4.12.14

Regreso a la novela larga



         La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830 son dos partes de la misma novela. Las dos aparecieron en 1918, y juntas tienen solo veintitantas páginas más que Con la pluma y con el sable. Las estrategias editoriales aquí juegan una mala pasada a la literatura. Los dos libros, tras el frondoso ramillete de novelas cortas que había publicado después de Con la pluma y con el sable, son un regreso al largo aliento, que en Baroja se nota porque en ellas la narración es como una fruta que va tomando el sol y el aire hasta que madura y se desata la historia principal. Estos largos prólogos pueden ser una descripción de la vida en Aranda de Duero, una larga panorámica napolitana (como será en El laberinto de las sirenas) o, aquí, un retrato, idílico, congelado en las formas corteses y discretamente libertinas del siglo XVIII, un fresco de los habitantes de Ustaritz, pueblo vascofrancés, labortano, cerca de Bayona, a orillas del Nive, como un Bath de andar por el caserío.
            En medio de ese estupendo retrato se van esparciendo las briznas de la historia. La veleta, ese dragón herrumbroso, no se menea cuando la historia se detiene y continúan las tertulias de veteranos revolucionarios y damas austenianas, pero si ruge y chirría y se levantan las tempestades es porque el viento de la historia los vuelve a azotar. Ese viento de la historia es la intentona del general Mina, una acción que se desatará en la segunda parte, en el segundo libro, pero que aquí no pasa de la presentación de algunos personajes y del desconcierto de los preparativos.
            Es, en el fondo, el mito del preparativo. Baroja deja que navegue la novela; la impulsa la certeza de que es el inicio de algo, como se nos pespuntea con las apariciones del general Lacy, uno de los tres jinetes que llega a la casona de Gastizar, buscando aliados para un levantamiento a las órdenes de Mina; pero la novela es una mañana soleada llena de tipos interesantes, y cuando digo interesantes es porque no son solo siluetas: tienen encarnadura dramática, y si Baroja no los hace héroes es porque le sobra material.
            Está la familia Aristy, con su dama digna y elegante y sus dos hijos varones, uno consciente y responsable, Miguel, y el otro artista de la pista, León. Ambos, en sus presencias y en sus ausencias, crecerán durante la novela, el uno en el difícil papel de individuo sensato, el otro en el trágico de artista y donjuán fracasado. Miguel Aristy es como el lugarteniente de Baroja, su punto de vista muchas veces, incluso el narrador de la historia del coronel Malpica, el viejo militar retirado, que aún se atusa sus grandes bigotes blancos pensando en próximas batallas. Es buena su historia, un resumen de novela con una escena final marca de la casa, espléndida de acción y de ironía, la del desafío entre Malpica y su amigo Lanuza, una especie de Otelo vasconavarro que guarda la fuerza –y el sarcasmo- de aquel otro duelo protagonizado por un soldado creo que holandés, en una de las novelas cortas que precedieron a esta. Y eso que ya desde Laferia de los discretos viene habiendo duelos, si no antes.
            Y hay, iluminando el cuadro con sus faldas blancas, multitud de mujeres: aparte de madama Aristy y madama Luxe, que son las reinas (y que discuten, muy a lo Saint-Simon, por el malmeter de terceros), están las chicas finas de la pieza: Dolores, la mujer del artista vividor, o la prima Alicia; pero también están las menos finas, la Martina y la Delfina, que regentan El Bazar de París, un local de mala reputación. La Delfina, por cierto, está liada con Marcos el gascón, un personaje que Baroja deja apostado en esta parte de la novela para cobrar su protagonismo en la parte final de la novela, es decir, de la siguiente novela. Un tipo este Marcos muy atrabiliario y bruto, como aquel antagonista de Zalacaín, con su drama dentro.
            Y están, en una mesa del rincón, los supervivientes de la Revolución, Garat, Choribide y Cucú el rojo, además del tío Juan, otro de los personajes que Baroja deja haciendo guardia hasta que les toque salir. De momento los presenta, a Garat como personaje histórico (el que avisó a Luis XIV de que le iban a cortar el cuello, y buscó refugio en el bosque para el tío Juan); a Choribide como un viejo cínico pintado por Julio Caro, ambos, también, a la espera de que les toque turno. Choribide participará en el cierre de La veleta de Gastizar, y el tío Juan en el de Los caudillos de 1830.
El sistema es cervantino. Dejar personajes vivos por el camino, gente a quien usar en los giros de la acción, con ese suplemento de agrado que da volver a saber de un personaje interesante que desapareció demasiado pronto. Pero se puede hacer bien, dejando a los personajes como disponibles, para usarlos o no, según lo que ocurra, o se puede hacer mal, para que al final parezca que el autor lo tenía todo preparado, cosa que detesto y que ni Cervantes ni Baroja, afortunadamente, se permiten hacer.
Y está, en fin, completando este gran cuadro tardodieciochesco, la galería de tipos vascos, en este caso vascofranceses, pero vascos en cualquier caso, de los que no datan, “los vascos no datamos”, como dice Miguel Aristy en algún momento. Los hay cínicos y resabiados (pero no malas personas) como Choribide, y están los locos y los excéntricos, “que abundaban allí como en todos los pueblos vascos”. Entre ellos me ha llamado la atención Grashi Erna, la ninfa enloquecida, que no habría pintado mal, cuatro años después, en La leyenda de Jaun de Alzate, junto a la Pamposha y alguna otra bacante vasca.
Solo en el libro segundo (página 91, de 156 que tiene), empieza la descripción propia de la acción, porque hasta ahora había sido del marco, de la acción secundaria ficticia que arropa la acción principal histórica. Pero aquí Baroja borda algo que en Con la pluma y con el sable creo que no le salió bien: la proporción entre novela e historia. Creo que es Eusebio Lacy el que, después de aguantar a un ardalión, se queja de que le habían dado “dos horas de política aburridísima”. Eso es lo que ya no hace Baroja. La ficción no solo envuelve sino que determina. Esta es la novela de los Aristy, no del general Mina. Es la novela de la veleta inmóvil, no de los torbellinos. Y sin embargo el ritmo y la disposición narrativa se van acercando a la acción histórica como si fuera la verdadera trama. Así, en el libro segundo, y sin abandonar los tipos de ficción (en especial Tilly, “un tipo de príncipe degenerado de la Casa de Austria”, que luego tendrá un papel relevante en La Isabelina, “un tipo cínico y atrevido, cansado de todo y con un gran desprecio por los hombres”), Baroja traza el retrato de Mina y de las facciones a la gresca de ministas y antiministas.
En medio de este follón de recelos y controversias, Mina es un personaje trágico, lo que le da a Baroja para una declaración de principios dramáticos:

