10.12.22

Ese Madrid


A principios del siglo XX era tan infrecuente como ahora que un escritor se recorriera las zonas más pobres de Madrid, no solo los barrios populares sino también los suburbios sórdidos y peligrosos, para retratar a sus habitantes con la mano redentora de la literatura. Lo había hecho Galdós, antes de que a finales del XIX los flujos migratorios crearan colonias insalubres y desasistidas al sur de la capital, cuando la Ribera de Curtidores era el extrarradio. Y lo hizo, después, Baroja, en un Madrid por el que Galdós no había entrado mucho, en el corazón de la ciudad, el barrio de Jacometrezo y aledaños, que fue demolido para abrir La Gran Vía. Por ese Madrid de callejones inmundos había paseado Baroja para ambientar La busca, y nos da un detallado catálogo de sus antros astrosos en Mala hierba, de la gente de mal vivir, del mismo modo que luego, en Aurora roja, volvemos a lugares humildes y sostenibles, dignos y cuatrocamineros; pero también se había ido a las orillas infectas del Manzanares, a las Cambroneras, a las Injurias, poblados menesterosos, atacados de miseria terminal. Baroja recorrió la hermosa estampa que se veía desde el Observatorio del Retiro, se metió dentro de ella, en sus cuevas, en sus cuartuchos, en sus tabernas. Y es curioso cómo, después de la Gran Vía, a partir de 1910, Baroja ya no toma Madrid como escenario principal, como protagonista, salvo en novelas como El árbol de la ciencia o Las noches del Buen Retiro, que se refieren a una época anterior a la remodelación. Para entonces ya había retratado el Madrid bohemio en Silvestre Paradox, el Madrid de su juventud, al que volvería en sus memorias en páginas especialmente brillantes y reveladoras.
De entre este abundante material ha escogido Carmen Caro un ramillete de textos con los que pasear por el Madrid que vivió y del que escribió Baroja, que no siempre son el mismo Madrid. Del Retiro, Baroja escribía sobre las señoronas del Paseo de Coches o los golfos del Observatorio, pero de viejo paseaba con Azorín por la arboleda. Escribía sobre sablistas y bohemios y sobre las corralas llenas de sábanas tendidas, pero vivía, después de la guerra, en la parte más tranquila y soleada, señorial incluso de la ciudad, la de los Jerónimos y el Retiro, igual que antes había vivido en un Argüelles decorado por el paseo de Rosales y la casa de Campo, en círculos que iban dibujando sus paseos solitarios.

De todo ello hay en estos Paseos por Madrid, que se convierten en una antología del Baroja descriptivo, el que colocaba la palabra más precisa en el lugar más adecuado, quizá tan solo porque «es menos expuesto a decir tonterías el escribir algo concreto y claro» (p. 127), pero también (y eso se nota sobre todo en Mala hierba) porque le movía una, digamos, estética de la constatación, una moral de la observación que siempre he pensado que sacó de Dostoievski (del de las Memorias de la casa muerta, que no deja de ser excepcional). La «curiosidad por la vida pobre» exige respeto y precisión, y quizá sea ese el motivo por el que hasta los personajes más miserables de Baroja están, en cierto modo, redimidos por la exactitud con la que se los describe y la distancia pictórica con la que se los contempla, con esa afición empática que nace de tomarse en serio lo que describe, y no juzgar sino explicar.

En este sentido es un acierto que, además de fotografías actuales y antiguas, y una introducción con el sello familiar que aquí ya comentamos, Carmen Caro haya incluido los maravillosos dibujos a plumilla que hizo Ricardo Baroja para la edición de Caro-Raggio de La busca. Pocas veces uno ha visto dos lenguajes tan compenetrados: los dos la misma economía de recursos, los dos la misma sencillez, los dos la misma consideración por lo que describen, el mismo afecto por las pobres gentes que retratan, una desolación que abriga, una crudeza que acompaña. Es posible que fuera porque los dos veían la realidad con ojos de pintor, aunque uno de ellos solo escribiera. Las enumeraciones de objetos o de personajes siempre se fijan en el detalle que un pintor no pasaría por alto y en una impresión general que ese mismo pintor no debería descuidar. El libro está lleno de estas descripciones, pero este precioso cuadro, escrito ya por un Baroja setentón que recuerda sus años de estudiante, sirve para hacerse una idea:


Desde ese alto del Observatorio se oían silbidos de las locomotoras de la estación del Mediodía próxima; hacia Carabanchel se extendía la llanura madrileña en suaves ondulaciones por donde nadaban las neblinas del amanecer; serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba al cerrillo de Los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes, para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanquedadas por la nieve; sobre los altos y hondonadas del barrio del pacífico se mostraba el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban hasta fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños.


Esta descripción insuperable apenas tiene figuras poéticas al uso, salvo aquellas que representan con más inmediatez, que en todo caso son de uso corriente: las neblinas nadan, los ríos serpentean… El resto es tan preciso como intensamente poético, y el conjunto traslada la impresión sutil y comprensiva que nos trasladaría un fresco de su hermano Ricardo.

Sus obras a plumilla están acompañadas por una interesante colección de fotografías de la época de la que habla Baroja y de lo que hoy en día queda del Madrid que pisó él. El color de sombras claras de Madrid, del Madrid del barrio de los Austrias y de la Latina, del Retiro y de Atocha, de la Puerta del Sol y del barrio de Ópera, el Madrid de las plazas y las fuentes y los nombres que no hablan de personajes sino de oficios, de cosas, y que, según Baroja, son los únicos que se recuerdan; ese Madrid que aún se puede pasear y todavía huele a la nostalgia barojiana, en el que perderse lejos del tráfago y al tiempo sentir su latido, acompaña los textos de Pío y las ilustraciones de Ricardo con la misma cercanía misteriosa, esa calidez de las primeras luces o de los atardeceres encendidos que da la impresión, a pesar de todo, de que Madrid no es una ciudad tan cruel. 


Pío Baroja, Paseos por Madrid, ed. Carmen Caro, Caro-Raggio, 2022, 165 p.

3 comentarios:

  1. Anónimo7:42 p. m.

    Es una lata que no se pueda poner un like...

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  2. Anónimo9:36 p. m.

    Las mejores polaroids las hizo Sánchez Ferlosio.

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  3. Soy un lector de Baroja y tu entrada me reafirma en dicha labor. Vale la pena

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