cómodo sillón. Barceló se va al desierto y allí, como dice en no sé qué entrevista, los domingos no hay fútbol en la radio.

Además creo que es la mejor forma de superar la posmodernidad, en artes plásticas y en las que sea. Hace cien años, y por razones parecidas, bramaban los fauve. Cuando estas eclosiones estallaban en fuegos artificiales se apropiaba de ellas la vanguardia, pero luego los pintores se metían en sus casas y para mirarse otra vez al espejo empezaban a pintar con los pinceles del revés, como hiciera Benjamín Palencia. Después del patch-work de la posmodernidad solo cabe un retorno al inicio, un volver a mirar las cosas como las vimos al principio, un no buscar la imitación de las cosas sino de cómo se producen las cosas, el movimiento que las ha llevado a ser lo que son.


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