12.1.14

Paisajes y mujeres


Camino de perfección es un libro de viajes, una novela de paisajes. Es la primera gran novela de Baroja y una de las cuatro grandes de 1902, y otras cuantas cosas más en las que resulta igualmente difícil evitar la palabra grande. Es la más 98 de las cuatro célebres (Amor y Pedagogía, Sonata de Otoño, La Voluntad), la más intensa de las cuatro, tan bien escrita como la Sonata, en su estilo, pero menos perfecta. En todo caso es un manual de eso que se llama el sentimiento del paisaje en el 98.  
Fernando Ossorio huye de Madrid con una boina y un revólver, es decir, con la curiosidad del pintor y la voluntad del guerrillero. Se marcha para salir de sí mismo y volverse a encontrar. Lo educaron en Yécora, Yecla, en la España profunda, una ciudad levítica donde se convirtió, por culpa de la religión y del poco amor que recibió de sus padres, en “vicioso, canalla y malintencionado”, y quizá eso explique que ahora, terminada la juventud, se haya enfangado en una vida inútil y se haya convertido en una fiera rijosa, en un fauno que diez años después padecería reumatismo. Ya en Madrid, se enzarza en unas relaciones que ahora llamaríamos sadomasoquistas con su tía Laura, con quien vive porque le ha caído una herencia de su tío abuelo. Baroja nunca nos dice que se mude de ropa o que se dé un baño, lo que imperceptiblemente va ligando la espesa salsa de angustia que recorre la novela.
               Este no es un detalle menor. En estas bernardinas no buscamos analizar novelas sino pensar en cómo están escritas. Baroja no es manco cuando se trata de manejar la mímesis, y ese detalle está hecho adrede. Ossorio cruza un páramo de flores muertas, una tierra calcinada de fuego en las ventanas, de ardor místico y sudado, en una excepcional primera parte, hasta que sale de Toledo, deslumbrante como un secarral.
               Más cuestiones de mímesis. Ossorio va de Madrid a Manzanares, y de allí a Rascafría, Segovia, La Granja, Illescas y Toledo, antes de partir hacia Yecla. Total, unos doscientos kilómetros de fiebre místico nietzscheana. En Manzanares, nada más salir, duerme en un cementerio, donde está descansando el oráculo, Max Schultze, un alemán que se ha venido a España buscando espiritualidad. Ya es un lugar común de las biografías barojianas identificarlo con Paul Smith, a quien conoció Baroja en 1901, en el monasterio del Paular. Los dos largos artículos que tituló Nietzsche íntimo dan idea de aquel encuentro deslumbrante, por más que cuarenta y tantos años después Baroja pusiera las cosas en su sitio: “De Nietzsche no conocíamos más que el olor”. De modo que la imagen de Schultze subido a Peñalara y la visión apocalíptica correspondiente es el lugar común que Baroja eligió para santificar al peregrino cuando emprende viaje.
               Hasta entonces he anotado tres descripciones interesantes. Una es la puesta de sol en Madrid, previa a los arañazos de la tía Laura.

El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, se ocultaba el sol, echando sus últimos resplandores anaranjados sobre las copas verdes de los árboles, sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, a los que daba un color cobrizo y de oro pálido.
               La sierra se destacaba como una mancha azul violácea, suave, en la faja del horizonte cercana al suelo, que era de una amarillez de ópalo; y sobre aquella ancha lista opalina, en aquel fondo de místico retablo, se perfilaban claramente, como en los cuadros de los viejos y concienzudos maestros, la silueta recortada de una torre, de una chimenea, de un árbol. Hacia la ciudad, el humo de unas fábricas manchaba el cielo azul, infinito, inmaculado…

