6.12.14

Regreso a la novela larga, y 2


La Veleta de Gastizar se nos había hecho muy amena, que es lo importante, siempre lo más importante. Alternaba los preparativos bélicos con las acuarelas de balneario vascofrancés. En su continuación, Los caudillos de 1830, Baroja continúa la alternancia de la arcadia y la batalla. Primero aborda el desbarajuste del levantamiento de Espoz y Mina, con un Aviraneta especialmente activo en la concepción del plan de ataque, del que nadie hace caso. Luego regresa a Ustaritz, a Gastizar y la Casa de las Hiedras, y una colección de ninfas vascas. A continuación Baroja deja que sea Lacy quien narre en su diario el levantamiento de Mina y aproveche para dejarnos unas cuantas hermosas estampas de la campiña vasca. Finalmente, la novela se remata con el regreso de Lacy a Gastizar, el incendio de la casa, la muerte de Juan el guardabosques y la prisión final de la Simona y Marcos el Gascón, acusados de estar detrás del rapto de Miguelito, el hijo de Dolores, y de prenderle fuego a la casona de Gastizar.
Este final sombreado de muertes y separaciones vincula todavía más estas dos novelas a una especie de Guerra y paz barojiana, con un Lacy/Andrei, un Malpica/Bolkonski (padre), incluso una Dolores/María, la hija del viejo general, un León/Hipolite, y algunas otras parejas de baile más. Pero Tolstoi alterna una paz palaciega en San Petersburgo y una guerra monumental en Moscú, y Baroja, en sus proporciones, una arcadia vascofrancesa y una escaramuza en el Bidasoa. La escaramuza está concentrada en un hipotexto, que se dice ahora, el diario de Lacy, pero la Arcadia ya es, en efecto, la que pasará por Jaun de Alzate para llegar al Laberinto de las Sirenas.
Por el lado de la guerra, el protagonista en la sombra es Mina, que se confiesa ante Aviraneta y desaparece de la primera línea narrativa: “Voy arrastrado a una expedición en la que no creo… que me parece imposible que pueda tener éxito”. Mina quería el mando único para un movimiento militar, no para una revolución (como le sucedería un siglo después a más de un comandante republicano), y en el desconcierto de generales Baroja va metiendo causas del fracaso de todo pelaje. Por ejemplo, que Mina era vasco, “maquiavélico, de palabra confusa y enmarañada, pero por dentro claro, lúcido y calculador”, y sus enemigos son todo lo contrario, o sea castellanos, amigos del discurso rimbombante y enemigos de la acción.
Pero no eran solo vascos o castellanos: estaban “los ministas, los valdesistas, los gurreístas, los masones, los comuneros, los carbonarios, los franceses, los italianos y los polacos”, que “no hacían más que intrigar y echarse en cara unos a otros la culpa de lo que ocurría”.
La única novedad argumental con respecto a La veleta de Gastizar es que aquí aparece Aviraneta, quien prepara un plan de ataque que finalmente no es aceptado y él se inhibe retirándose a Ustaritz, con lo que le sirve a Baroja de engrudo para casar los dos ambientes de la novela. Así, cuando deja a Mina encuentra a Tilly, un tipo atrabiliario al que Baroja le escribe un destino que en La Isabelina, la siguiente novela, hará florecer como un personaje la mar de interesante. Aquí es “un muchacho que va alimentando la parte mala de su alma con la sustancia de la buena; cada vez más cínico y más atrevido, va asesinando al buen muchacho que había en él y que va a terminar siendo un canalla”.
El caso es que Aviraneta se retira del proyecto cuando fracasan sus ideas, y las razones que da para no sumarse al movimiento son las que tendría cualquier lector de La cartuja de Parma:

De verdad. Conozco la guerra. Es la cosa más estúpida, más desordenada y sin objeto que pueda hacerse. Todo lo que no se realice en política por la inteligencia y por el cálculo, es perfectamente inútil. ¡La guerra! Unos hombres que van, otros que vienen, la mayoría sin saber por qué; aquí que se corre, allí que se persigue, en este otro lado que se fusila… plan, ninguno…; la casualidad…; no, no; me parece demasiado imbécil.

A fin de cuentas, los hechos de esta novela suceden cuando Stendhal escribió su novela. Por cierto, que en un libro utilísimo por muchos conceptos, Baroja y Francia, José Corrales Egea da cuenta de la admiración que Baroja profesaba por Stendhal, y no le habría venido mal este fragmento último para corroborarlo. En el inventario de libros franceses de la biblioteca de Itzea, Corrales examinó hasta veinte títulos distintos de Stendhal, algunos en primera edición, como es el caso de La Cartuja de Parma. Lo que no acabo de ver yo del todo claro es eso que dice Corrales de que “entre las diferencias” entre uno y otro escritor, “podríamos citar la forma opuesta de elaboración entre ambos autores. En el caso de Stendhal se trata de una composición lenta y laboriosa, lo que da una obra reducida y cerrada, curvilínea en su acabamiento, en su perfecto trazado”. Con eso de “una composición lenta y laboriosa” no creo que se refiera precisamente a La Cartuja, escrita en mes y medio. Precisamente lo que más vincula a Baroja con Stendhal creo que es ese permanente huir hacia delante en la narración, que la novela corra, si no desbocada, por lo menos sí a su aire, y el escritor se limite a sujetar las bridas. 
Pero a lo que íbamos. Mientras Lacy se va a luchar junto a Mina y los demás liberales se suben a los caballos y los realistas los aguardan “dispuestos a matar con una fe digna de buenos cristianos”, Aviraneta se mete a leer a Jomini, a Mignet, a Thiers. Allí se hace mala sangre, siempre convencido de que los demás fracasan por no hacerle caso, de ser un desperdicio para la historia de España.
Pero a los lectores nos parece estupendo que lo releguen porque la escena se puebla con personajes de novela que reaparecen después de sus breves intervenciones en La veleta de Gastizar: regresa León, el marido tarambana de Dolores, cargado de deudas; intriga Choribide, aliado ahora con las damas del Chalet de las Hiedras, recoge información para Calomarde y acerca a sus sobrino tonto, Rontignon, a madama Luxe, a la que de paso enemista con su amiga Aristy. Tilly frecuenta el Bazar de París y allí Delfina vive enredada con Marcos el gascón, que había aparecido fugazmente al principio del libro anterior pero ahora se presenta con una descripción naturalista de los tiempos de La busca:

