26.5.12

Nostalgia del aldea



Ayer en Madrid hubo una nostalgia generalizada de lo bien que se vive en provincias. Un río de vascos bajaba por la calle Segovia rumbo a la carpa del Manzanares. Iban todos contentos y tenían aspecto de comer muy bien y de vivir sin mayores preocupaciones. Claro que si fuesen a un entierro tendrían otra cara, pero era llamativo el aire tribal, familiar, cuadrillero. En un mismo grupo podías ver hasta cuatro generaciones con sus atavíos correspondientes, sobre todo esa preciosa zamarra clásica (la de los cordones en el cuello, la de las franjas anchas), con un aire de excursión familiar que nunca he visto en otras aficiones. El resto de hinchadas que yo he visto son, por así decirlo, de generaciones separadas, juntos pero no revueltos, normalmente cuadrillas de mozos o de machuchos, también alguna pareja joven con sus crías, pero no este ir todos a la vez como si estuvieran en una boda y los novios fueran parientes de todos. Incluso la manera que tenían de preguntar por las calles me hacía gracia, me provocaba esa nostalgia, porque preguntaban sin protocolos, con la soltura y la confianza con que pregunta quien da por hecho que los demás saben que si le preguntan algo se va a desvivir por serles útil. ¿Vamos bien p’aquí, eh? Una cosa un poco rara que solo se entiende si has nacido en un lugar pequeño.
               Soy firme partidario de que en el futuro la historia de la humanidad se rescribirá con arreglo a las circunstancias meteorológicas de cada época y de cada país. Esta forma tribal de vivir siempre juntos y contentos y honrar a los dioses lares y ponerse hasta los ojos de comer es algo que sucede más en los países lluviosos. Ni gallegos ni asturianos ni cántabros ni vascos tienen políticamente nada que ver, pero en mayor o menor medida siguen practicando el rito del aldea, aunque sea un pueblo de trescientos cincuenta mil habitantes. Y más, por lo que yo he visto, los asturianos que los cántabros y más los cántabros que los gallegos, pero mucho más los vascos que todos juntos. Había una foto ayer de Iríbar (oh Iríbar, cómo caminaba, cabizbajo y descoyuntado, cuando le acababan de meter un gol) con un pañuelo rojiblanco al cuello junto a dos mozos bilbaínos, y no era la imagen del gran portero con dos hinchas sino del hombre mayor con dos vecinos en las fiestas del pueblo. Incluso llevaba el pañuelo un poco almidonado, como lo llevan en las juergas los que ya no las disfrutan como antes. Luego, ganen o pierdan, monten o no el impactante espectáculo de la gabarra, se sientan a la mesa y se ponen tibios de cocochas.
San Mamés es para ellos la iglesia parroquial donde se entonan cánticos telúricos. Sólo he ido una vez en mi vida a un campo de fútbol con césped (de pequeño sí iba al de tierra negra del Adolfo Masiá, en Teruel), y el partido duró tres horas porque los salvajes del fondo sur del Bernabéu derribaron una de las porterías. Ya no he vuelto, pero la experiencia de ver un partido en San Mamés debe de ser muy especial. Como dijo anoche Bielsa (qué hombre, qué deliciosamente redicho), “estoy feliz de haber elegido el Athletic porque es una experiencia que cualquier hombre que quiere el fútbol celebra haber vivido”. Y la experiencia es eso, la sociedad orgánica, los abuelos que van a Lezama a ver entrenar a los cachorros, los mozos que llegan al primer equipo y se amarran a él de por vida, las madres que, como dice Oteiza en ese gran libro que me hizo entenderlo todo, Quousque tandem, elevan a sus hijos al sol, en este caso a la bruma del estadio, al cielo denso y a las montañas prietas que los cubren y los protegen.
La sociedad orgánica es algo más allá de la rancia familia católica. En Levante, por ejemplo, se estila mucho la cena familiar coñazo. En los restaurantes del Mediterráneo, sobre todo valencianos, es frecuente ver la larga mesa presidida por ancianos silenciosos, ruidosa de conversaciones de cuñadas, menos mal, pero con un rollo católico y peñazo, de comida por obligación, de mañana me toca comer con la abuela que cumple noventa años y nos soltará una pasta. Llega el postre y los jóvenes desaparecen, las mujeres hablan con las mujeres y los hombres con los hombres, y los abuelos se aburren. No hablo de ese tipo de familia sino de una entidad superior, eso que llamamos tribu y que no tiene por qué ser salvaje.
               En este caso es todo lo contrario. Dan un poco de envidia. Eran la séptima parte de toda la población de Bilbao, que es como si a un partido del Madrid acude un millón de aficionados. Uno se ha criado en la lectura de filósofos individualistas. La familia empezaba y terminaba en la puerta de casa. La tribu sólo se juntaba para las fiestas, que, como en toda la meseta norte, todo Aragón y Rioja, tienen algo de sanfermineras. Y así tomaron los vascos Madrid como tomarían la Plaza del Castillo, ya fueran abertzales o garciaserranos, con un txikito en la mano y cantando con voz de pelotari. Madrid ha sido siempre un lugar perfecto para la misantropía. Los vascos de Bilbao no han oído nunca el sobrecogedor silencio de un vagón de tren en la estación de Embajadores a las siete y media de la mañana, atestado de viajeros que no tienen espacio libre ni para mirarse el reloj. Aquí la gente se mete en su oráculo digital, en su periódico gratuito, en sus cascos, en sus párpados, en su perfume. La gente se introduce en sí misma cuando sale de casa y vuelve a salir cuando regresa y pasa el cerrojo de su hogar. Siempre me ha parecido el modo de vida más civilizado, my house is my castle, más inglés, pero los ingleses siguen dando margen a la tribu, y un verdadero pub no lo es de jóvenes o de viejos, sino de gente que quiere beber cerveza, reunirse como se reunían en tiempos de Dickens, a escuchar el último capítulo de Oliver Twist, o a ver al Southampton, que, por cierto, lleva la misma camiseta que el Athletic. Igual es por la lluvia, o igual no es en Madrid por culpa de los franceses, por ese desprecio a lo tribal que nos metieron los borbones. A lo mejor pitaban el himno por eso, quién sabe.

5 comentarios:

  1. ¡Espléndido!
    Como siempre

    Rodolfo

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    1. ¡Y eso que no he mencionado a Gárate, Ovejero, Pereira, Ayala, Heredia, Capón, Reina, etc.!

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  2. Sí, qué bueno. Estos artículos son un lujo.

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    1. Pues este concretamente a lo mejor no lo habría escrito de no haber leído hace poco tu libro, así que doblemente agradecido.

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  3. Gracias por este gran artículo, Antonio. Emocionado me dejas ya que soy del Athletic supongo que casi desde la cuna, gracias a mi tío Miguel Gea (seguro que lo recuerdas) Él de la mano, nos llevó a San Mamés a mi hermano y a mí (con apenas 6 años), un partido de liga que creo que empatamos. Y también fuimos a Lezama. Y recuerdo la anéctoda de Iribar, tras el entrenamiento. Emocionados pedíamos el autógrafo de nuestros ídolos: Ufarte, Rojo, Sáez... y al llegar Iribar una gota de su sudor cae en la libreta. Disculpándose casi arranca la hoja en la que ya teníamos un montón de firmas. Ese momento, y hablar con Zarra, en la tienda de deportes (no sé si suya o de alguno de sus hijos), han sido de los mejores de mi infancia. Quizás porque aunque siendo de Teruel, mi Leuret es más lluvioso y hasta aldeano.

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