Baroja
publicaba libros de doscientas páginas, pero escribió novelas compuestas por
más de un libro. La más famosa es la trilogía La lucha por la vida, que de momento Cátedra ya publica en un
estuche de tres volúmenes, cuando se habría ahorrado dinero con uno solo y la
novela tendría la dimensión que poco a poco va quedando claro que le corresponde.
Pasaría lo mismo si se editasen en un solo volumen las tres novelas de Agonías de nuestro tiempo.
En esos
casos la novela tendría título, pero hay otros en los que no tiene porque solo
son dos libros, como es el de La veleta
de Gastizar y Los caudillos de 1830
(ambos de Memorias de un hombre de acción),
de Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista (de El mar), de La dama errante y La ciudad
de la niebla (La raza), y de Los
últimos románticos y Las tragedias grotescas (El pasado). No incluiría, sin
embargo, las dos novelas de Paradox, aunque solo sea porque pertenecen a dos
géneros diferentes.
Pero hay
otra novela de tres libros que tampoco tiene nombre porque está en las Memorias de un hombre de acción, la
compuesta por Las figuras de cera, La nave de los locos y Las mascaradas sangrientas. Y menos mal
que Baroja era un gran titulador de libros, pero aun así le falta un título
para esta novela larga. El crítico al uso dirá lo de siempre, que son meras
yuxtaposiciones; que, aparte de algún personaje y del tono general, no hay una
estructura de conjunto, que las partes no son partes sino todos. Por ese
procedimiento, si no estamos de acuerdo en que Galdós escribió una sola novela de dos mil y pico páginas con la primera serie de los Episodios, tampoco lo estaremos en que lo sean La lucha por la vida o Agonías
de nuestro tiempo.
Tiene su
punto de razón. Pero no si se aplica a las novelas de dos libros, y ya veremos
en el caso de esas otras tres novelas que aparecen como los volúmenes 14, 15 y
16 de la serie histórica de Aviraneta, la primera de las cuales acabo de leer.
Y la verdad es que, como primer tercio de una novela dickensiana, el ritmo
narrativo no es el de una novela de doscientas páginas. Hay que volver a El laberinto de las sirenas, a ese largo
prólogo de cuarenta páginas, para encontrar un ejemplo cercano de cómo a Baroja
parece que le tentase el largo aliento.
En Las figuras de cera, el final no consiste en cerrar sino en interrumpir. La
acción que desemboca en el secuestro de Chipiteguy es un magnífico despegue de
una larga novela que promete.
Aquí, de
momento, no hay final, ni abierto ni cerrado, una diferencia que no he entendido
nunca. Prefiero pensar que hay finales bien o mal cerrados. Cuando no los hay,
como es el caso, el ritmo cambia, el escritor ya no tiene que pensar en tomar
tierra, ya no es necesario un punto a partir del cual tengamos que abrocharnos
los cinturones. Seguimos planeando. Eso hace que uno no tenga prisa narrativa,
no más de la que exige un novelón entretenido, que ya es bastante. Pero Baroja
aquí se demora más en las escenas. Comparado con el tono de microsecuencias de la
anterior novela de la serie, aquí parece que quiere oxigenar la narración,
trazar círculos en el relato, líneas maestras, ramales que acaso se junten, o
se crucen, pero todos sobre la base de una misma acción secundaria que vertebra
el relato.
Digo
secundaria porque lo interesante no es el relato de los manejos de Chipitegy
sino los que, por su parte, llevan los que tienen algo que ver con él,
empezando por Álvaro Sánchez de Mendoza, Alvarito, hijo del señor Micawber, es
decir, de don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza, siguiendo por Aviraneta y sin descuidar
a las muchas mujeres que transitan por las páginas. Cada tramo de esa escena
secundaria está narrado con relativamente largas escenas semiautónomas, casi
todas ellas piezas de categoría. Así la descripción de la feria de San Fermín, la
de las propias figuras de cera, por no hablar de los sueños de Álvaro, que,
como es muy pueril, Baroja, con razón, llama Alvarito (no sea que pensemos que
ha querido retratar un Cándido y le ha salido un tontaina que no se entera de
nada); o el curioso ir y venir, tan moderno, para narrar el transporte de las
joyas, con escenas que siguen en el relato pero preceden en el tiempo, a modo
de narración, digamos, centrípeta, muy bien hecha, y también muy típica del
folletín, del no mirar atrás, de escoger lo mejor para ese momento y dejar los
antecedentes para cuando sean imprescindibles. Narrar hacia detrás y hacia
delante da sensación de estar entre los
acontecimientos y permite meterte con más curiosidad en ellos.
