30.5.13

Instinto civilizado


Geórgicas, IV, 149-196

Y ahora contaré los dones naturales
que inspiró a las abejas Júpiter, como premio
por haber en la cueva Dictea sustentado
al rey de los cielos, llamadas por el dulce
sonar de los Curetes, sus bronces crepitantes.
Tan solo ellas tienen los hijos en común,
viven de sus ciudades en casas compartidas
y bajo grandes leyes van pasando la vida,
y solas reconocen patria y penates fijos
y durante el verano se aplican al trabajo
y como del invierno se acuerdan venidero
en medio almacenan cuanto han conseguido.
Porque unas vigilan el sustento y trabajan
en los campos según acuerdo establecido;
otras, de la colmena en los adentros ponen
el zumo del narciso y la espesa resina
de la corteza, que es la base del panal,
cuelgan después de ella las ceras resistentes;
otras sacan crecidas las crías, esperanza
de su raza, y otras labran la miel más pura
y de líquido néctar rellenan las celdillas.
Hay a las que montar la guardia en la piquera
les ha caído en suerte, y a turnos escrudriñan
las lluvias y las nubes del cielo, o recogen
la carga a las que llegan, o en formación cerrada
expulsan a los zánganos, hatajo de holgazanes,
allende el comedero. Y el trabajo hierve,
y las mieles despiden aromas de tomillo.
Como forjan veloces con masa derretida
los Cíclopes los rayos (unos el aire cogen
y lo soplan con fuelles de piel de toro, otros
templan en la pileta los bronces que chirrían,
al Etna el martillar de yunques lo estremece,
ellos van levantando los brazos poderosos
a ritmo enlazado y voltean el hierro
con sólidas tenazas), no de otra manera,
si puede compararse lo grande y lo pequeño,
urgen a las abejas cecropias las innatas,
cada cual en su cargo, ansias de acopiar.
De cuidar la ciudad se ocupan las más viejas
y de armar los panales y con arte de Dédalo
las celdas moldear. Y las que son más jóvenes
exhaustas se recogen, entrada ya la noche,
las patas bien cargadas de tomillo; y pacen
madroños por doquiera, jara y sauces glaucos
y azafrán colorado y jacintos azules
y resinosos tilos. Hay para todas ellas
un único descanso, un único trabajo.
Salen muy de mañana corriendo por las puertas;
no hay tiempo que perder; y cuando a la tarde
el véspero las llama otra vez a que abandonen
los pastos en los campos, entonces a las casas
se vuelven y atienden del cuerpo los cuidados;
suena un ruido, zumban por todo alrededor
de umbrales y piqueras. Luego llega el silencio,
cuando en las alcobas ya están recogidas,
y el sueño las invade, sus miembros agotados.
Mas no se alejan mucho si llueve de su albergue
ni se fían del cielo cuando soplan los euros,
antes bien se abastan de agua alrededor,
seguras en el castro, al pie de las murallas,
y cortas excursiones intentan y a menudo
sostienen piedrecicas, como el lastre que llevan
en aguas encrespadas las barcas inseguras,
con ellas se equilibran entre las vacías nieblas.

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