               Es lo que en el siglo XX se llamó descripción impresionista, es decir, aquella que describe no un paisaje sino el óleo que resultaría de un paisaje, pero también aquella que intenta transmitir una cierta emoción y un cierto estado de ánimo. Es decir, lo que, antes del siglo XX, se llamaba descripción virgiliana. La parte pictórica está en los colores, todos tonos de paleta: azul, verde, anaranjado, cobrizo, oro pálido, azul violáceo, amarillo ópalo, humo (que manchaba). No encontraremos mucha matización. Son colores vivos, distinguibles, nada de mezclas ni de transparencias, nada de ocultación. Es a la prosa lo que Regoyos a la pintura. También la prosa debe desempolvar de retórica las palabras vivas y fundamentales. Baroja no practica nunca el encaje de vocablos (creo recordar que es en Los visionarios donde, hablando de esto, Fermín Acha suelta una sentencia definitiva: “¿pero tú has visto algún lector que detenga su lectura para mirar el diccionario?”); claro que su castellano fundamental, su paleta básica, es extraordinariamente rica, como rico era el idioma real de su época.
               Eso por la parte de la pintura. Pero qué hay de la emoción. La gracia de esta novela es que Baroja sabe modular la intensidad y eliminar esa distancia pictórica que más que distancia es desafecto. La emoción exige entrañar el paisaje. En esta descripción, al principio de la novela, la intensidad es meramente poética, no tiene ese desgarro que adquirirá de camino hacia Toledo, y se remite a cuestiones de técnica, de retórica. Es ese “sobre los cerros próximos”, que vuelve a subir el tono con una anáfora y otra adjetivación triple. La frase sube y baja con un primer clímax en “sol” y un segundo en “próximos”. La emoción está ahí. Si lo ponemos en verso podría ser así:

El cielo estaba puro, limpio, azul, transparente. (2)
A lo lejos, por detrás de una fila de altos chopos del Hipódromo, (3)
se ocultaba el sol, (2)
echando sus últimos resplandores anaranjados (4)
sobre las copas verdes de los árboles, (3)
sobre los cerros próximos, desnudos, arenosos, (4)
a los que daba un color cobrizo y de oro pálido. (1)

               Ahí se ve mejor lo rampantes (líricos, emotivos) que son los segmentos de la prosa. No hace falta usar ni un solo adjetivo valorativo, ni mucho menos ornamental. Los números que he puesto entre paréntesis al lado de cada línea es el de sílabas átonas que hay entre la última y la penúltima sílaba acentuada, que es donde anida la emoción. Lo normal es que haya una, aquí el caso solo de la última, por no terminar la frase con demasiado énfasis. Pero las tres anteriores son versos exaltados rítmicamente precisamente por eso, por tener entre tres y cuatro sílabas átonas entre último y penúltimo acento.
               Este tipo de emoción modernista ortodoxa es solo el comienzo, hasta que el personaje empiece a sudar. Pocas páginas después (VI, 849)[1], escribe Baroja la abigarrada descripción del lumpen madrileño en un alba desapacible, donde por cierto aparece un “viejo encorvado que conocía todo lo reconocible en cuestión de basuras”. Ossorio empieza su viaje donde terminará el de La busca, en casa del señor Custodio, también basurero. Empieza por lo más humilde, por la esencia limosa.

               Empezaba a apuntar el alba; enfrente se veía Madrid envuelto en una neblina de color de acero. Los faroles de la ciudad ya no resplandecían con brillo; solo algunos focos eléctricos, agrupados en la plaza de la Armería, desafiaban con su luz blanca y cruda la suave claridad del amanecer.
               Sobre la tierra violácea de oscuro tinte, con alguna que otra mancha verde, simétrica, de los campos de sembradura, nadaban ligeras neblinas; allá aparecía un grupo de casuchas de basurero, tan humildes, que parecían no atreverse a salir de la tierra; aquí, un tejar; más lejos, una corraliza con algún grupo de arbolillos enclenques y tristes, y alguna huerta por cuyas tapias asomaban masas de follaje verde.
               Por la carretera pasaban los lecheros montados en sus caballejos peludos, de largas colas; mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas; pesadas y misteriosas galeras, que nadie guiaba, arrastradas por larga reata de mulas medio dormidas; carros de los basureros, destartalados, con las bandas hechas de esparto, que iban dando barquinazos, tirados por algún escuálido caballo precedido de un valiente borriquillo; traperos con sacos al hombro; mujeres viejas, haraposas, con cestas al brazo.