Decía
que la novela es dickensiana, y no solo por el ritmo del arranque. El elenco de
personajes abunda en eso que Dickens hacía tan bien y que es la extravagancia
realista, los tipos fantásticos, vecinos de lo inverosímil, que encontraba
entre los oficios más humildes. Su extravagancia se basa muchas veces en la
exageración, y en ese terreno, el de la hipérbole, Baroja se permite alguna que
otra pincelada, pero no comete el error de insistir. Así, en medio de un
episodio lleno de canciones vascas, el retrato pantagruélico del cantor
Ibarneche nos hace gracia (poca, como la del cura de El mayorazgo de Labraz),
pero no es la norma. La norma es el mundo del residuo. Chipiteguy, uno de los
protagonistas, es trapero, comercia con lo más inmundo del arte, las figuras de
cera, y se embarca en el negocio de pasar a España un cargamento de objetos sagrados
que, para disimular, convierte en chatarra.
Los chatarreros son antiguos en Baroja.
Quizá el santo patrón sea el Señor Custodio, de La Busca, que ya vimos como
había aparecido tímidamente, como en proyecto, y con otro nombre, en un episodio de Camino de
perfección. Pero aquellos chatarreros son ideales humildes, buenas personas que
lo eran porque habían encontrado un mundo propio, aunque fuera con los
desperdicios que se arrojan desde el mundo compartido. Aquella “tierra negra”
cubría la roca madre de las aspiraciones filosóficas del joven Baroja.
Chipiteguy, en cambio, es un
chatarrero con dinero, en cierto modo una versión más realista del gremio,
porque a los chatarreros no suele irles mal. Pero Chipiteguy y los traperos de
Bayona, a pesar de que sirvan para armar la narración, sirven para presentar al
verdadero protagonista, Alvarito, a su vez un secundario fijo, hilo conductor y, según se menciona al principio
de la novela, autor de unas notas que, a través de Paca Falcón, fueron a dar a
este relato.
Chipiteguy contrata a Alvarito,
un poco apesadumbrado de que sea su hermana la que sostenga la casa, porque su
padre, Sánchez de Mendoza, es un miserable y un vago. Micawber no era tan
rastrero, pero en todo lo demás se parecen mucho, incluso en esas ínfulas de abolengo
que le llevan a pintarse un escudo de armas falso para presumir por los
salones, algo que cabría interpretar como una ironía hacia sí mismo. Se ha contado
muchas veces aquella escena, a principios de siglo, en que Baroja le enseñó a
Valle-Inclán, muy emocionado, su árbol genealógico, y la salida de tono con que
respondió don Ramón. Según Umbral, lo mandó a la mierda, una fuente tampoco muy
de fiar.
Este Alvarito, muy bien
diminutivizado, ya digo, es un muchacho medroso, un pan sin sal. “Notó que la
alarma, la inquietud, nacían en él antes que el motivo, y que después encontraba
el motivo para legitimar su alarma”, pero Baroja se lo lleva a casa de
Chipiteguy, al territorio narrativo, a la pensión Baroja, mucho más interesante
que la casa del señor Micawber, o por lo menos mucho más original. Y allí le
esperan las mujeres de Baroja, Manón, nieta de Chipiteguy, y Rosa, hija de madama Lissagaray, y desde
luego la clásica dicotomía barojiana: la mujer fresca, viva, alegre y
escurridiza, Manón, y la languidez pálida y de poco empuje, recogida y rutinaria de Rosa.
En la segunda parte aparece
Aviraneta, que se asomará un momento y se volverá a marchar, y a quien luego pondrá Baroja de pasmarote en las tertulias de señoras, para que la cosa tenga que ver. El autor, no
obstante, se detiene en uno de sus clásicos párrafos de poética (“reflexiones
metaliterarias”, dicen los críticos):
Aquí el autor tendría que comenzar esta
parte pidiendo perdón los manes de Aristóteles, porque va a dejar a un lado, en
su novela, las tres célebres unidades: tiempo, lugar y acción, respetables como
tres abadesas o tres damas de palacio con sus almohadas y sus colchas correspondientes.
