31.8.23

Pompas de satén


En un artículo dominical leí el otro día la historia de Vita Sackville-West, una mujer a la que yo vinculaba con la pandilla de Bloomsbury —dice Leon Edel que fue amiga de Virginia Woolf— y que ajardinó el castillo de Sissinghurst, en Kent, donde se supone que escribió Los eduardianos. Así que, como llevaba unos días en el 1905 francés, decidí cruzar el Canal de la Mancha y leer esta entretenida novela british, llena de mansiones campestres y mantelerías de hilo, de amoríos escandalosos y sirvientes envarados. Los eduardianos se escribió en 1930, e importa la fecha porque, primero, hacía veinte años que los felices años de la pompa y circunstancia ya se habían terminado. En Los eduardianos ya se habla desde la distancia, desde eso que ahora llamamos placeres culpables, es decir, el gusto de recrear el lujo y la ostentación ociosa como el grandioso crepúsculo de lo que no solo no ha de volver sino que no debería volver. Sin embargo, ¿qué es más hipócrita, el mundo de señores y criados que describe esta novela o el empeño de presentarlo como algo caduco y criticable? Si te lo pasas tan bien contando los preparativos de una fiesta de aristócratas, ¿por qué incluir siempre a un personaje que los desprecie y rellene unas cuantas páginas con soflamas anticlasistas? Es el caso de Los eduardianos. La ambientación brilla del placer de quien la describe minuciosamente y al mismo tiempo larga una filípicas muy cool sobre lo pasado de rosca de ese mundo antiguo. En 1945, Evelyn Waugh, en una novela mucho mejor que esta, Retorno a Brideshead, lo llenaría todo de intensa melancolía, nada de juegos de salón, y eso que no solo por la coincidencia en el nombre del protagonista, Sebastian, y algún que otro detalle más, Brideshead nos resuena más de una vez en las páginas de Los eduardianos, como si hasta cierto punto Waugh se hubiera inspirado en ella.
Pero la de Vita Sackville-West, aparte de muy bien escrita (los repertorios de detalles de ambientación, bien ordenados, siempre brillan como el jaspe, también en una buena traducción), tiene dos lagunas que la convierten en una novela floja, tan superficial en su construcción como el mundo que nos describe. Aparte del truco de criticar lo que se goza, los personajes se quedan en su acartonado proceder. El joven Sebastian se siente amordazado en el lujo de la mansión Chevron, en el despampanante derrochar de su señora madre, y es como esos chicos que juegan al peligro sin atreverse a dar un paso de verdad. Más que un personaje trágico, es un muñeco zarandeado que juguetea con diferentes tipos de mujer: la aristócrata Sylvia, amiga de su madre y mucho mayor que él; la buena burguesa Teresa, pazguata mujer de un médico; la hija pobre del guardabosques, a la que tan solo se menciona, y Phil, la bohemia libre, pintada con trazo grueso y despachada en muy pocas páginas, como si la autora se hubiera cansado de desarrollarla, a ella y a la hija del guadabosques, como había desarrollado a las otras dos. Esta condición de muestrario social acartona un tanto el desarrollo de la novela, que por lo demás se intenta sostener sobre los hombros de un personaje poco verosímil, el aventurero Anquetil, que solo aparece para enamorar por carta a la hermana de Sebastian y echarle algún que otro discurso al joven aristócrata. Estos sermones de autor siempre quedan mal, y en este caso dejan el argumento en la apariencia hueca de la ambientación.

No es de extrañar, en fin, que la faja de propaganda con que se vende el libro se dirija a los fans de Downton Abbey, por la misma razón que una y otra vez explica la autora en la novela: a la gente le gusta el espectáculo del boato, el lujo ajeno, el sueño posible, guardar cola durante horas para ver pasar los penachos flotantes de la coronación, aquí descrita con un cierto exceso puntilloso, sobre todo por lo rápico y sacado de la manga (y moralizante) que resulta el final. En Gran Bretaña es un género consolidado, tanto en lo que tiene de serie (del año 71 leo que es la célebre Arriba y abajo, de la que había una versión en papel en las estanterías españolas) como en lo que tiene de novela, desde las primeras de Forster hasta las memorias de una cocinera de la época.

Puede parecer, en fin, que la novela es decepcionante. No, siempre y cuando uno no vaya buscando lo que no hay, ni tenga reparos en abandonarse al mobiliario exquisito, al ejército de sirvientes, a esa aristocracia campestre que formaba un pequeño mundo rígidamente concebido. Hasta los niños de los colonos que acuden a recibir su regalito el día de Navidad son nombrados por el orden jerárquico de sus papás. No falta la abuela ancient régime, defensora de la esclavitud y de los toscos modales, ni el coro de cacatúas que cotillean a la hora del té, ni el caballero inglés engañado por su esposa que es capaz de tragarse su orgullo para no desvirtuar las exigencias de su clase, ni, en fin, el viejo leñador que da las gracias a su señor por el aguinaldo mientras arruga la gorrilla entre las manos. Para un diseño de producción, la novela abunda en rápidas escenas de preparativos, esas que lucen tanto en las películas de James Ivory, y no hay tela, corte, sombrero, carroza o patrón que no esté minuciosamente descrito por la autora. Bien es cierto que todo viaja en una prosa firme y brillante, precisa y enjoyada, poética e intelectual. Nunca dejamos de ver a la mujer liberada que se ríe de los prejuicios posvictorianos mientras escribe en su castillo privado y contempla el hermoso jardín que ha creado, junto a su cómplice y marido, en mañanas de lectura y tardes de paseo. Es ella, la dama Bloomsbury, la amiga de Virginia Woolf, la que escribe en el alto estudio del castillo de Sissinghurst, la verdadera protagonista de esta novela. A ser como ella, al menos, aspiran casi todos los personajes femeninos.


Vita Sackville-West, Los eduardianos, trad. María Luisa Balseiro, Tusquets, 2019 (3), 309 p.

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