               Si contásemos, como en el fragmento anterior, la distancia entre acentos a final de verso, veríamos que abundan los que solo tienen una, es decir, con una emoción menos exaltada. Aquí la emoción se traslada a la velocidad de los segmentos largos: “mujeres de los pueblos inmediatos arreando borriquillos cargados de hortalizas”, con una insistencia que remacha la estricta realidad de lo descrito, pero con un ritmo que lo envuelve de emoción. Es la descripción seca, sin rebabas. Las imágenes se yuxtaponen en un tono de inventario pero con ritmo clamante, esa nitidez que es como una mano abierta, llena de piedad. A Nietzsche lo de la piedad no le iba mucho, pero en las descripciones de Baroja se ve si hay afecto solo por cómo ordena las palabras.
Y la tercera descripción es de una aldea a “unas cuatro o cinco horas” de Manzanares, es decir, a Cercedilla. Allí Ossorio todavía es un corresponsal del 98 en viaje por la España rocosa. Todavía viaja con el caballete.

Junto a una tapia de adobes color tierra jugaban los chiquillos en un carro de bueyes; un burro, tumbado en el suelo patas arriba, coceaba alegremente. En el umbral de la casa frontera, de miserable aspecto, una vieja con refajo de bayeta encarnada, puesto como manto sobre la cabeza, espulgaba a un chiquillo dormido en sus piernas, que llevaba una falda también de bayeta amarillenta. Era una mancha de color tan viva y armónica, que Fernando se sintió pintor y hubiera querido tener lienzo y pinceles para poner a prueba su habilidad.

Eso es lo que se va buscando en estas primeras descripciones, poner a prueba su habilidad. De hecho poco después, justo antes de subir a Peñalara con el amigo alemán, Baroja tiene el ramalazo simbolista que admiramos en el Machado de aquellos días:

Comenzó a anochecer; el viento silbaba dulcemente por entre los árboles. Un perfume acre, adusto, se desprendía de los arrayanes y de los cipreses; no piaban los pájaros, ni cacareaban los gallos…, y seguía cantando la fuente, invariable y monótona, su eterna canción no comprendida.

               Si la novela hubiese seguido por ese derrotero de modernismo blando, no habría llegado a Peñalara con el alemán. Mientras ascienden a la cumbre, la descripción se inflama, se oxigena, se llena de combustible:

               Charlando, iban subiendo el monte, se internaban por entre selvas de carrascas espesas con claros en medio. A veces cruzaban por bosques, entre grandes árboles secos, caídos, de color blanco, cuyas retorcidas ramas parecían brazos de un atormentado o tentáculos de un pulpo. Comenzaba a caer la tarde. Rendidos, se tendieron en el suelo. A su lado corría un torrente, saltando, cayendo desde grandes alturas como cinta de palta; pasaban nubes blancas por el cielo, y se agrupaban formando montes coronados de nieve y de púrpura; a lo lejos, nubes grises e inmóviles parecían islas perdidas en el mar del espacio con sus playas desiertas. Los montes que enfrente cerraban el valle tenían un color violáceo con manchas verdes de las praderas; por encima de ellos brotaban nubes con encendidos núcleos fundidos por el sol al rojo blanco. De las laderas subían hacia las cumbres, trepando, escalando los riscos, jirones de espesa niebla que cambiaban de forma, y, al encontrar una oquedad, hacían allí su nido y se amontonaban unos sobre otros. (VI, 870)

               La escala continúa. poco después ambos amigos se adentran por las asperezas de la sierra, en un paisaje que a Ossorio le recuerda “algunos de los sugestivos e irreales paisajes de Patinir”:

Una ingente montaña, cubierta en su falda de retamares y jarales florecidos, se levantaba frente a ellos; brotaba sola, separada de otras muchas, desde el fondo de una cóncava hondonada, y al subir y ascender enhiesta, las plantas iban escaseando en su superficie, y terminaba en su parte alta aquella mole de granito como muralla lisa o peñón tajado y desnudo, coronado en la cumbre por multitud de riscos de afiladas aristas, de pedruscos rotos y de agujas delgadas como chapiteles de una catedral
En lo hondo del valle, al pie de la montaña, veíanse por todas partes piedras esparcidas y rotas, como si hubieran sido rajadas a martillazos; los titanes, constructores de aquel paredón cviclópeo, habían dejado abandonados en la tierra los bloques que no les sirvieron.
Solo algunos pinos escalaban, bordeando torrenteras y barrancos, la cima de la montaña.
Por encima de ella, nubes algodonosas, de una blancura deslumbrante, pasaban con rapidez. (VI, 873)

