8.12.14

La época del esperpento


En cada nueva entrega de la serie Baroja va cambiando el modo de trenzar los datos históricos con la ficción. En las dos anteriores, el procedimiento consistía en intercalarlos, pero aquí, desde el momento en que Aviraneta (y con él la Historia) pasa a primer plano, la ficción se dispersa entre la propia intentona de la Isabelina, que ya de por sí parece un sainete, y en algunos personajes secundarios, en especial Tilly y Celia, quizá los únicos no fantoches de toda la novela. Es decir, lo histórico, lo verdadero, está contado con trazos de expresionismo deformante, y lo ficticio, lo romántico y ornamental se somete a un realismo admirativo. En medio de todos, Aviraneta reaparece y reafirma su condición de héroe cenizo.
            Bien es verdad que la historia que tenía que contar aquí Baroja era altamente novelesca. En 1830 se comenzaron los trabajos para constituir una sociedad secreta, La Isabelina, llena de liberales que preferían la regencia de la reina niña a los manejos de la reina María Cristina y de su amante Muñoz, en unos tiempos en los que el pretendiente Carlos empezaba ya a vociferar. Aparecen por la novela, discutiendo en librerías de viejo y tabernas y salones, el bibliófilo Bartolomé Gallardo, Romero Alpuente (“un viejo repulsivo, amarillo, con un aspecto de cadáver y con los ojos vidriosos”), Flórez Estrada, Olavarría, el conde de Toreno, Palafox (“un imbécil”), incluso Larra, Espronceda o Patricio de la Escosura, “gente que tiene un hermoso epitafio nada más”, isabelinos que colaboran por debajo de los cristinos, hasta el bandolero Luis Candelas y los infantes Luisa Carlota y Francisco de Paula, empeñados, a su vez, en una triple regencia junto a su madre. Quizá donde más cargue las tintas Baroja (y le debió de gustar, porque son palabras que repetirá Fermín Acha, creo que en Crónica escandalosa, pero esta vez a propósito de Isabel II) sea en el descarnado chafardeo sobre la reina María Cristina que, para más inri, Baroja pone en boca del clérigo Mansilla.
            Todo fue un desastre. Palabrerío de salón o de taberna, da igual, que estalla en la matanza de frailes del 34, en mitad de una epidemia de cólera, y llegará a ocupar entera El sabor de la venganza, la siguiente novela. Baroja no concede en La Isabelina mucho espacio a esa orgía de sangre, quizá por sobradamente conocida, pero tampoco hace que la novela pase entera por el cólera, algo que solo afecta a unas líneas llenas de cifras. El tema no era el cólera del 34 sino parte del epílogo expresionista. No nos cabe en la cabeza, ni a Baroja tampoco, que Aviraneta se pueda contagiar.
            Aviraneta juega con ventaja. Siempre previene lo que va a ocurrir, incluso que el pueblo vaya a cometer una barbaridad; nunca se compromete con aquello que piensa que no va a salir bien, que es todo, él que no se cansa de afirmar que todo sale mal porque falta gente decidida. Los demás siempre son una tropa de camastrones declamantes con los que no se puede ir a ninguna parte. A Aviraneta le hubiera gustado secuestrar a Cea Bermúdez junto a la plaza Mayor de Madrid, en una escena de carruajes de caballos que cabalgan en la oscuridad por los adoquines un poco improvisada, la verdad. Él está allí para actuar y poco le importa la posteridad, “una aspiración mezquina”: “ahora mismo mi preocupación es lo que tengo que hacer al salir de aquí, lo que haré esta noche, mañana, pasado. El año que viene ya tiene perspectivas muy lejanas, casi no existe para mí”, le dice a Tilly. Su plan es el “cambio de gobierno inmediato y dictadura liberal”, a lo Robespierre, según dice en un discurso que huele a documento histórico. Como conspirador, no admite reglas, porque la conspiración es un arte, y el arte no tiene reglas. Acabará preso, como siempre, después de un viaje absurdo a Barcelona en el que no pasa de Guadalajara, y con la sorpresa folletinesca, en la última línea de la novela, de que le han robado unos papeles comprometedores.
            Todas estas intrigas nos han resultado menos atractivas cuando se aferraban a la documentación histórica, pero aquí están desperdigadas por Madrid, un Madrid pintado con espátula que en más de una ocasión nos ha recordado el desgarro de Luces de Bohemia, que Valle-Inclán escribiría un año después, o los cartones de Solana. Baroja repasa las plazoletas “de aldea manchega”, la nómina completa de cafés con tertulia conspirativa, ciertamente abrumadora, las casas de huéspedes del Callejón del Gato, ese magnífico borracho de la calle del Bastero, o la misma taberna de Bibiana, en un capítulo que Valle-Inclán habría podido trasponer a su teatro sin cambiar demasiadas comas, pero que incluso nos parece más propio de La taberna fantástica.  Toda la escena de la tía Sinfo y Gasparito (que me suena mucho a Galdós, vía Cervantes) está repintada de un lenguaje jugoso y nauseabundo, como si Baroja ya solo sacara aquel viejo registro naturalista cuando quiere subir el tono de la narración:

