20.10.14

La novela infinita

            

En 1912 Baroja debía de sentirse pletórico. El año anterior había publicado dos obras maestras, El árbol de la ciencia y Las inquietudes de Shanti Andía, y para rematar la faena terminaba de comprar el caserón de Itzea, en Vera de Bidasoa, “buena para fábrica o convento”, según rezaba en el periódico que lo la anunciaba. La primera novela que firmó en aquella arcadia fue El aprendiz de conspirador, un libro que era también una declaración programática, un ejemplo del nuevo arte de novelar que Baroja estrenaba entre aquellos muros tan románticos. Era, también, la primera de las veintidós que comprenderían las Memorias de unhombre de acción, que si no llegaron a ciento veintidós o a dos mil veintidós fue porque no hubo tiempo, porque el sistema no tenía fin. A partir de entonces, ese paraíso reducido en el valle del Baztán sería perfecto para fabricar novelas históricas y un convento donde producir sin contratiempos. Itzea estaba tan lejos de Madrid como las andanzas de Aviraneta lo estaban de los tiempos de Baroja. Itzea flotaba en un pasado lleno de emoción y de entusiasmo, de grandes bigotes y grandes ideales, por lo menos al principio, lejos del realismo que había tocado fondo, y techo, con El árbol de la ciencia. Aquella novela era tan buena que no admitía continuaciones ni insistencias, al menos con el mismo punto de vista. Yo diría que hasta La sensualidad pervertida, de 1920, Baroja no regresó a la cruda soledad de las aceras, y desde luego no con tan desesperada intensidad.
            Pero un poco antes, en efecto, había alcanzado otra cima con Shanti Andía, y este lado aventurero y soñador, nostálgico y uterino era el mejor modo posible de volver a empezar. La novela está firmada en Bidart, en 1910, donde también sucede un pasaje de El aprendiz de Conspirador, el relato de Etchepare, que parece un primo hermano de Ichaso, aquel segundo narrador de Shanti Andía. Andrés Hurtado fue una necesidad moral e intelectual; Shanti, un viaje a los tiempos en los que Baroja devoraba folletines, a esa infancia imaginada en San Sebastián, que de pronto cobraba cuerpo y piedra en Itzea, uno de los pocos templos a los que de vez en cuando peregrino. Itzea es el símbolo de una forma de romanticismo que no está en las otras tres piezas de la trilogía Elmar, mucho más ambiciosas y mucho menos entrañables. Es el romanticismo de la gente común, de los tipos con nariz ganchuda y colorada, de los viejos lobos de mar jubilados, de las muchachas con los capilares rotos en los pómulos, de los chicarrones vascos, de las viejas comprensivas y agoreras, de los personajes absurdos. Baroja es el autor que más y mejor ha dignificado a los tontos de pueblo y a los eruditos de aldea, pero también, y sobre todo, a los sabios de andar por casa. El año pasado casi me da algo cuando una alumna me dijo que con la última página de Shanti Andía no había podido contener las lágrimas. ¡A ver quién es el guapo, de todos nuestros importantísimos novelistas vivos, que dentro de cien años le saca las lágrimas a una muchacha inteligente de diecisiete años! O a un viejuno como yo, porque a mí, y la volví a leer hace no mucho, me sigue emocionando.
            No es la misma emoción que uno siente con la muerte de Lulú en El árbol de la ciencia, o con la de la madre de Manuel en La Busca, ese profundo desamparo, abrigado de ternura y de verdad, sino la emoción compartida de quien siempre guarda un sueño que le haga sonreír. Los barcos de vela y las historias de piratas eran el sentimiento más puro que se permitía Baroja, un hombre, como recalca Julio Caro, extremadamente pudoroso. Y creo que, aunque se los hubiese permitido todos, ese seguiría siendo el más puro, porque consiste en reencontrarse con una de las pocas ilusiones que no han variado con el tiempo. Lo que para Baroja era hurgar en historias de las guerras carlistas y en galerías de tipos de su pueblo, para mí es leerlo a él, y el entusiasmo que desborda El aprendiz de conspirador es paralelo al que yo he sentido al regresar a sus obras completas.   
            Porque esta novela, además de programática, desborda entusiasmo narrativo. Baroja ha encontrado la clave de la novela marco, de los narradores concéntricos y de los cambios de espacio y de tiempo. Eso lo encontró en Shanti, en ese Ichaso que es uno de sus más fructíferos hallazgos, y eso que inventó para no hacerle contar a Shanti, tan buena gente él, las barbaridades que tenía que contar (aquella historia de los dos Tristanes), se convirtió en fórmula de la novela orgánica, sin más fin que la muerte o la arteriosclerosis.