El autor va a seguir su relato y a marchar a campo traviesa, haciendo una trenza,
más o menos hábil, con un ramal histórico y otros novelescos. ¡Qué diablo! Está
uno metido en las encrucijadas de una larga novela histórica y tiene uno que
llevar del ramal a su narración hasta el fin.
El plan
consiste en reanudar el relato histórico, cuyo último acontecimiento importante
habían sido los fusilamientos de Estella de cuatro generales carlistas, en
medio de las intrigas más reaccionarias, que ya es decir, contra el general
Maroto. Un ramal de la acción será este, con una historia de contrabando en la
raya de Francia de las muchas que contó Baroja, entreverado por las
correspondientes tertulias de aristócratas desinhibidas, entre las que aparece
una tal Sonia, cubana, que me ha recordado mucho a un personaje de La voluntad
de vivir, de Blasco Ibáñez. Entre todas ellas, Aviraneta se mueve como un don
Juan prejubilado. Cuando la condesa de Hervilly trata de intimar con él,
Aviraneta se sorprende: “El conspirador no era vanidoso y sabía muy bien que no
estaba en el caso de hacer efecto en las mujeres”. Es el tipo de alusiones que
a los buscadores de basura como Eduardo Gil Bera les encanta interpretar.
Las
intrigas de los antimarotistas nos llevan a la tercera parte, donde reaparece
Chipiteguy, Alberto Dollfus, el trapero bayonés, que conducirá en su carro
lleno de objetos antiguos (no basura, la basura es para Gil Bera) los dos
símbolos de la novela: el lote de figuras de cera y el lote de objetos sagrados,
lo más abyecto y lo más pomposo, lo más popular y lo más exquisito, lo más barato
y lo más valioso, lo más humano y lo más divino. Y los dos lotes los emplea
para lo mismo, para comerciar con ellos y sacarles rendimiento. Será divina, pero es chatarra.
La
descripción fantasmagórica de las figuras es muy eficaz, por su plasticidad y porque provoca pesadillas en Alvarito y una estupenda “canción de
la ceroplastria” como las que componía Roberto O’Neil, mucho más macabra y
desgarrada, compuesta por Julius Petrus Guzenhausen, de Aschaffenburg. Los tres
episodios consecutivos forman una gradación expresiva sobre el tema de las
figuras, que culmina en párrafos de este tenor:
Los estetas y los cultos te consideran como un arte
macabro y funerario. Recuerdas, según ellos, las pompas fúnebres, las damas
repipiadas que se ven en las tumbas modernas esculpidas por un cantero en un
mármol que parece azúcar; los angelitos dorados y plateados de los ataúdes, los
cuadros de pelo de los antepasados muertos, las reliquias amarillentas, un
tanto desagradables, y los exvotos de las capillas, en donde se mezclan los
brazos y las piernas de cera con los huevos de avestruz. Funerario, todo
funerario.
-¡Ceroplastia! ¡Ceroplastia! No eres un arte triunfal.
Y, sin embargo, sin embargo…, ¡cómo nos seducías
cuando éramos chicos!
Las
figuras también dan para reflexiones más pausadas, como la que comparte Aviraneta
con el pintor Ochoa.
-¿Por qué el pelo rubio o negro pintado en la tela
está bien y, en cambio, la peluca rubia o morena sobre una figura de cera es
repugnante? ¿Por qué los tiñosos de Murillo, en su cuadro Santa Isabel, son
hasta bonitos, y, en cambio, un tiñoso en figura de cera sería aún más desagradable
que en realidad?
-Sin duda, la realidad, y el hombre dentro de ella, es
como un monstruo lleno de tentáculos –observó Aviraneta-, y unos de éstos viven
de aire y de luz, y otros, de sangre y de cieno; el arte los aprovecha, pero no
puede aprovecharlos todos.
-Y las figuras de cera toman de la realidad esos
tentáculos cenagosos, los más hundidos en el barro humano –añadió Ochoa.
Cien
páginas después de comenzar la novela, o sea justo a la mitad, acontece, que
diría Ortega, la primera acción novelesca. Hasta ahora los hechos son
descriptivos, no narrativos. También Dickens esperaba cien páginas antes de
meternos en faena, hasta que ya nos hubiésemos acostumbrado al ambiente. Decía Umberto Eco, a
propósito de El nombre de la rosa,
que esas primeras cien páginas repletas de historia de las herejías medievales
era algo así como una fase preparatoria, un meter al lector en la Edad Media
para después contarle una novela de Agatha Christie. Es un procedimiento
clásico. Aquí, en vez de las herejías medievales, tenemos las figuras de cera,
igual de tenebrosas.