Cruzaron el jesuita y el ex claustrado la Puerta del Sol, y de aquí, por la calle Mayor y la de Toledo, fueron a los Barrios Bajos. El padre Jacinto quería ir a la calle del Carnero; pero no recordaba bien el camino. Entraron en la de la Ruda, materialmente llena le una multitud andrajosa
que se detenía en los puestos de verdura y de pescado. De aquí pasaron a la calle de las Velas y sedetuvieron en una tienda donde vendían galápagos. Preguntó el jesuita por la calle del Carnero, y le indicaron que bajara por otra estrecha, llamada de la Chopa. Se metieron en ésta y se encontraron con unas viejas prostitutas, gordas y con los pellejos colgando, pintadas, y con la colilla en la boca, que salieron de los portales y les quisieron arrastrar a sus madrigueras. Una de las viejas tenía una pierna de palo y fumaba un puro. El jesuita y don Venancio se desasieron de tan horribles furias, y salieron a la calle del Carnero. Todo aquel barrio era infame, miserable; tenía un aire de aduar africano, sucio, quemado por el sol. El empedrado, de pedruscos de punta, estaba lleno de agujeros y de baches, y éstos, llenos de basura. Deambulaban por allí mendigos, lisiados, chiquillos héticos y lacrosos y mujeres harapientas con los ojos inflamados. Había en la calle dos o tres casas de dormir, y en un balcón de un piso bajo, una cabeza de mujer, de cartón, con los ojos brillantes y los pelos alborotados, que era la muestra de una peinadora.

            No sé si se han mirado con lupa estas escenas de los bajos fondos madrileños en 1834 a la luz del expresionismo esperpéntico de Valle, supongo que sí. Estaría en el ambiente. Para Baroja, ya digo, no es un fin en sí mismo sino una gama de colores fuertes que él emplea cuando le conviene. En Baroja la narración, el ritmo narrativo es lo primero, y a ese tren pueden subirse ejercicios estéticos de corto e intenso recorrido. En alguno casi se pasa. Hay un personaje, un tal Bordoncillo, en el que Baroja juega un poco a El Buscón, una de las novelas, por cierto, que lee el padre Chamizo. Y pasa lo mismo que pasa en El Buscón, que es un chiste largo, un fantoche tomado de la época de Paradox, que solo está tres páginas pero que se hace cargante desde las primeras líneas.
            Es el único caso, un capricho dickensiano, quizá (el otro es el caimán colgado del techo, el tercero que encuentro en la obra de Baroja). El resto de personajes están bien en su condición de figurantes, de secundarios o de protagonistas, y hay tres que merecen mención aparte: el padre Chamizo, el joven Tilly y la bella Celia.
            El primero es Venancio Chamizo, el seudonarrador de la novela, es decir, el que en 1834 le pasó sus papeles a Leguía porque él, nada más empezar a leerlos, se dormía. Chamizo es ex claustrado, volteriano, comilón y lector de clásicos grecolatinos. Se entera de poco o de nada (una vez se lanza a investigar por su cuenta, y va a parar a los bajos fondos, que describió para Leguía de maravilla), es medroso y no está presente en la mitad de las historias que se cuentan, lo que significa que Leguía/Baroja tuvo que añadir de su coleto. Tanto es así que Baroja, irónicamente, arma un jaleo de hipotextos para contar la entrevista que tuvo Aviraneta con la infanta Luisa Carlota y con Francisco de Paula, que cuenta un tal García Alonso, amigo de Narciso Ruiz de Herrera, cuando va a casa de Celia y está allí el padre Chamizo, quien recoge los datos para que Leguía los ordene.
            Un tipo simpático, el cura Chamizo. Como simpático resulta Tilly, que en La veleta de Gastizar era un dandi provocativo y aquí hereda el papel del difunto Lacy, quien tanto nos gustara en la anterior entrega. Tilly, enfermo (es un romántico) se instala en la Casa del Jardín, en Madrid, junto a la Cuesta de San Vicente, un caserón abandonado del que le prestan unas salas para que Tilly se lama las heridas estéticas. Esa casa es el mundo aparte en el que Baroja da asilo a sus personajes románticos. Su descripción nos vuelve a recordar, como tantas veces últimamente, el mundo que recrearía cuatro años después Baroja en El laberinto de las sirenas: las vistas de Nápoles, la villa de Amalfi “tomada desde el fondo de una gruta”; las ruinas de Capri, con el palacio de Tiberio (¿leyó Baroja a Suetonio?), los marineros napolitanos, “sentimentalismos y pinturas” por los que se deja llevar Tilly. Pronto es el brazo derecho de Aviraneta, y aunque, a veces, las cambiantes circunstancias los pongan en bandos contrarios, nunca dejan de ser amigos. Su muerte por cólera es el detalle maestro que Baroja sabe colocar al final de la novela.
            Y el otro personaje, más de este mundo, más del mundo de la fantasía (sin embargo, como decía, más viva y más real) es Celia, la mujer de Narciso, una dama romántica en la que uno siente que hay alguien detrás. Muy poco después escribiría Baroja La sensualidad pervertida, donde disfrazó sin tapujos sus amores de verdad. Esta Celia es demasiado interesante para ser inventada. Lo malo es que vive en un breve relato romántico y se lía con Gamboa, un joven don Juan, sobrino de don Narciso (¡y de la propia Celia!) que Baroja ha contratado para escribir el episodio romántico. Gamboa flirtea con Celia pero acaba casándose con Pilar, la mujer racial, y muriendo en alguna guerra. Celia, ese personaje que merecía una novela entera, acaba refugiándose en la iglesia. No pasa nada. Reaparecerá, con otro nombre, en El amor, el dandismo y la intriga. Aquí parece una invitada al relato de celos y delaciones, un poco en el aire de La Canóniga, pero esta mujer es mucha mujer, y a Baroja le gusta.
            Salgo satisfecho de La Isabelina. Se nota que Baroja deja todo preparado para una nueva novela en dos volúmenes, pero esta está más terminada que La veleta de Gastizar, no necesita continuación. Su disposición intuitiva de historias reales y ficticias, salvo en el caso raro de Bordoncillo, corre como la seda. Baroja viaja en el método que quería, en lo mejor de sus Memorias de un hombre de acción.

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