22.9.10

El sentimiento de la pintura

Ramón Gaya es un autor que se me suele aparecer en varios sitios a la vez, quizá porque tanto su obra pictórica como la literaria están bastante cerca de autores y asuntos que frecuento. A finales de agosto visité en Valencia la exposición Homenaje a la pintura, un repaso a un tema que Gaya trató siempre pero más concentrado en la década de los 90, unos años que resultaron entre prolíficos y esencialistas. Al tiempo que vivía en ese sitio que él decía que era el arte (navegando por ese vacío primitivo, en el arte no artístico, el que está vivo y es siempre presente, y es más importante que siga siendo presente y estando vivo que el hecho secundario de que alcance la inmortalidad), procedía a un permanente despojamiento, un repasar en los maestros ese sitio de la pintura y dar, con extraordinaria frecuencia, lo mejor de sí mismo.

Creo que fue entonces cuando Pretextos empezó a publicar sus obras completas y muchos entramos en joyas como Velázquez, pájaro solitario con el deslumbramiento de quien encuentra casi todas sus ideas sobre arte explicadas con luminosa sencillez. Más que lectura, fue un reconocimiento, un permanente estar de acuerdo en los fondos y en las formas. Aquella forma suya de escribir dejaba tan claras sus influencias que la misma transparencia le daba su propia peculiaridad, su condición de modelo independiente. En la exposición del IVAM fue donde vi por primera vez la nueva edición de estas obras completas, también de Pretextos, que aproveché para leer El sentimiento de la pintura, junto con Velázquez, pájaro solitario la obra maestra escrita de Ramón Gaya.

Y sí, por ahí está la prosa infinita de Juan Ramón, pero también el amor a pelar las palabras de capas de significado, como empezó haciendo violentamente Unamuno y siguió pedantemente Ortega. Está la gran tradición prosística de la escritura transitiva, del pensar por escrito, buscando las ideas en el hecho de escribirlas, no en premisas ni bocetos. Porque además es el mejor método para practicar la forma primitiva del ensayo, que es, como creo que decía Ortega, lo que tarda un pensamiento en convertirse en otro. Es la prosa, la gramática la que nos piensa, la que nos va pensando mientras nosotros insistimos en buscar por escrito aquello que todavía desconocemos. La prosa de Gaya, este tipo de prosa, no es la expresión de la idea sino el vehículo para llegar a ella.

Lo bueno que tiene es que es la prosa la que escribe y Gaya su amanuense, del mismo modo que en sus acuarelas es la pintura la que pinta y él su brazo ejecutor. Lo malo, para el público moderno, es que el método incluye repetirlo casi todo varias veces con ligeras variantes, como quien para lograr una línea significativa necesita tres pinceladas, una encima de la otra. Con una pincelada solo habríamos reconocido la línea, pero no la habríamos sentido. Sus secuencias ternarias (tres adjetivos, tres verbos, tres nombres, constantemente) resultarían repetitivas de no formar parte del ritmo comodísimo de su lectura, como un deslizarse por el lago en calma escuchando solo el filo de las palas hendiendo las aguas, de tres en tres. Incluso a veces puede parecer que alguno de los miembros de esas ternas resultan pleonásticos, pero siempre obedecen al juego conceptual de la aproximación, del llegar lo más cerca posible a lo que quiere decir, a medida que va sabiendo qué es lo que quiere decir.

Y además, como se ha podido ver, es un estilo bastante contagioso, sobre todo porque es un método, más que de escritura, de pensamiento. Lo que busca Gaya en El sentimiento de la pintura es la sustancia del verdadero arte, no del arte artístico, lleno de irrelevante personalidad y de superfluo estilo, sino del arte permanente, de lo que Gaya llama el alma del arte, y que yo creo que si lo llamamos la vida del arte, aunque a Gaya no le gustase, llegamos a la misma conclusión. Me relamo cada vez que el pintor carga las tintas contra la pintura abstracta, tan decorativa, y el surrealismo, que es una claudicación sobrevalorada. Lo difícil es mostrar la realidad, no darle la vuelta sobre fondo negro. El arte es ser la realidad, su esencia duradera, lo más íntimo de sí misma.

Ramón Gaya cuenta un proceso que yo también he sentido en mi condición de lector, y que en el fondo puede resumirse con el poema de Juan Ramón sobre su poesía, Vino primero pura… Los extraños ropajes de que se va vistiendo el arte son la idea del arte, lo que Gaya llama el arte artístico, que se mira a sí mismo y no aspira a perpetuar el arte sino un nombre y un apellido. Tiene toda la razón Gaya cuando dice que la personalidad, esa capa prescindible, ha sustituido al arte hasta tal punto que la belleza depende del nombre que aparezca en la etiqueta. Esto lo escribió en los años 50, pero sigue siendo verdad. Porque la pintura, para Gaya, no nace de la paleta sino del lienzo. Para él, los rojos de Tiziano no son exactamente un color, sino que por esas zonas el cuadro está más acalorado. Porque está vivo.

Y para que el cuadro esté vivo y tenga alma, para que el libro, la escultura, la película estén vivas, lo primero que debe ocurrir es que sea el cuadro el que brote, no la idea. Lo primero es borrar no ya las huellas, las pinceladas, sino la presencia del autor, que se entrega a la pintura, o a la escritura, y confía en ser adecuado vehículo de la belleza.

Decía, en fin, que Gaya se me había aparecido en Valencia y con él sus obras completas, a las que por otra parte llegué a través del libro de Trapiello, y a las que sigo volviendo cada vez que se renueva un estupendo blog dedicado a su vida y su obra. Estas coincidencias no son casualidades, son sistemas planetarios compartidos. Es como cuando me puse a buscar el mejor retrato que le hubieran hecho al torero que más placer estético me ha proporcionado, Rafael de Paula, y era, cómo no, de Ramón Gaya.


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