En esa
página 1042 del tomo IV de sus obras completas aparece un judío de la estirpe
de los Faggin: “la nariz corva, el labio inferior grueso, los ojos brillantes,
detrás de unas antiparras que le daban aire de búho; el pelo lleno de rizos, el
vientre abultado y los pies fenomenales y defectuosos. Vestía Manasés siempre
un poco desastrado y hablaba de una manera suave e insinuante”. (A los
carroñeros tipo Gil Bera también les interesarían estas alusiones). Este judío
le propone un negocio. En Pamplona, en un sótano de la ciudad, hay “muchas
cruces y custodias de plata de las iglesias de la provincia, abandonadas por
los curas”, y el cónsul de España en Bayona, Gamboa, quiere traerlas a Francia
sin que se entere nadie, y, por supuesto, venderlas. Quiere a alguien que le
haga el trabajo sucio, y por eso busca a un judío, no por marrullero sino
porque no es cristiano, y este, a su vez, contacta con quien pueda traerlas de
tapadillo, el trapero Chipiteguy.
La
novela ya ha lanzado el cabo principal, el acontecimiento novelesco, la expectativa,
la trama. Chipiteguy va con dos caballos normandos, aparte de Alvarito y dos
empleados suyos, uno borracho y otro, Frechón, el Sakes de la novela, a recoger
la mercancía, que pretenden camuflar en un carro donde transportan las figuras
de cera. Y a todo impulso narrativo le sigue un remanso
descriptivo, en este caso las mejores páginas de la novela, la descripción de
la feria de San Fermín. Es una parada de monstruos dickensianos. Sería interesante
comparar las páginas dedicadas al circo en Tiempos
difíciles con este espléndido aguafuerte, en el que Baroja ya empieza a
jugar con la poesía de los nombres. Hay fragmentos que Camilo José Cela debía
de recitarlos antes de dormir.
Era la aristocracia de las barracas. La mujer cañón,
madama Lalande, con su marido Raúl Culot; el vendedor de la manteca de
serpiente de cascabel, míster Cavendish, que era escocés, y llevaba polainas
amarillas; el de los frascos de vulneraria suiza para las heridas, Onofrius
Müller, que era del Tirol; el físico del pueblo francés, Monsieur Bazin; el
vendedor de lápices que no se rompían, míster Clarck, inglés, y el marino que
anunciaba el aceite virgen de Macassar, para el pelo, que era bretón, y se
llamaba, según él, Gontran Montdidier Penhoel de Montbrisson.
Baroja
luego se extiende uno por uno con los miembros de la tertulia. Chipiteguy ha
instalado una barraca con las figuras mientras ve el modo de sacar las alhajas
de Pamplona y se ha sumado al club de los feriantes. Los preparativos lubrican
el estatismo descriptivo, por sí solo muy interesante, de toda aquella fauna. A
Baroja le gusta narrar planes más que ejecuciones, preparativos más que
consumaciones, y eso es normal en las personas de imaginación despierta. Los
hechos son finitos, no se puede vivir en ellos. El prepararlos es hacer imaginando,
y en las novelas de aventuras es lo que mejor funciona. La acción, el resultado,
a algunos nos cansa enseguida. Una vez leí una larga novela de Elmore Leonard
donde solo había acción y me pareció lo más tedioso que me había echado a la
cara.
Pero en
este caso no es como en El amor, el dandismo y la intriga, donde, después de
preparar meticulosamente un complot contra Maroto, luego va el comodoro inglés,
dice que no le viene bien y se aborta la operación. Aquí, en principio, la
sensación es parecida cuando, después de tanto preparativo, de pronto las joyas
ya están fuera de Pamplona. Sin embargo, después de otro sueño, digamos,
presurrealista de Alvarito, nos damos cuenta de que no sabemos lo que ha pasado
porque Alvarito no se ha enterado, y será después Chipiteguy quien cuente a
Frechón parte de la huida, y más tarde Frechón quien relate otro fragmento a Gamboa,
un bucle con el que Baroja consigue terminar la acción desde distintas perspectivas, tantas como
referentes va a tener su continuación, porque Frechón, en empleado de mala
catadura, tratará de jugársela a Chipiteguy.