Marcos era un hombre de una osamenta fuerte, corpulento, la cara ancha, los pómulos salientes, la mandíbula acusada y los ojos claros. Tenía la frente pequeña y arrugada, el pelo rubio, crespo y duro que le entraba como un pico en el entrecejo, las manos velludas y los brazos largos. Era mozo petulante, vestía grandes y anchos pantalones, faja encarnada y boina azul.

Este rudo sujeto vuelve con todo el aire dostoievskiano que le habíamos visto en la presentación. Es la pólvora que dinamita la novela en un final de tragedias que por otra parte tan solo hacen tambalearse la arcadia de Ustaritz, pero no terminan con ella. El secuestro de Miguelito lo resuelve Sherlock Aviraneta en cuatro páginas, y el incendio del almiar no arrasa la casona. El odio de las espías y los enjuagues de Choribide no aniquilan el encanto de las ninfas vascas que se empiezan a pasear por la novela: Grashi Erna, a la que “a veces se la veía en medio del bosque o a la orilla de un arroyo con una guirnalda de yedras o de muérdago en la cabeza, cantando una canción triste”, y Fanchón, “una mujer con un aire selvático; la sangre normanda de su padre mezclada con la vasca de su madre había dado un hermoso producto. Era rubia, blanca, con los ojos azules”. Grashi Erna se parece un poco, otra vez, a la Pamposha de Jaun de Alzate, y Fanchón a la ninfa nórdica de El laberinto de las Sirenas.
Ambas forman parte, también, de una galería de vascos auténticos entre los que destaca el otro héroe, aparte de Aviraneta, que tienen estas novelas, Fermín Leguía. Baroja usa esta galería para enhebrar los días de Ustaritz con el diario de campaña de Lacy, pero dentro del mismo diario pone en boca de Leguía la tremenda historia del vasco Antula. Baroja no solo ha concentrado la materia histórica, bélica, en un diario que parece escrito por Thompson, el que escribió La aventura de Mossolongui, el del soldado culto, valiente como Andrei Bolkonski, melancólico como Fabrizzio del Dongo, pero sobre todo muy inglés, al amparo de la sombra de El Inglesito, un soldado del que no se sabe nunca el nombre pero que siempre destaca por su nobleza, su valor y su inteligencia sin aparato, sagaz. Y así, con toda naturalidad, del fracaso en el campo de batalla un Lacy herido descansa en Vera de Bidasoa, y Baroja termina la pura acción con las mejores descripciones pastorales de toda la novela. El diario de Lacy es intenso, verosímil, y con él Baroja comprime la información que le habría deshecho la novela si se hubiera empeñado en desparramarla toda con el mismo tempo que el resto de la materia.
El tono elegíaco abundará también en el regreso al humo dormido de Gastizar, cuando arrancan la veleta, en una hermosa descripción, con su punto expresionista, que es como la música de los adioses. Quitan la veleta para que no vengan los vientos cortantes, pero con ella desaparecen las brisas de la vida, las antiguas, porque Margarita, la hermana de Tilly, casa con Sampau, el buen amigo que cerró los ojos a Lacy, y la anciana Tilly, buen personaje, con esa coquetería levemente libertina.
Dejo para la antología una descripción del país vasco francés, cuando la veleta ya está a punto de parar. Quizás es ese contraste entre el sosiego de la campiña gala y la escabrosidad umbrosa de la vertiente hispánica lo que en el fondo Baroja quiso pintar.

El otoño es, sin duda, la estación más agradable en el país vasco. El campo, que en verano tiene un manto verde, uniforme, adquiere en otoño una variedad extraordinaria de colores; la hierba, los heléchos rojizos, los arboles con hojas amarillas, todo toma unos tonos fogosos, ardientes. Hay además en el país vasco francés una serenidad, un reposo, que no hay en el español; el paisaje es más abierto, más tranquilo, más soleado, las gentes son más dulces, las campanas que tocan la5 oraciones desde lo alto de las torres son más melancólicas y menos imperiosas, más sentimentales y menos dogmáticas.
Lacy disfrutaba de esta calma, de esta serenidad. Por la mañana al levantarse veía desde la ventana la niebla inmóvil que llenaba el valle de Ustariz, las casas musgosas que echaban humo por las chimeneas y escuchaba las campanas que retumbaban sonoras y acompasadas en el aire silencioso. Luego, a medida que se levantaba el sol, la bruma se deshacía en jirones y se desvanecía dejando el cielo azul. Por la tarde el calor apretaba y al anochecer comenzaba el frió y venían las nieblas erv pelotones blancos rasando el suelo y la superficie de los arroyos a apoderarse de los bosques y de los barrancos.


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