16.11.14

Una faena redonda


           Los contrastes de la vida se publicó en 1920, después de La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830, que forman una sola novela, y también de La Isabelina, pero Baroja la puso antes en las Memorias de un hombre de acción, en el tomo VII.
            Ese año de 1920 fue especialmente productivo para Baroja. Publicó también La sensualidad pervertida, otra de sus novelas cumbre, y sus Divagaciones sobre la cultura, en la estela de los libros autobiográficos que venía publicando desde el éxito, en 1917, de Juventud, egolatría. Pero es curioso que desde 1914, año de publicación de Los caminos del mundo, y hasta 1918, cuando publica otra estupenda novela, La veleta de Gastizar, Baroja se dedique solo al ensayo autobiográfico y a las novelas cortas y a las breves. Además de La ruta del aventurero y Los recursos de la astucia, había publicado otro importante relato, La dama de Urtubi, y aun antes de Los contrastes de la vida publicaría otra novela corta, El cura Santa Cruz y su partida. La publicación en 1915 de la novela larga Con el sable y con la espada casi es una excepción.
Ya comentaremos cómo esa proliferación de novelas cortas influyó mucho en la distancia que recorrió Baroja desde 1915. En esas diez novelas cortas, la mayoría muy buenas, hay una condensación del arte de novelar pero también un tránsito hacia su deliberada disgregación. Colocarlas casi todas (dos quedaron fuera) en las memorias de Aviraneta casi exigía juntarlas en tomos sucesivos.
Comento esto porque con cambiarla de sitio en la estantería no bastaba. Este es uno de los casos en que el empeño de las Memorias de un hombre de acción ensombrece algunas obras que las hicieron así de grandes. Cuando hablamos de Tolstoi o del Dostoievski, tan barojiano, empezamos por dividir su obra en novelas, novelas cortas, cuentos y ensayos. Esa distinción, tan necesaria para que breves piezas maestras brillen como los grandes mamotretos, Baroja la resolvió metiendo en un cajón la mayoría, el cajón de Aviraneta, donde la mayoría están por la época o por alguna línea entremetida, no porque tengan que ver con su aventura. ¿Qué habría pasado con estas novelas si en lugar de estar metidas en uno de los veintidós tomos hubieran formado a su vez trilogías de novelas cortas, tan independientes como sus grandes novelas no aviranetianas?
Es una pregunta que me tiene sin dormir, y en el insomnio aprovecho para seguir leyendo.
El capitán mala sombra es el primero de los cuatro relatos de que consta Los contrastes de la vida. En realidad son dos: la primera mitad es el relato de la maniobra envolvente que diseñaron los liberales en Alba de Tormes, con un Empecinado apopléjico al que tienen que llevar en parihuelas. Como relato bélico hay que colocarlo junto a los buenos de El escuadrón del Brigante o el bueno de Con la pluma y con el sable. Lo que no es acción es estrategia, la prosa vuela minuciosa en proporciones épicas perfectas.
Entre los muchos personajes que aparecen en esa primera parte está Juan de Dios, el capitán Malasombra, un buen soldado que le escribe versos a su amada. Él protagoniza el desenlace, en un duelo taurino de aire lopesco en el que acaba pescando un italiano que pasaba por allí.
Baroja no hace más sangre que la de citar a Jovellanos a propósito de las corridas de toros y narrar la cornada fatal con la fuerza con que narraba en los tiempos de La Busca, esa novela que tantas veces se nos apareció en La ruta del aventurero. No sé si Baroja, aparte de aquella de La Busca (“¡mira, mira, el mondongo!”) escribió alguna otra crónica taurina en su vida, pero esta, desde luego, es de antología, y bastante rara, porque trata la suerte de la mancuerna. El propio Baroja explica en qué consiste:

-El mancornar –me contestó el espada- es una suerte de vaqueros. Un hombre puede coger (así decía él) un novillo de tres años; pero a un toro es imposible sujetarlo. Cuando se trata de coger un toro, se le debe primero capear, haciéndole sufrir todo el destronque posible, y cuando se nota que ya está sin fuerzas, lo cual se consigue muy pronto en sabiendo bien sacarle la capa, va uno y le agarra de la cola; el que mancornea, al pasar el toro junto a él le coge el pitón derecho con la mano derecha y, con la izquierda, el pitón del otro lado. Entonces, a fuerza de pulso, se le vuelve al animal la cabeza y se le echa en tierra.