Alvarito
despabila cuando el lector ya lo sabe todo, y a partir de ese momento se decide
“a mirar en el porvenir las cosas cara a cara y frente a frente, fuesen figuras
de cera o personas de carne y hueso”. Después de este segundo impulso de acción, valga el retruécano,
la novela vuelve a remansarse según un método muy folletinesco que Cervantes
bordaba: recoger cabos que se tiraron sin saber muy bien hacia qué lado, o sea,
Manón, la chica, a la que encontramos en una tienda llena de juguetes, otra
variante trapera, en un fragmento delicioso:
Manón, cuando iba a aquel rincón
de El Paraíso Terrenal, lleno de juguetes, le gustaba dar cuerda a todos ellos
y oír la algarabía que formaban las campanadas graves y agudas de los relojes,
el tintineo de la caja de música, ver cómo movían la cabeza los chinos, cómo
daba vueltas el tiovivo, llevaba la batuta el señor del frac, tocaba el otro el
violoncelo, bailaban el negro y las damiselas y aparecía y desaparecía la dama
romántica en el balcón de la casa solitaria con las persianas verdes.
Figuras
de cera, trapos, chatarra, juguetes (que estarían nuevos pero suenan a infancia
remota). La novela, por momentos, se convierte en un desván, con un
sentimentalismo entre el que aparece Baroja disfrazado de jovencito, Pedro d’Arthez,
“un joven pálido y un poco fofo que se pasaba la vida leyendo”. Dice Baroja de
él que “tenía gustos de viejo. Metido en su cuarto, con su bata, su gorro
griego y sus zapatillas, se pasaba el tiempo leyendo y fumando en la pipa”.
Este personaje, que ya no sale luego, me cae simpático porque compartimos
ideales y porque tiene un recurso contra los pesados que también comparto: para
evitar excusas y discusiones, dice que sí a todas las invitaciones, pero luego
no va a ninguna.
La
novela, en un último giro, pasa a manos (a manazas) de Frechón, el malo, de
aspecto dickensiano y cerebro dostoievskiano, y, siguiendo con la tónica de
Arthez, un misántropo “al mismo tiempo fantástico y petulante, escéptico y de
cándida credulidad”. Frechón deja embastado el último tramo, cuando se siente
engañado por Chipiteguy al descubrir, cómo no, que las perlas que le ha dado
de señal son falsas, y piensa en cómo hacerse con el tesoro, de modo que otra
vez, creo que por tercera, Baroja se puede volver a dar un baño de marquesas
mientras cuenta los escépticos escarceos amorosos de Alvarito por Manón. En la
tertulia de madama Lissagaray celebran un baile de disfraces, que es lo que
faltaba en este libro lleno de espectros y muñecos falsos, en el que, además de una tal "Coral Miranda", de mendociano recuerdo, destaca, con su vestido de zíngara, Sonia Volkonski, nada menos, quien protagonizará
luego la escena más folletinesca de toda la novela con Aviraneta. Su historia da un toque de color romántico a una acción
que, otra vez, parecía estar sucediendo en la Bayona de 1920, no en la de 1838.
La gente se mete mucho con estos anacronismos ambientales. A mí me gustan, ya
lo dije. Es el tiempo Baroja, una
época que puede situarse en un amplio margen de casi un siglo, pero que siempre
lleva los toques justos de color para que no pierda la verosimilitud, para que
no se disuelva el camelo.
El
libro, en fin, termina con el secuestro de Chipiteguy, narrado también con retrocesos como los de la
salida de Pamplona. Alvarito, por fin, se entera de lo que está pasando, y la
novela queda lista para ser continuada. De los tres ramales que fue trenzando,
el menos relevante es el de la propia guerra, puesto que las intrigas de Aviraneta
están de vacaciones en tierra caliente. Lo es más el relato del transporte de
las joyas y de la ropavejería siniestra que envuelve a la novela, barajado con
el lento despertar de Alvarito en un desván de personajes dickensianos y, a la
sombra ya de Aviraneta, en un salón de marquesas intemporales. Los episodios se
organizan por contraste con el anterior y por el principio de acción dramática
seguida de acción descriptiva, un método tan clásico que es el que utilizó
Virgilio para escribir la Eneida, por
ejemplo, pero que también es el que utilizan los buenos escritores de folletines.
Hola, Antonio, y de paso feliz año nuevo.