            En el fondo es un sistema que procede de su juventud impresionista (y eso que cumplía entonces los cuarenta, en Itxea, qué gozo). Una novela tiene interés cuando tiene ritmo narrativo, sea buena o mala la historia que cuente. Baroja sabe que la historia es de raíz episódica, de alguien que cuenta lo que le pasó un día, de alguien que repasa una tarde los años de la infancia. Sabe también que cada historia, cada tono, es un color, y que no hay nada que más anime que la variedad.
En El aprendiz de conspirador el cambio de narrador es permanente. Esa “pequeña trinidad” que forman Baroja, Pello Leguía y Aviraneta (“los tres hemos colaborado en ese libro: Aviraneta, contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la obra al gusto moderno, quizá estropeándola”) se amplía con otros narradores menores, gente que entra en la novela, cuenta una historia y se va: el coronel Zurbano, el hombre de la zamarra o el viejo Echepare, viejo republicano de los tiempos de Dantón; cada historia, por supuesto, de una época distinta.
El método era ir cambiando de época y de narrador, pero también de género. La infancia de Pello es como la de Murguía, el de La sensualidad pervertida, pero enseguida aparece un antepasado suyo que es el vivo retrato de Zalacaín; más tarde una noche de invierno un viajero, como en El mayorazgo de Labraz; luego una de tertulias, como las que ya usaba en Los últimos románticos; entremedias se nos abre un amorío con Corito, que es como el de Gabriel de Araceli e Inés en el Trafalgar de Galdós, un recurso de novela griega para mantener siempre algún hilo narrativo; después, para animar el ambiente, la anagnórisis del protagonista, que se ha hecho desear (aunque el rato se nos ha pasado volando), y un episodio folletinesco de ataques nocturnos, con puertas falsas y enemigos idiotas, esa cuadrilla de maleantes tan dickensiana de donde emerge don Eugenio de Aviraneta, que practica el mismo arte del escapismo en la vida real que en la novela. No en esta, desde luego, pero sí en muchas de las que seguirán.
Y el procedimiento continúa con nuevos ingredientes narrativos: historias de conspiraciones liberales y realistas, listas de nombres y apellidos históricos, con ese olor a documento curioso que desprenden, retratos de personajes históricos de primera fila, siempre amigos de Aviraneta, un entregarse a la Historia que poco a poco reemplaza ese surtido de historias variadas con que nos había llevado en andas de la lectura. El tono, y el tiempo, vuelven a cambiar con la infancia de Aviraneta, que se desvía por los recuerdos de Echepare, y regresa a Laguardia, el sitio presente, 1830, para rematar la novela con otro airoso lance de folletín, en este caso la huida de dos novios por la ventana, que tampoco es el primero, porque la historia que contó el hombre de la zamarra, tan cervantina, asoma un par de veces la cabeza.
La extraordinaria intensidad de la novela quizá se deba a esa fruición, a esa acumulación de tiempos y géneros y narradores. El narrador ya no idea una historia sino que va trenzándola con hilos que casan según las leyes de la impresionante fluidez. Ni siquiera en esos pormenores históricos de los tiempos de Napoleón uno se cansa. Baroja rebosa, pero no desparrama. Todos los lenguajes narrativos que utiliza, incluso el puramente histórico, ya le han reportado grandes satisfacciones. Hasta ahora se ha ocupado de usarlos por separado, de consagrar a cada uno una novela. Ahora, a la sombra de una historia más o menos novelesca, los emplea todos, y no los mezcla ni los amontona, sino que los coloca en el sitio donde más le conviene a la narración.
Esta era la fórmula, este era el principio. Luego, claro, las aguas se remansan, la historia pasa mucho tiempo entre las páginas, o le salen novelas redondas como El escuadrón del Brigante, la segunda de la serie, que me voy corriendo a releer. Antes, para no abandonar las buenas costumbres, dejaremos una de esas descripciones que vamos coleccionando, y cuya calidad, por mucho que cambien las técnicas y los narradores, nunca se resiente.

Cuando montaron nuevamente a caballo comenzaba a anochecer. Sobre el Ebro surgía una niebla blanca y alargada; en el fondo, por encima de la bruma, se destacaban los picos de la sierra de San Lorenzo, iluminados por un sol pálido. Empezaron a bajar hacia la ribera. A medida que descendían se iba levantando el paredón negruzco de la sierra de Cantabria. Había nevado ligeramente también por allá. Aparecían los resaltos de la montaña blancos por la nieve, y los grupos de aliagas y de zarzas se veían negros y redondos entra la blancura de las vertientes y de los taludes. El camino tomaba un aspecto siniestro a medida que la oscuridad dominaba. Grandes piedras parecían avanzar en la sombra a cerrar el paso; la imaginación forjaba gente emboscada entre los troncos de los árboles.

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