El hombre de acción es el que cree que obra casi exclusivamente por sus propias inspiraciones, el que afirma más su albedrío, el que escoge lo que debe hacer y no debe hacer, y, sin embargo, es el que está más sujeto a la ley de la fatalidad, el que marcha más arrastrado por la fuerza de los acontecimientos.

Mina, sobre todo en la siguiente novela, será el héroe consciente de su fracaso desde antes de empezar. No había manera de ponerse de acuerdo. “De ahí que la Revolución española tuviera tan poco seso. Era una Revolución de Don Juanes y Don Juanes sin éxito”.

El mismo Espoz y Mina, valiente como un león y prudente como un zorro en sus empresas políticas, hombre que sabía disimular la violencia de su carácter con frases ambiguas, era, tratándose de cuestiones personales, de un arrebato impulsivo; a la menor ofensa ardía su alma con una cólera desesperada y furiosa.

Creo que es en Los caudillos de 1830 en donde aparece Aviraneta leyendo a Salustio. No me extraña. Mina está tratado con ese sentido trágico del personaje histórico que animó a Salustio y a Tácito, y eso que a Baroja, decía, no le gustaba. Son personajes enfrentados a un imposible exterior y a otro imposible interior. Parte de sí mismos lucharía contra la irracionalidad de los demás, pero también contra la de sí mismo. También muy a la manera clásica, Baroja presenta a Mina en paralelo con Valdés, como hiciera con Riego y Aviraneta en Con la pluma…, el conflicto permanente entre el militar y el guerrillero, que ya desarrolló a su sabor Baroja a propósito de El Empecinado.
Cuando todo está preparado para que empiece la acción, la veleta vuelve a detenerse. Baroja sigue forrando la historia de ficción, pero ahora el forro es mucho más que el cuaderno de los datos. Baroja pinta con acuarelas desvaídas una bucólica tan clásica que lleva hasta bibliografía, Teócrito, Virgilio, Longo, De Racan, un cuadro en tonos pastel de damas y currutacos, que pasan el día en el campo y siguen jugando a la gallina ciega. Es curioso que en 1918 también publicara Las horas solitarias e Idilios y fantasías. Estaba bucólico don Pío. 
Ahora el retrato de Mina debe permanecer colgado en la pared mientras volvemos a Gastizar, a la Casa de las Hiedras, un pabellón de la casona donde viven los Aristy donde se han trasladado a vivir dos damas circunspectas, la Condesa de Vejer y su sobrina, que a su vez reactivan la trama con un cuento de espías y un inopinado detective: Choribide. Las damas resultan ser la Carolina y La Simona, espías realistas, entre otras varias labores.
Ahí deja Baroja el relato, con las espadas en alto, sin más explicación, pero con la agradable sensación de que su imaginación ya solo usa la historia, no la sigue ni la encuaderna, y de que camina hacia un mundo de personajes en su arcadia y de paisajes simbólicos que crean el idioma del relato antes de nos narre sus acciones. Vamos hacia Jaun de Alzate, pero sobre todo hacia El laberinto de las Sirenas.

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