16.6.12

Objetos gongorinos, 2



Velázquez pintó a Góngora en 1622, al poco de llegar a Madrid. Tenía veintitrés años y ya había pintado la Vieja friendo huevos y El aguador. Era muy joven, aún no había viajado a Italia ni desarrollado su técnica de fondos luminosos, pinceladas sueltas y toques de pigmento en los detalles; aún no había dejado que el cuadro se pintase a sí mismo, sin premeditaciones. Y sin embargo no se puede decir que Velázquez aún no sea Velázquez. No se puede aplicar ningún aún no a ninguna de esas tres obras. Las tres son plenitud. A los diecinueve ya había pintado la gota de agua eterna sobre el cántaro del aguador, a la que también se dedicó aquí, en tiempos, una sentida bernardina cuando me enteré de que había muerto Ramón Gaya.
               Lo que se dice de esa primera etapa sevillana importa poco ahora: que si los colores terrosos, que si el claroscuro, que si la precisión de la pincelada, anterior a la soltura Velazqueña, como si Velázquez aún no se hubiese soltado. Y así se dice, un poco gratuitamente, que el retrato de Góngora está un poco tieso; o bien, desde el otro lado, que el que estaba tieso era Góngora, y Velázquez se limitó a pintarlo como era.
               Llevo muchos años mirando reproducciones de ese cuadro y el otro día pasé un rato contemplando el original, el que han traído de Boston a la Biblioteca Nacional, no las copias del Prado o del Camón Aznar. No desaproveché la oportunidad y, con un libro que llevaba en la mano, lo miré tapando, alternativamente, la visión de cada una de las dos facetas de su cara, la oscura y la iluminada. Cuando aplicamos a algo el concepto de claroscuro solemos quedarnos en lo que, por otra parte, se quedaron muchos, en que la luz tapa y las figuras son más intensas cuando emergen de la oscuridad, pero con ello descuidamos ese interior oscuro, ese cuarto del que apenas se ven contornos y sombras grises, como ocurre en las habitaciones cerradas cuando afuera es de día pero entra una gota de luz. Lo único negro del cuadro es el abrigo, manteo o lo que sea, rematado por un cuello de camisa de un blanco féretro que le llega hasta las orejas. Góngora está remetido en su atuendo de clérigo de provincias, racionero de la catedral de Córdoba, poeta célebre, aspirante a cortesano, un hombre que por aquellos días tenía que hacer los recados de noche, “a lo murciélago”, dice en sus cartas, porque no tiene dinero para tunear la carroza o comprar caballos más lustrosos o darles de comer a los que tiene. Si fuese por el día a pedir un privilegio eclesiástico para el “imbécil” de su sobrino Saavedra (Alonso dixit), o a reclamar al conde duque de Olivares una pensión que siempre le prometió y nunca le concedió, la gente, por la calle, se le reiría: los cortesanos eran la rechifla del pueblo cuando no lo deslumbraban, un sino muy español: "porque me es fuerza, muchos días de concurso, no parecer en el mundo por no encarecer los silbos y las voces del vulgo", escribe el cinco de julio.
Esa camisa de anafaya tapa más que ilumina. Pese a estar Góngora tan abrigado, nada nos dice que no pintase Velázquez el cuadro en verano. El dos de agosto escribe: "yo ando que es vergüenza de vestido, con la misma ropa que el invierno, que diera calor a no estar rota". Hasta el 16 de agosto, que recibe 528 reales "para trastejarme", no puede hacerse ropa nueva. Si se mira el cuadro tapando el blanco desalmado de ese cuello, emerge un personaje inquisitivo y receloso, de hombre que escucha con atención. La boca está cerrada pero los músculos dispuestos a abrirla, como esas personas que cuando miran a alguien parecen pronunciar la primera p de alguna palabra, un pero, seguramente, o una broma que está a punto de salir. Góngora no posa: ve hacer. Góngora está mirando con más curiosidad que desconfianza, si bien el belfo levemente montado (como si estuviese acariciándose la parte interior de las encías con la lengua) puede inducir a que mira con un punto de hastío. Ese mismo belfo, si retiramos la mano con la que tapábamos el cuello blanco frío, vuelve a ser distante, severo, encopetado.
Y, sin embargo, Góngora conserva, con cuello y sin cuello, los ojos de poeta, un punto entrecerrados, del cansancio acumulado de afinar la vista, de los estragos de la lectura. Esos ojos los ponen mucho los poetas, pero no en esta versión penetrante, analítica, sino en la tópica rojez del éxtasis y la emoción. Miran como cansados de ver belleza. Góngora no. Góngora mira como habituado a tratar con ella, como miraría un lector vicioso que no tuviera mayor interés en impresionar a las damas. Es verdad que a esas alturas Góngora ya no quería impresionar a nadie, pero también es verdad que durante el verano de 1622, poco antes de pintarle el retrato, había enfermado de los ojos, y la memoria de lo inmediato no tardaría en empezarle a fallar. "Yo quedo de los ojos tan mal parado que escribo a tiento. Excuso sangrías, contentándome con la dieta que vuesa merced me hace pasar; espero en Dios que ella solo sea medicina", escribe al licenciado Heredia el 6 de junio.
La dieta, por supuesto, es de dinero, y la enfermedad continúa por lo menos hasta agosto, agravada por la necesidad que tiene de que la honra vaya sobre ruedas a pedir mercedes: "Socórrame, que está mi coche que es vergüenza y no pueden parecer los caballos con aquellas guarniciones que vuesa merced vio, ni tengo qué comer, porque cuando viene un socorro, lo debo", escribe el 14 de junio. Las circunstancias del señor severo que Velázquez se encontró en Madrid eran de creciente ruina. Góngora estaba abrumado por las deudas, despagado por los nobles, maltratado por los mismos sobrinos cuyo futuro estaba gestionando en la corte con el aval de su fama. Son pocos los poemas de ese año, pero entre ellos hay versos desengañados, tan descarnados que acaso suenen poco gongorinos:

¡Cuánta esperanza miente a un desdichado!
¿A qué más desengaños me reserva,
a qué escarmientos me vincula el hado?

