9.9.10

El maestro Juan Martínez que estuvo allí
























Los toros han quitado pocas vidas, pero han prolongado muchas. A Manuel Chaves Nogales, uno de nuestros mejores narradores, prematuramente muerto en 1944, a los 47 años, la cultura española lo olvidó de inmediato. Pero fue su extraordinaria biografía de Juan Belmonte la que lo mantuvo vivo, manoseado por aficionados a los toros, y así pasó, en ese limbo taurino, todo el franquismo y casi veinte años de democracia, hasta que, en 1993, la Diputación de Sevilla comenzó la publicación de su obra completa, a cargo de Isabel Cintas. Al año siguiente, andrés Trapiello, con toda justicia, le devolvía en Las armas y las letras al sitio que le pertenece, a la primera línea de quienes, además de ser buenos escritores, han escrito grandes libros.
En los últimos quince años ya no han dejado de gotear las reediciones de sus libros, varias del Juan Belmonte, por supuesto, pero también de sus otras dos piezas mayores, A sangre y fuego, de la que Trapiello hacía un encendido elogio, y El maestro Juan Martínez que estaba allí, que estoy leyendo con el entusiasmo con que se leen las buenas historias y la fascinación por un estilo superior.
Este libro es de 1934. Un año después, Sender ganaría el Premio Nacional con Mr. Witt en el cantón, con un jurado en el que, por lo que dice Trapiello, estaban Baroja y Machado. Estas dos novelas podrían haber puesto el rumbo adecuado para una novelística moderna, más atenta al qué que al cómo, consciente de que la retórica sirve para controlar la velocidad de la lectura, y que una novela es una pieza en varios movimientos; y consciente, como lo fueron los escritores anglosajones por aquella época, de que el ritmo de la novela moderna ya no admitía el regodeo en el casticismo. Pero Chaves murió y, de no ser por los toros, ya digo, habría sido pasto de la anécdota o del olvido, y Sender, que cumplió con su obra completa, en la que hay unos cuantos títulos sobresalientes, todavía no tiene un nicho fijo en nuestra literatura. Le sobró política, en el tiempo que le tocó vivir y en las novelas que quiso escribir. Pero hay pocos, poquísimos excelentes narradores en este siglo como para ir tonteando con los verdaderamente buenos.
El pasado mes de mayo Muñoz Molina atribuía a Manuel Chaves Nogales la invención de la novela de no ficción (“mucho antes que Truman Capote”, y mucho después, debió añadir, que Daniel Defoe), pero no hablaba de la mejor virtud novelística de Chaves, precisamente la que le falta a él. Se trata de que la narración esté contada en primera persona pero no por el autor sino por un personaje. Ese personaje no es el autor: es un personaje y habla como el personaje que es, pero es quien nos cuenta la historia. El subterfugio del personaje–testigo sirve solo para que autor y narrador sean la misma cosa. Pero esto otro es más difícil.
Así está escrito Juan Belmonte y también El maestro Juan Martínez. En ambos casos hay un prosista excelente, pero el autor se ha esfumado y ha dejado hablando al personaje. El maestro Juan Martínez es, todo hay que decirlo, anterior a Belmonte, ambos de antes de la guerra. El procedimiento ya lo habían usado en el 98, Valle con su Bradomín y Baroja muchas veces. De hecho Baroja tiene un capítulo en La lucha por la vida, el de “El hombre boa”, en el que don Alonso, un artista de circo viejo y venido a menos, va contando sus peripecias por medio mundo, todas lo suficiente exageradas para que parezcan mentira, pero con una forma de hablar que otorga al personaje toda la encarnadura que necesita. Por más que lo que diga suene estrambótico y exagerado, el personaje es real, absolutamente creíble, y por lo tanto, y en cierto modo, también todo aquello que dice. Siempre que paso por ese capítulo pienso que en ese par de páginas en las que habla (narra) don Alonso había una novela entera.
Supongamos que ese don Alonso, en vez de haberse contagiado de las hipérboles caribeñas, se hubiera ido a Rusia con su mujer, a bailar flamenco (“un flamenco pasado por Moscú”, dice el autor, y no era mal título), huyendo de la Primera Guerra Mundial, que le pilló en Turquía, y nada más llegar, cuando por fin encuentra buenos contratos, estalla la revolución soviética. Da igual que Juan Martínez fuese un personaje real o no y Chaves se limite a hacer con él lo mismo que con Belmonte. En este caso no es en absoluto relevante. La credibilidad de la novela salta de sus páginas, no de su prólogo aclaratorio. Oímos al bailaor, lo reconocemos, nos hacemos cargo de su desdicha, vemos la revolución como la vio él (como nos enseñó a verla Stendhal), no como sabe Chaves que ocurrió. Aunque el resultado sea parecido, el autor no está, y eso es lo que hace que el libro sea una novela, y además una buena novela.