ResponderEliminarDiscúlpame primero por que este comentario no esté relacionado con tu entrada, pero quisiera hacerte una propuesta para otra entrada que me encantaría ver en tu blog. He entrado últimamente en una etapa en la que no sé qué leer, y me gustaría leer novelas imprescindibles, ya sean clásicos de la literatura o novelas modernas. Mi propuesta es que hagas una lista personal de novelas, de cualquier época o lugar, que creas que son imprescindibles para tener una base de cultura lectora de calidad. La lista no tiene ningún requisito, faltaría más, puede ser de la extensión que consideres oportuna (10, 20, 30, 26, 77,100 ejemplares... los que consideres) e incluir cualquier género novelesco. Sé que es un trabajo extra, pero por si en algún momento te apetece hacerla y crees que es adecuada para tu blog estaría encantada de leerla y tomarla como referencia. Recuerdo que cuando asistía a tus clases apunté muchísimos libros de los que nos recomendabas en un papel, pero no tengo idea de dónde puede estar ya y es una pena, porque me sería muy valioso ahora mismo. También te pido la lista a ti y no busco una cualquiera por internet porque los libros que leí en su momento de aquellos que recomendabas solían gustarme y confío en tu criterio.
Sin más, te envío un abrazo y espero que todo vaya bien.
Ana
Feliz año, Ana, y gracias por pasarte y por decir esas cosas tan reconfortantes. La propuesta me gusta. Pensaré en ello, intentaré que el lector y el profesor lleguen a un acuerdo de mínimos. O, mejor, intentaré hacer inventario de los libros-acontecimiento, los que recuerdo que me entusiasmaron.
EliminarHace tiempo que no leo nuevas entradas en tu blog. Se echan de menos.
Que tengas un buen año, y yo que lo lea.
Me alegro de que te guste la propuesta y estaré encantada de leer la lista en cuanto la hagas. En cuanto a mi blog, sé que hace bastante que no escribo y no es que lo tenga abandonado, de hecho quiero retomarlo, aunque ando algo escasa de ideas. De todas formas, empecé a llevar otro blog de un pasatiempo que tengo y con el que intento sacarme algún dinerillo extra haciendo encargos (es este por si quieres echarle un vistazo http://wamigurumi.wordpress.com/) y que también me quita tiempo, ya que entre que llevo el blog, facebook, twitter, etc. para lo del "mininegocio" que me he montado pues me quita tiempo del cuaderno rojo. Aún así, puedo asegurarte que volveré a escribir tarde o temprano, y se agradece mucho saber que tengo un lector que me echa de menos.
ResponderEliminarHola. Esta mañana me he comprado en una libreria de viejo El amor, el dandismo y la intriga/Las figuras de cera/La nave de los locos/Las mascaradas sangrientas, en la simpática edición del Círculo de Amigos de la Historia (1970) (a un irresistible euro cada tomo). Me he metido en internet para ver si me orientaba respecto a la situación de estas novelas dentro de la selva barojiana... y me he encontrado con tu reciente y magnífico discurrir sobre ellas. Tras leer esas culebreantes meditaciones los deseos de empezar a leerlas son ya irresitibles. Hoy sábado probablemente comience.
ResponderEliminarLos cuatro tomitos se encuentran en las cercanías de mi escritorio, junto a La Dorotea y El hereje, en buena compañía.
Saludos y muchas gracias desde San Sebastián.
Eduardo Dalmaci
Buena elección. Lo pasarás bien con esas novelas. A ver si nos acercas tu opinión cuando las leas. Gracias por tus palabras, Eduardo.
EliminarHola de nuevo. Primero felicitarte por este grandísimo blog, probablemente el mejor que me he encontrado hasta ahora. Hace un rato estaba pensando que de ser un libro misceláneo sería un gran libro, y me he acordado de “La vuelta al día en 80 mundos” de Cortázar. Como da la casualidad de que mi pareja lo tiene, (mis sucesivas bibliotecas yacen en sótanos, nostálgicas de su desalmado amo) he echado un vistazo a aquellos dos tomos que tantas alegrías literarias me dieron de jovencito. ¡Puf! Aquellos libritos publicados en 1967, una especie de diarios misceláneos fuertemente ilustrados con fotografías, reproducciones de pinturas, grabados, esculturas, dibujos, etc, vistos desde la perspectiva de 2014 no son otra cosa que un blog ¡un blog avant la lettre! Este descubrimiento –Cortázar como precursor o fundador de un género literario del siglo XXI- y el hecho de que un blog pueda ser reproducido en forma de libro sin problemas (La Vuelta de Cortázar cabe en dos librillos estrechísimos de 19x9cm), me legitiman para afirmar que Bernardinas, obra en marcha, es un gran libro.