               Todavía la descripción de Segovia será pictórica, pero ya está teñida de un expresionismo desgarrado:

               Era una sinfonía de tonos suaves, dulces; una gradación finísima que se perdía y terminaba en la faja azulada del horizonte.
               El pueblo entero parecía brotar de un bosque, con sus casas amarillentas, ictéricas, de maderaje al descubierto, de tejados viejos, roñosos como manchas de sangre coagulada, y sus casas nuevas, con blancos paredones de mampostería, persianas verdes y tejados rojizos del color de ladrillo recién hecho. (VI, 878-879)

En Segovia, por cierto, cuando Ossorio se encuentra con Polentinos, el rey Lear de la Mancha, “cachazudo y sentencioso”, funda Baroja la prosa carpetovetónica, el tipo de prosa y la distancia que, algo más amanerada, emplearía Cela en sus libros de viajes. Pero también vemos aquí al que, antes que Cela, le sacaría el jugo, Solana. Sin embargo aquí Baroja insiste en las anáforas en gradación, que son el modo de la poesía exaltativa. Al pasar, luego, cerca de Madrid, de camino a Illescas, el paisaje se vuelve más angustioso, hasta esa joya de intensidad febril que es el camino hacia Toledo. Es un poco larga, pero son las mejores páginas del libro.

—Qué va usted a hacer —le dijo Polentinos.
—Me voy a Toledo.
—Tiene usted más de treinta kilómetros desde aquí.
 —No me importa.
—¿Pero va usted a ir a pie?
—Sí.
Salió a eso de las cuatro.
El paisaje de los alrededores era triste, llano. Estaban en los campos trillando y aventando. Salió del pueblo por una alameda raquítica de árboles secos.
Al acercarse a la estación vio pasar el tren; en los andenes no había nadie.
Comenzó a andar; se veían lomas blancas, trigales rojizos, olivos polvorientos; el suelo se unía con el horizonte por una línea recta.
Bajo el cielo de un azul intenso, turbado por vapores blancos como salidos de un horno, se ensanchaba la tierra, una tierra blanca calcinada por el sol, y luego, campos de trigo, y campos de trigo de una entonación gris pardusca, que se extendían hasta el límite del horizonte; a lo lejos, alguna torre se levantaba junto a un pueblo; se veían los olivos en los cerros, alineados como soldados en formación, llenos de polvo; alguno que otro chaparro, alguno que otro viñedo polvoriento...
Y a medida que avanzaba la tarde calurosa, el cielo iba quedándose más blanco.
Sentíase allí una solidificación del reposo, algo inconmovible, que no pudiera admitir ni la posibilidad del movimiento. En lo alto de una loma, una recua de mulas tristes, cansadas, pasaban a lo lejos levantando nubes de polvo; el arriero, montado encima de una de las caballerías, se destacaba agrandado en el cielo rojizo del crepúsculo, como gigante de edad prehistórica que cabalgara sobre un megaterio.
El aire era cada vez más pesado, más quieto.
En algunas partes estaban segando.
Eran de una melancolía terrible aquellas lomas amarillas, de una amarillez cruda calcárea, y la ondulación de los altos trigos.
Pensar que un hombre tenía que ir segando todo aquello con un sol de plano, daba ganas, sólo por eso, de huir de una tierra en donde el sol cegaba, en donde los ojos no podían descansar un momento contemplando algo verde, algo jugoso, en donde la tierra era blanca y blancos también y polvorientos los olivos y las vides...
Fernando se acercó a un pueblo rodeado de lomas y hondonadas amarillas, ya segadas.
En uno de aquellos campos pastaban toros blancos y negros.
El pueblo se destacaba con su iglesia de ladrillo y unas cuantas tapias y casas blancas que parecían huesos calcinados por un sol de fuego.
Veíanse las eras cubiertas de parvas doradas; trillaban, subidos sobre los trillos arrastrados por caballejos, los chicos, derechos, sin caerse, gallardos como romanos en un carro guerrero, haciendo evolucionar sus caballos con mil vueltas; a los lados de las eras se amontonaban las gavillas en las hacinas, y, a lo lejos, se secaba el trigo en los amarillentos tresnales.
Por las sendas, entre rastrojos, pasaban siluetas de hombres y de mujeres renegridos; venían por el camino carretas cargadas hasta el tope de paja cortada.
Nubes de polvo formaban torbellinos en el aire encalmado, inmóvil, que vibraba en los oídos por el calor.
Las piedras blanquecinas, las tierras grises, casi incoloras, vomitaban fuego.
Fernando, con los ojos doloridos y turbados por la luz, miraba entornando los párpados. Le parecía el paisaje un lugar de suplicio, quemado por un sol de infierno.
Le picaban los ojos, estornudaba con el olor de la paja seca, y se le llenaba de lágrimas la cara.
Un rebaño de ovejas grises, también polvorientas, se desparramaba por unos rastrojos.
Fue oscureciendo.
Fernando dejó atrás el pueblo.
A media noche, en un lugarón tétrico, de paredes blanqueadas, se detuvo a descansar; y al día siguiente, al querer levantarse, se encontró con que no podía abrir los ojos, que tenía fiebre y le golpeaba la sangre en la garganta.
Pasó así diez días, enfermo, en un cuarto oscuro, viendo hornos, bosques incendiados, terribles irradiaciones luminosas.
A los diez días, todavía enfermo, con los ojos vendados, en un carricoche, al amanecer, salió para Toledo. (VI, 888-889)