Hay otro detalle barojiano que también utiliza Chaves. Al principio de la novela, nada más que el primer párrafo, habla el autor, en una prosa rica, castiza, barroca, en la prosa en la que siempre se supone que hay que escribir, hasta que el lector, en la página siguiente, descubre con entusiasmo que ese gran escritor pesado deja la palabra al interesantísimo personaje, que se expresa mucho mejor que él. Se va el autor y se va esa peste de la voluntad de estilo, ese estar más atento a las bellas palabras que a crear un mundo desde el principio.
Eso no excluye, claro, que haya un punto de vista, una tesis si usted quiere, que por cierto ahora resulta de lo más actual. Chaves (y nos lo recuerda Trapiello en la edición de Libros del Asteroide) siempre proclamó que la guerra civil no era entre demócratas y franquistas sino entre fascistas y comunistas, ambos igual de amantes de la tiranía, y que la gente que sólo quería vivir en paz no tuvo nada que decir. Pero esa visión ya está calcada de la que plantea en este libro a propósito de la Revolución Rusa, escrito, repito, antes de nuestra guerra. En este libro los guardias zaristas son negreros sanguinarios y los guardias bolcheviques unas fieras desalmadas, y en medio queda un mundo de gente sorprendida y aterrorizada que de tomar parte debería tomarla contra las dos facciones, y que lucha por lo que tiene más cerca, su mujer, Sole (qué gran personaje mudo), un contrato para bailar zapateado en las estepas nevadas, un poco de pan. Todo es juzgado por el narrador de acuerdo con la posibilidad doméstica de seguir vivo y tener un techo, no en términos poliorcéticos. Y eso, unido a una prosa que parece escrita esta mañana (prosa sin un gramo de polvo, ágil, dominadora de los tiempos, intensa cuando toca, épica cuando lo merece, divertida siempre, clara, sin retorcimientos de ninguna clase) hace que el libro sea una propuesta del todo vigente, un libro que podría escribirse ahora por primera vez. Eso es lo que hace que un libro merezca pasar a primera línea.
Después de la guerra este procedimiento del narrador que es personaje y no es autor se tuvo mucho más en cuenta. En términos estrictamente novelísticos, narrativos, lo mejor de Cela o de Delibes está escrito así. En los ochenta, a raíz de las novelas de Robert Graves, se puso de moda un falso yo que ha dado de comer al fraude. Se trataba del Yo, Fulano, en un estilo aséptico, sin alma, sin carácter, una serie de datos que venían en la enciclopedia y alguna que otra escena tópica para desensebar. Hoy en día la mayor parte de las mal llamadas novelas históricas se escriben así, pero todas escamotean la máxima dificultad del procedimiento, que el asunto no sea al final tanto lo que se cuenta como alguien contando algo. Lo importante de este libro no es la Revolución Rusa, que es de lo que se habla, sino el simpático Martínez, un hombre a ras de suelo que se dedica a faenas estrambóticas. Su instintiva repulsión hacia las salvajadas no son las del intelectual Chaves Nogales sino las de cualquier bailaor flamenco al que de pronto sorprendiese la Revolución Rusa en mitad de unas bulerías. Esa distancia, tan enriquecedora, no está al alcance de todos.
Es curioso este Chaves. Hablar de él es como hablar de lo que se debió haber escrito. Si nuestra posguerra hubiese sido como la de Francia o Inglaterra, Chaves habría sentado escuela. Esa Guerra y paz que no encuentra Trapiello debería haberla escrito Chaves Nogales, que habría sido nuestro Grossman. Pero bueno, dejó tres magníficas novelas, más que muchos que llegan al final con cientos de libros. Lorca había sido asesinado al mismo tiempo que la función social de la poesía, pero Chaves murió cuando estaba naciendo la novela contemporánea, y es seguro que le quedaban muchas cosas por decir.

1 comentario:

  1. Estupenda recuperación de Chaves, don Antonio. Gracias por su comentario por la exposición. Efectivamente, eran pocas piezas, pero en ese lugar era difícil encajar más. Incluso alguna se voló y cayó en los últimos días de agosto, uf...

    Prometo más cosas "old" (sus recortes) y "future" en la próxima.

    Feliz inicio del nuevo curso.

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