ResponderEliminarTodas mis tentativas de leer a un autor minuciosamente casi siempre fracasaron. Habría podido hacerlo con Borges, pero este autor me apasionaba tanto que me volví avaro con él. Cada vez que terminaba uno de sus libros me abrumaba la tristeza de pensar que tarde o temprano no me quedaría ni uno, y me lo iba racionando. Por entonces no sabía de los inesperados placeres de la relectura. También habría podido leerme a Henry Miller completo en unas pocas sentadas, pero en su caso lo reservaba para períodos en los que anduviera necesitado de algo así como anfetaminas espirituales. Henry era mi guru literario, si él había logrado sobreponerse a tanta pobreza e incomprensión yo también tenía que apechugar y tirar para adelante. Como sucede con los gurus tuve con él una decepción terrible. Viviendo en Nueva York (muy cerca de la casita de ladrillo rojo de Brooklyn donde Henry había sido feliz) cayó por mis manos una biografía que dejaba claro que Henry era un pedazo de hijo puta con sus mujeres. Fue un mazazo. El tío tan majo era un personaje literario, no era Henry. Nunca más volví a leerlo aunque no descarto una futura reconciliación.
(sigue abajo)
Durante una época en la que fui millonario en tiempo decidí acometer la Comedia Humana y hacerle un buen boquete. Aquello fue temerario y precipitado, como Talavante encerrándose con seis en Las Ventas, ya que la obra de Balzac es pura selva amazónica que necesita una minuciosa hoja de ruta, mucho más tupida que la de Baroja. Creo que duré tres novelas seguidas o menos, me tocaron tres “huesos”.
ResponderEliminarEs por esto que me da envidia tu templada travesía por la obra de Baroja. Yo leí unas cuantas novelas de Baroja (una media docena) hace mucho tiempo. De escolar me impresionaron El árbol de la ciencia y El mundo es ansí, años después me entretuvo Shanti Andía. Hacia 1998, leí las Memorias, y poco más. Volví a Baroja la semana pasada por puro azar y espoleado por los comentarios de Bernardinas.
Durante varios días San Sebastián estaba sumida en una tempestad, el viento huracanado y el granizo hacía temblar los cristales de la casa y pugnaban por meterse dentro. Como para Thomas de Quincey, mi paraíso es una taza de té cargado sentado junto al fuego en una lúgubre noche de invierno, así fue como entré en la narración de Las figuras de cera. La introducción al mundo de Chipiteguy, Alvarito, Manon y compañía en la Bayona de mediados del XIX, me dejó deslumbrado, completamente ido, que es lo mejor que le puede pasar a un lector leyendo novela con raíces folletinescas. Al pasar a la segunda parte (El Simancas) sentí que bajaba ligeramente de aquel cénit, pero volvió a haber varias ascensiones (que coinciden básicamente con las apuntadas en tu comentario). Acabé el libro rápido, una novela preciosa, como diría Manon.
(sigue abajo)
No dudé en continuar con La nave de los locos. Alvarito y Manon buscan a Chipiteguy a lo largo y ancho de una geografía por mi muy bien conocida, la de los valles y aldeas en que me crié, por donde mi padre y yo pescábamos truchas durante mi infancia y juventud. Pescábamos desde el amanecer hasta el caer la noche y después en la cama yo leia novelas rurales como Los pazos de Ulloa. Mucho tiempo después la travesía de Alvarito y Manón, con la lluvia azotando los cristales bajo los aullidos del viento parecían escenas de un mundo tan lejano como el de aquellos días de pesca por los estrechos valles de Guipúzcoa y Navarra. Pasé mi infancia en el siglo XIX (mis primeras letras, hasta que llegaron los bolígrafos con 6 años, fueron a plumilla y tintero), la juventud en el XX y envejeceré en el XXI. Es lógico que para mí la primera parte de La nave de los locos sea pura nostalgia. Pero después Alvarito sale para la remota aldea de Cañete y Baroja borra de golpe aquel mundo de mis nostalgias y el lento, un poco interminable pasaje por esas escenas noventayochistas (como tú dices) acabó por impacientarme. Está claro que a Baroja ya no le apetecía seguir con el mundo de Chipiteguy. Terminé La nave de los locos un poco frustradito y algo empachado de tanto y tanto pueblo.