               Aquí ya no hay color pastel, ni reglas de escansión. Aquí está Baroja, preciso, exacto, escueto, pero, precisamente por esa prosa de frases desperdigadas, de anotaciones dispersas, alucinadas, lleno de emoción cansada, exhausta, deslumbrada, como si estuviera llegando a la roca viva de la descripción, la hubiera despojado de pintoresquismo, incluso de prosodia exaltativa, y la hubiera dejado tal y como es, en su inmensidad sencilla. Ossorio ha llegado a Toledo y Baroja al gran Baroja, y a partir de entonces las descripciones son, sin excepción, obras maestras: la meticulosa del caserón donde se aloja, la del paisaje místico toledano, hacia la puerta Visagra, las escenas entre impresionistas y del Greco de Toledo, el precioso amanecer en la tartana, de camino a Yécora, el retrato noventayochista de Yécora, más por lo que no es que por lo que es, mientras Ossorio piensa qué hacer con su voluntad, o la estampa de la Semana Santa de Yecla, un anticipo perfecto para la España Negra de Solana, punto más negro de su peregrinaje por la esencia del alma seca.
               A partir de ahí, en el desenlace, ya purificado el protagonista, las descripciones son felices, y menos abundantes, porque hay que resolver la trama. Pero la apoteosis remata el libro en otro fragmento de antología:

Anochecía; un anochecer de primavera espléndido. Se veían por todas partes huertos verdes de naranjos, y en medio se destacaban las casas blancas y las barracas, también blancas, de techo negruzco.
Cerca, un bosquecillo frondoso de altos álamos se perfilaba delicadamente en el cielo azul oscuro, recortándose en curvas redondeadas. La llanura se extendía hacia un lado muda, inmensa, hasta perderse de vista, con algunos pueblecillos lejanos, con sus erguidas torres envueltas en la niebla; hacia otra parte limitaba el llano una sierra azulada, cadena de montañas altas, negruzcas, con pedruscos de formas fantásticas en las cumbres.
Enfrente se extendía el Mediterráneo, cuya masa azul cortaba el cielo pálido en una línea recta. Bordeando la costa se veía la mancha alargada, oscura y estrecha de un pinar, que parecía algún inmenso reptil dormido sobre el agua.
A espaldas velase la ciudad. Bajo las nubes fundidas se ocultaba el sol envuelto en rojas incandescencias, como un gran brasero que incendiara el cielo heroico en una hoguera radiante, en la gloria de una apoteosis de luz y de colores. Absortos, contemplábamos el campo, la tarde que pasaba, los rojos resplandores del horizonte. Brillaba el agua con sangriento tono en las acequias de los marjales; el terral venía blando, suave, cargado de olor de azahar; por el camino, entre nubes de polvo, seguían pasando los carros cargados de naranja...
Fue oscureciendo; sonaron a lo lejos las campanadas del Angelus, últimos suspiros de la tarde. Hacia poniente quedó en el cielo una gran irradiación luminosa de un color verde, purísimo, de nácar.

