Otra
buena pieza de los Coen, y van ya no sé cuántas. Buena y escabrosa, en el
sentido originario de la palabra, es decir, áspera, hiriente, sobre todo para
quienes han olido el perfume infecto de la bohemia. Esta tarde, antes de ir al
cine, me pasé por la librería Central, en Callao, y vi otra edición de los escritos de Alejandro Sawa, el bohemio oficial
hispano, de quien, siendo muchacho, compré y leí una edición de sus Iluminaciones en la sombra, y por quien
ahora ya no pagaría un euro. Los Coen hablan de la bohemia del Village de Nueva
York en los años 60, de la turba de cantantes folk que intentaban abrirse paso.
Pero para el caso es lo mismo: un mundo injusto y canalla, hecho de alcohol y
de fracaso, de frío y de malos sentimientos.
Todos los bohemios que he
conocido, fuesen del ramo que fuesen, eran igual de mala gente: capaces de
estafar a su mejor amigo, de traicionarlo por una sonrisa, gentuza maledicente,
envidiosa, soberbia. La miseria económica, decía Baroja, engendra miseria
moral. Y la miseria artística y económica raro es que no produzca seres
repulsivos. Llewyn Davis es un buen cantante
que ve cómo se hunde sin siquiera despegar, se desespera y se agría, su propia
impotencia le hace saltar en ocasiones. Pero la gente no lo desprecia por sus
salidas de tono o porque nunca tenga dónde dormir. Lo desprecia porque no ha
triunfado del mismo modo que se desprecia a sí misma. La chica, también
cantante, lo insulta no porque lo quiera
y le reproche haberla abandonado. Lo único que le reprocha es no haber
triunfado. Los productores, los colegas y los dueños de los bares lo maltratan porque
es un fracasado, no porque sea un canalla. Pero el bohemio que persiste rara
vez es capaz de salir de ese bucle. La rabia del fracaso la compensa con grandes
dosis de bajeza.
En ese sentido Llewyn Davis está
a medio camino de la candidez del militar casi imberbe que consigue un bolo y
la degradación absoluta del sujeto que interpreta John Goodman. Llewyn ya lleva
el colmillo retorcido, de tanto dormir de prestado, y está en ese momento en
que la certeza de que las cosas no tienen pinta de cambiar está empezando a
corromperle las entrañas. Pero aún queda en él el primer impulso, la confianza
en las propias dotes, la certeza de que canta mejor que muchos otros y que sin
duda podría triunfar en solitario.
Pero no. La verdadera medida de
sus canciones no la dan los granjeros que vienen a tocar lo que tocaban sus
abuelos, ni los chicos de jersey de lana, rubios y con peinado a navaja que presentan
bonitos números de polifonía pop, sino el que sube al escenario cuando Llewyn
tira la toalla, un muchacho de pelo rizado, un tal Dylan. De todos aquellos
cientos de miles de cantautores folk que pasaron por el Greenwich Village en los
años sesenta (esa alegría luminosa que se ve en la portada de The freewheeling Bob Dylan), solo él, a
fin de cuentas, ha permanecido, y entre los que se quedaron en el camino los
hubo buenos como Llewyn, e incluso mejores. Lo que cuentan los Coen es lo más
normal, lo más verosímil. Lo raro es que aparezca un Dylan. Llewyn solo tenía su
voz y su guitarra, pero ni el don de gentes que se necesita para editar al
menos unos cuantos discos, para vivir de la música, ni tampoco esa última
gracia sobrenatural que tienen los grandes. Sin embargo es mejor que la media,
y eso lo desespera.
Así que la película es casi un
documento histórico más fidedigno que las tramas arquetípicas del éxito a las
que estamos acostumbrados. Llewyn va de un lado para otro pero nunca sale del
mismo callejón, del mismo sofá prestado. Los Coen adoban su periplo con la
galería habitual de americanos profundos: los productores viejos y despiadados,
la habitual secretaria ñoña, esta vez viejísima; el paleto, el buen chico, la
joven más ambiciosa que realista, o el padre demenciado, en una de las mejores
escenas de la película. Y, cómo no, algún personaje de cómic, John Goodman, impresionante,
y en cierto modo un hilo que comunica esta película con Barton Fink. También allí un joven guionista acudía al Hollywood de
los años 30 y acababa derrotado por su propia angustia. Aquí la cosa es más
cruda, más fría. Dentro de Llewyn no vemos al canalla sin remedio en que suele
convertirse ese tipo de gente. Acabará siendo marino mercante y algún sábado
por la noche, si se toma unas copas, sacará la guitarra y cantará alguna
canción, y si tiene un amigo le contará que una vez quiso ser artista, pero que
se cansó de pasar calamidades y lo dejó. Pudo haberse encanallado del todo porque
confiaba en sí mismo y en ese lema estúpido del you can. No solo se creía un artista sino que se empeñaba en vivir
como un artista, que es lo que acaba de rematar a los bohemios.
Pero esto es Darwin. Los Coen nos
cuentan la historia de una rata perdedora, pero no se ceban en ella sino en su
entorno, en las otras ratas perdedoras. Lo redimen porque nos compadecemos, con
esa compasión no caritativa que significa sentir una ráfaga de realidad helada
que alguna vez pasó al lado de nosotros. Para este tipo de gente, el único
triunfo es no abandonar, seguir anclados en la barra, diciendo frases. Llewyn
fracasa hasta en eso, y, visto lo visto, es lo mejor que le puede pasar.
"Todos los bohemios que he conocido, fuesen del ramo que fuesen, eran igual de mala gente": estoy de acuerdo en esta apreciación. En la propia "Luces de bohemia" Rubén Darío le aconseja a Max Estrella: "¡Max, es preciso huir de la bohemia!". La bohemia heroica tal vez existió en los tiempos inaugurales, pero luego se convirtió en la bohemia golfante.
ResponderEliminar