ResponderEliminarHoy he ojeado Las mascaradas sangrientas y he leído tus comentarios. Creo que no voy a terminar la trilogía sin nombre por el momento. En 2010 di carpetazo a unos años en los que no había leído prácticamente nada embarcándome en los episodios nacionales de Galdós. Estaba muy fresco de lecturas y me pegué un gran empacho de guerra de independencia y carlistas. Las mascaradas sangrientas parecen tener un aroma similar, y aunque Baroja parece un narrador más ágil que Galdós dejo las mascaradas para dentro de unos meses. Visto desde el punto de vista de un lector hedonista como yo dejar el siguiente volumen para más adelante es sintonizar un poco con el ritmo de Baroja, de escribir un libro por año, con pausa entre novelas. No quiero que nuevos episodios entierren tan rápido el mundo de Chipiteguy y Las figuras de cera Ese es mi ritmo, lo encontré con Emile Zola. Una obra inmensa, dos o tres novelas por año. Similar régimen estoy teniendo con Balzac.
En las cercanías de mi escritorio La balada del abuelo Palancas me llama una y otra vez con cantos de sirena. La Novelas Ejemplares reclaman su relectura, detenida por el desordenado de Baroja. Unos libros sobre el hechizado Carlos II me advierten que faltan nueve dias para su retorno a la biblioteca pública. En la lejanía Lezama Lima parece decirme que finalmente estoy listo pare que se me abran los herméticos placeres de su Paradiso…
En ese supuesto libro, Eduardo, tus comentarios serían un anexo imprescindible. Leer algo tan bien escrito me produce un placer muy especial, porque además estoy contigo en muchas de tus observaciones, aunque yo sea, como lector, menos paciente que tú, pero con los mismos resultados. Recuerdo que me tragué de corrido los dos volúmenes de Borges (Bruguera verde clara) en una biblioteca de Dublín, mientras escapaba y disfrutaba, las dos cosas al mismo tiempo, de esa melancolía que invade al extranjero. Además tenemos gustos parecidos. De vez en cuando cae un Zola (sus novelas son demasiado grasientas para leerlas seguidas), y lo de Félix Grande, estos dias atrás, con el achaque de la muerte de su amigo Paco, también me pasó por la cabeza.
EliminarY sí, definitivamente tienes razón con Baroja. Lo que pasa es que si me salgo de la ruta en los valles ya no volveré a escalar otras novelas. A mitad de 'La nave de los locos' se le acabó la cuerda, o esa cuerda, porque lo más curioso de Baroja es que da la sensación de que abandona las narraciones unitarias más por pereza que por falta de potencia narrativa. Y me alegra que te gustase 'Las figuras de cera'. Junto con 'El laberinto de las sirenas' y 'La familia de Errotacho', es lo que más me ha sorprendido de las novelas no muy conocidas. A ver si esta noche termino con 'Desde el principio hasta el fin', la última de la serie, pura crónica histórica, pero con ese repunte final, entre nostálgico y absorbente. Luego no sé por dónde seguiré. Pero seguiré: el proyecto incluye, para este año, terminar su obra narrativa completa, leer unos cuantos tomos de crítica barojiana, sin ánimo académico de ninguna clase (ayer recibí un ejemplar de Clavileño del año 57 dedicado a él), y, crucemos los dedos, escribir un folletín barojiano, es decir, una novela protagonizada por Baroja, como las que escribo de vez en cuando para publicarlas por entregas, en ese XIX de tu infancia que para mí lo es de la madurez: si alguna ventaja tiene este mundo virtual es que, al estilo de Huysmans, te puedes crear un mundo aparte casi sin levantarte del asiento. Ahora, por ejemplo, estoy más en los años 20 que en los que me corresponden. Y no tengo ganas de volver.
Baroja me llevó al Bidasoa y he ido ya tantas veces y durante tanto tiempo que lo recuerdo con una nostalgia desde donde se os ve a tu padre y a ti pescando truchas. No es el mismo sitio, pero para mí, que soy de secano, es lo más parecido.
Que tengas buenas lecturas, y si no tienes un blog para cultivar tus estupendos comentarios, ábrelo, que estoy harto de la mediocre prosa contemporánea, y la tuya, como decía Cunqueiro del obispo de Mondoñedo, "sabe a pan", o, más bien, a té caliente junto al fuego.
Un abrazo.