               En este lienzo de descripciones ha ido Ossorio purgando su agonía. Una lucha no conceptual, unamuniana, sino más bien radical, contra o a favor de pasiones elementales, una batalla para doblegar la torrija moderna que había llegado a extremos impactantes en Gonchárov y, sobre todo, en Turgueniev, de cuyo Padres e hijos hay sombras en esta novela. Baroja tuvo que sentirse igual de impresionado que todo el mundo con aquel muchacho que vive, agoniza más bien, arrancado de sí mismo, en una implacable mirada reductiva de su miserable condición humana.
               En Baroja es muy común plantear a los personajes desde una alternativa perentoria. El manuel de La Busca tiene que elegir entre el día y la noche, y Ossorio desearía vivir en “un paisaje intelectual, frío, limpio, puro, siempre cristalino, con una claridad blanca, sin un sol bestial; la mujer soñada era una mujer algo rígida, de nervios de acero, energía de domadora y con la menor cantidad de carne, de pecho, de grasa, de estúpida brutalidad y atontamiento sexuales”; pero lo desea mientras se reboza en las perversiones de su tía y en un “erotismo bestial nunca satisfecho”. Son dos siempre las alternativas, de modo que una es intolerable, inmoral, reprobable, y la otra una quimera. Lo que busca Ossorio es el término medio entre el callejón sin salida del escepticismo lúbrico y la inhumanidad de los ángeles perfectos. Pero siempre con algo de ambos. Laura es una serpiente peligrosa, pero Adela, luego, en Toledo, “rubia, de tez muy blanca”, no soluciona mucho, por demasiado etérea. Sin embargo, su hermana, Teresa, es el prototipo de mujer que gusta a Baroja:

Teresa era graciosa; tenía la estatura de Adela, la nariz afilada, los labios delgados, los ojos verdosos, los dientes pequeños, y la risa siempre apuntando en los labios, una risa fuerte, clara, burlona; sus ademanes eran felinos.