Es el segundo terceto de un soneto célebre, lo más recordado de aquel año, Al tronco descansaba de una encina, dedicado a los últimos tres amigos con influencias que le quedaban en la corte y le protegían: Rodrigo Calderón, que murió ajusticiado, y los condes de Lemos y Villamediana, los dos pasados a espada por las calles de Madrid. A este hombre que mira se le han muerto los amigos, le han defraudado los cortesanos y lo han traicionado los suyos, no solo sus sobrinos pedigüeños sino su propio administrador, que llena de sacos de grano las estancias de su casa en Córdoba pero no le manda dinero para darles de comer a los caballos. Por cierto que el relato del asesinato del conde de Villamediana, en carta del 23 de agosto, da idea de lo que hubiera dado Góngora de sí si le hubiera apetecido escribir una novela.
Merecería la pena comentar las cartas que escribió por esa época, “deprimentes”, al decir de Dámaso Alonso. Y también tapar ahora con la mano la visión de la parte iluminada de su rostro, la más severa, la más adusta y recelosa, la más inquisitiva y grave, y luminosa, y ver solo la que queda en sombra, esa sombra terrosa, verdosa que pinta Velázquez. Y ahí solo se ve un hombre cansado, mucho más transparente que el de la faceta iluminada, más desvalido. Frente a la luz, en cambio, Góngora es todo dignidad, brillantez, maciza perfección. En la misma exposición está el célebre cuadro de Quevedo, el de la melena de escarola y los quevedos, que al lado de este cuadro da un poco de risa. Góngora, en sombra, en la sombra melancólica de su jardín de Córdoba, es un poeta sin afeites, por más que digan, porque el afeite es siempre prescindible y en la formidable fábrica de Góngora todo tiene su sentido, con frecuencia más de uno.
Bajo los brazos, vuelvo a la imagen completa del cuadro. La descripción de Dámaso Alonso es muy precisa: “calvo, con el pelo aún oscuro, frente despejada, nariz fina, aguileña, pero un poco colgandera, rostro alargado, fuerte entrecejo (dos intensos pliegues verticales y uno horizontal, ya muy bajo), la boca hundida, obstinada, fuertes pliegues en las comisuras y en la barbilla y sobre el bigote; un lunar en la sien derecha. Nos mira de lado. Todo en él indica inteligencia, agudeza, fuerza, precisión, desdén”.
Pero creo que Dámaso Alonso, más que mirar el cuadro, mira la poesía, y aun así le ve una obstinación que a mí se me escapa, pero esto tiene más que ver con Velázquez que con Góngora. Velázquez no pinta a nadie obstinado porque la obstinación es un pobre atavío, una burda capa que tapa la realidad. Góngora no es un poeta obstinado. De haberlo sido, habría terminado las Soledades. En lo que sí se obstinó, como mariposa que se acerca al fuego, fue en pasar malos tragos en Madrid. Nueve años escuchando insultos y recibiendo malas noticias, con algún breve lapso de cielos aparentemente despejados, alguna boda conveniente, alguna promesa esperanzadora, pero ello en un ambiente doloroso para el provinciano que vivía estupendamente bien con mantequillas y pan tierno (y las mañanas de invierno naranjadas y aguardiente). Eso había dicho Góngora en una célebre letrilla de 1581, cuando tenía veinte años, casi los mismos que el joven Velázquez cuando pintó ese retrato, y en su obra ya anidaba la alegría íntima del verso por sí solo, de las palabras desatadas, no esa emoción de pega con que con tanta maestría nos engaña Quevedo. Ese recelo amable de Góngora es desconfianza de buena persona; la gente de pueblo, cuando le hacen un retrato, piensa en toda su cara menos en los labios, que siempre tienen un fruncido de sencilla satisfacción, de querer salir bien, a pesar de todo. Esa mezcla de cautela de provincias, de hastío no aparente sino profundo, a pesar de la solemnidad del gesto, es lo que se ve en el retrato, y esa “boca hundida, obstinada” es más bien el amago de puchero de aquellas buenas personas que ya están hartas de una crueldad tan gratuita. "Deseo salir de aquí decentemente", dice a finales de 1622. Y eso que solo llevaba cinco años en Madrid.

1 comentario:

  1. Admirable.
    Velázquez pintó en este caso, creo, lo que vieron directamente sus ojos de retratista y nada más. Un cuadro de taller sin otras intenciones que las salidas de la paleta y el pincel. Pero, como obra maestra, su contenido objetivo, su vida propia, su sobresentido, desborda las intenciones del autor y arroja al mundo un objeto capaz de soportar una espiral abrumadora de significados válidos (estéticos, biográficos, históricos, poéticos o políticos). Lo cual no le ocurre al cuadro de Quevedo ni a otros de la exposición.

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