Más adelante, la crónica dice así:

El último toro era grande, negro, con una cornamenta larga y afilada. Perseguía furioso a quien se ponía frente a él. El público vociferaba entusiasmado; los toreros apenas se atrevían a acercarse al animal. Únicamente el Ochavito y el Buñolero se plantaban delante y le daban recortes con la capa. A fuerza de estos lances el animal pareció cansarse, y en un momento que se paró el Buñolero le agarró de la cola.
Entonces se vio a Mala Sombra que avanzaba con el Ochavito, acercándose al toro. En un momento se agarró con presteza a las astas, cuadrándose de pechos ante la fiera. El hombre y el toro quedaron inmóviles; el hombre empujó la cabeza del animal por las puntas, la bestia alzó el hocico, y entonces el hombre metió el hombro por debajo de la barba del animal, y de un empujón lo tumbó al suelo, le puso el pie en el hocico y lo sujetó así.
Hubo una tempestad de aplausos. El capitán Mala Sombra miró entonces al sitio donde estaba su amada. ¿Que vio? No sé. Quizá comprendió rápidamente lo que pasaba entre Conchita y Pancalieri; el caso fue que el capitán soltó el pie, el toro se levantó de improviso, dio un topetazo con el cuerno en mitad del pecho al capitán y pasó por encima de él.
Después se vio al capitán erguirse un momento echando sangre a borbotones por la boca, y luego caer desplomado.
Hubo un momento de pánico entre los toreros.
El público aullaba como una mujer loca, y salía de él un largo y enorme alarido. Algunos querían escapar, pero la mayoría estaba anhelante de angustia, de curiosidad y de pasión.
—¡Calma! , calma! —dijo el Ochavito.
—Esperaos, que ahora viene lo bueno —gritó el Buñolero, como si el espectáculo de la muerte no le afectase lo más mínimo.
El Ochavito y el Buñolero metieron sus capotes y jugaron con el toro, mientras dos alguaciles recogían el muerto.
Algunos pidieron a gritos a la presidencia que terminara la corrida y retiraran al toro, pero esto no era fácil, ni mucho menos.
—Dejadlo —dijo el Ochavito—, yo lo mataré.
El Ochavito y el Buñolero fueron llevando al toro hasta un ángulo de la plaza. El Ochavito dio unos pases de muleta mientras el Buñolero le ayudaba con el capote.
—Échale un poco más allá —decía el Ochavito—. Bueno, bueno; ya está.
Después de algunos vanos intentos, cuando le tuvo a su gusto el Ochavito, se cuadró, y de una estocada como un rayo dejó al toro muerto.
El Buñolero se acercó con una bayoneta en la mano y le dio la puntilla.
La gente, olvidada ya del capitán, comenzó a aplaudir y a gritar. El público fue despejando la plaza; marchaban las mujeres llevando lágrimas en los ojos.

La novela retrocede a los tiempos en que Diamante estaba vivo (murió en Sevilla, por no quererse disfrazar como Aviraneta para emprender la huida), cuando El Empecinado se encontró en Valladolid con el conde de Cartagena, general en jefe del ejército de Galicia. El remate de la entrevista es admirable:

Don Juan Martín se arregló la capa con un movimiento suyo de labriego, que me hacía pensar en el alcalde de Zalamez, y, sin saludar a Morillo, salimos los dos de la sala, dejando al general en su sillón, brillante de galones, como un ídolo de oro.

            La novela se adorna con buenos personajes como el Chiquet, quien “como buen catalán, era muy torero” y de algún, breve, alegato antitaurino:

Era don Juan Martín enemigo acérrimo de los toros; creía que ete espectáculo no solo no fomentaba el valor, sino que acrecentaba la indiferencia por los dolores ajenos y l cobardía. Entre los liberales las ideas de don Gaspar Melchor de Jovellanos sobre las corridas estaban entonces muy en auge.

            Y, en tratándose de una novela taurina, Baroja la termina con un remate airoso, el desplante del italiano, un donjuán que tiene otro punto de vista sobre la amada del coronel Malasombra. La novela entera es una buena pieza taurina: Baroja deja que se dosfogue la narración en el episodio bélico, luego pone banderillas de celos al capitán Malasombra, que no hacen sino aumentar su acometividad, hasta el punto de crecerse en el castigo como un castellano del XVII y cometer el error del sentimiento. El toro lo estoquea y cuando ya está en el suelo el italiano lo apuntilla.
            Una faena redonda.

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