               Estas dos hermanas recuerdan un poco a la Blanca y Marina de El mayorazgo de Labraz.  Baroja/Ossorio, por mucho que aspiren a la espiritualidad antiséptica, o que huyan de zancocho guarro, tienen siempre una querencia más moral que sexual por este tipo de mujer, que deberemos añadir a la lista de las Lulú, en el fondo su verdadero ideal de mujer. Pienso si esta pareja tan frecuente no la sacaría Baroja de la pareja de hermanas de Tormento, Amparo y Refugio, creo recordar, una ingenua y la otra resabiada. A Galdós también le tiraba más lo popular. Quien de veras le gusta a Guzmán en Lo prohibido no es Eloísa sino Camila. Las Lulús de Baroja son las Fortunatas de Galdós, solo que en Baroja, además de populares y pasionales, adquieren sentido común, por más que la desgracia las arruine. Lulú es una Fortunata (más que una Isidora) que hubiese sentado la cabeza. A Baroja le atrae ese componente popular-realista de las mujeres listas como ardillas, y al mismo tiempo francas, verdaderas. Por lo demás, esa Teresa viviría en Toledo, pero era vasca de reglamento, el vivo retrato de la Anthoni. La risa es la de la Pamposha, y los rasgos faciales los de las mujeres que veía en su casa de Itzea[2].
               En medio de la duda, Teresa es, ahora, inasequible. Ossorio no se la plantea, cuando es exactamente lo que necesita, y lo que después encontrará en Dolores. La novela podría haberse descargado un poco, pero faltaba el regreso a los orígenes, de modo que Teresa se quedó sin papelón. En cambio, se plantea seducir a una monja. Sus bajos instintos no están curados aún, o no sabe cómo administrarse la medicina. La medicina era Teresa, no la monja, pero él no la ve. “Hay que cegarse. Esta preocupación por el otro es una cobardía”, dice, muy en Nietzsche, y los diablos lo acosan, pero consigue controlarse y siente “un verdadero placer por no haberse dejado llevar por sus verdaderos instintos”.
               Es el principio de la cura. En Yécora, tierra natal del su pecado, es donde busca redimirse. Acude a buscar a Ascensión, una antigua conquista a la que dejó tirada, y de cuyo hijo quién sabe si no es padre, y que no quiere, muy sensatamente, saber nada de él. La gente que viene de tan lejos a pedirte perdón no tiene cuentas contigo sino consigo mismos, y uno, una, es la comparsa de un asunto privado con el que se le vuelve a humillar. Ossorio trata de devolver el respeto que no tuvo, y para eso siempre es tarde. La regeneración implica renovación. “Como las lagartijas echan cola nueva –se decía-, yo debo de estar echando cerebro nuevo”.
               Y ese cerebro nuevo es el que le lleva hasta Dolores, hija del administrador de la familia, que sabe lo que Ossorio percibe en concepto de no trabajar en nada. Ossorio tiene que ganarse al padre y a la madre, además de la hija, que es una Lulú sin fisuras: “Bajo la apariencia de muchacha traviesa, hay en ella una ingenuidad y una candidez asombrosas, sin asomo de fingimiento”. Con ella disfruta, en el baile, de “los sanos instintos naturales”, no emponzoñados por la educación religiosa, que es un foco de infección. Las discusiones con el curilla que, al ir a visitar su antiguo colegio de los Escolapios, intenta reconvertirlo, solo sirve para sacar a Ossorio de sus casillas, quien  tiene también que lidiar con el novio del pueblo, Pascual Nebot, con el pueblo cerril y con las aprensiones, razonables, de la propia novia.
               Pero esto está ya narrado resumidamente. Las escenas no son acciones sino resultados, se trata de cerrar el libro, y eso provoca un leve desequilibrio entre el deslumbrante ritmo narrativo de la primera parte, hasta que sale de Toledo, y el tono más episódico de lo que sigue. Incluso ese doble final, la muerte de la primera hija (como diez años después con Andrés Hurtado) no cierra la novela sino que, en una página más, agrega otro hijo con el que, ahora sí, cerrar la novela en un epílogo. Esas dos últimas páginas también están en primera fila del inventario del 98, en un tono épico nietzscheano del que se ha hablado mucho, con un decálogo de promesas de libertad a su hijo recién nacido que todavía dan que pensar.
               En 1917 Baroja escribió unas Páginas de autocrítica en las que retrataba en pocos párrafos sus novelas anteriores. En el caso de Camino de perfección, dice:

Camino de perfección es un libro casi exclusivamente de viajes. Tiene su parte psicológica, que no creo que esté del todo mal. Pesa un poco, es cierto; para llegar hasta el fin hay que tragarse muchas descripciones, mucho sol, mucho polvo, muchos caminos de Castilla; todo es cuestión de tener un estómago resistente.

               Es posible que ya no le dedicase una novela entera al paisaje, pero sí que en esta había practicado todas las formas de intensidad descriptiva. El 98, además, ya tenía una novela con sus principales características generacionales. Ese desequilibrio narrativo entre sus dos mitades quizás haga de ella una novela imperfecta, pero al mismo tiempo la adorna con los titubeos de la juventud. Juvenil es esa desproporción y juvenil la intensidad cegadora con que vibra la novela, fresca como el primer día. 




[1] A pesar de que ilustro estas entradas con las preciosas portadas de Caro-Raggio, que también frecuento y colecciono, estoy leyendo en la edición de Obras Completas en 16 volúmenes de Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.
[2] Sería el momento de aplicar la plantilla freudiana a Baroja, tontería que no pienso hacer.

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