28.6.24

El dato y el recuerdo


De John Banville uno siempre ha disfrutado su prosa elegante, su refinamiento y exquisitez, sobre todo a partir de El intocable, como si la figura sobre la que trata la novela, Anthony Blunt, el elegante y refinado y exquisito asesor de arte de la reina de Inglaterra y, en sus ratos libres, espía soviético, hubiera empapado al autor de tal manera que después de aquel libro, siempre que leo una novela suya, me imagino a un distinguido sibarita que va escogiendo las palabras como el aristócrata que selecciona una docena de rosas frescas de entre su inmensa rosaleda particular. Y tengo que decir que con eso me basta, es decir, con leer párrafos como este:

Estoy convencido, y ningún experto podrá convencerme de lo contrario, de que los ladrillos con los que está construido gran parte del Dublín georgiano tienen una cualidad única y especial. La genta habla de casas de «ladrillo rojo», pero de rojo nada: los colores varían del rosa pálido, pasando por el amarillo cadmio y el amarillo ocre, a un rosa intenso con textura como de tiza, y siena tostado, con manchas, minúsculas manchas, de un azul purpúreo oscuro extrañamente acuático y brillante, que parecen distinguirse tan solo bajo la luz de ciertas tardes de finales del estío. Los matices cambian sutilmente a cada hora del día, desde una palidez acuosa a primera hora de la mañana hasta la negrura encendida del crepúsculo. Y cuando llueve, ¡ay!, cuando llueve los ladrillos relucen y brillan como los costados de un caballo de carreras al galope. Incluso de noche exudan un leve resplandor céreo, que les da a las casas un aspecto hermético y misterioso, como si estuviesen meditando y difiriendo los acontecimientos del día en la calle de abajo, de los que fueron testigos mudos y atentos. Y los grandes ventanales, cómo relumbran y centellean, iguaal que un horno, cuando les da la luz, sobre todo en la salida y la puesta del sol, cuando parecen ser ellos mismos la fuente de su propio resplandor.


Lo mejor de La alquimia del tiempo son sin duda estos pasajes, algunos casi excesivos, como cuando habla del olor de Stephanie, la muchacha que dejaba besarla al narrador«seca y castamente», y que «tenía un olor embriagador, como a pétalos de rosa empapados de leche un poco agria». Y todos ellos están en la parte más íntima de esta guía dublinesa que acaba de publicar John Banville, Un memoir dublinés, como reza el subtítulo de la portada, centrado, en parte, en una lamentablemente breve parte, en sus recuerdos de primera juventud, cuando soñaba con ir del pueblo a la ciudad, o cuando empezó a vivir en ella, en casa de su anciana tía, o cuando conoció a esa muchacha de tan complejo aroma (y compleja familia, y compleja situación sentimental), es decir, antes de ser un escritor conocido que acudía a cócteles con otros escritores conocidos y le eran franqueadas las puertas más selectas de la arquitectura dublinesa. Porque el memoir se convierte en guía para turistas VIP cuando Banville pasea en el MG de 1957 de su amigo Cicero. Dicho sea de paso, alguien ha cometido un error al decir que el MG biplaza tenía 1275 caballos; ni siquiera el prototipo que casi alcanza los 400 km/h, una especie de nave espacial terrestre, llegaba  a los 300 caballos. Pero, sea como fuere, Banville y su amigo, a lomos del biplaza supersónico, recorren rincones ocultos de Dublín, solo accesibles en las páginas eruditas y polvorientas de alguno de los libros que cita en la bibliografía, y por más que algunos de estos lugares, por ejemplo, allí donde se conserva la estatua de Nelson, guinda de la enorme columna de O’Connell street que el IRA hizo saltar por los aires, o los antiguos canales del Lyffey, escondidos bajo arboledas ya maduras, o los diferentes parques, siempre llenos de matices, por los que se pasean los amigos en busca de delicatessen históricas; por más que resulten curiosos y se presten a la fragante prosa de Banville, lo cierto es que uno disfruta más de lo íntimo, de lo personal, de aquellas coincidencias casi austerianas por las que el autor se reencuentra con un pasadizo que, cualquiera sabe por qué, su editora norteamericana utilizó para ilustrar la primera entrega de Benjamin Black, el doble noir de Banville, o la ciertamente buena historia de su casi novia Stephanie y su extravagante familia, o esa metáfora, manida pero siempre sugerente, de la cicatriz que se hizo de niño con el pilote que sujetaba un arbolillo recién plantado y que ahora, setenta años después, es un roble majestuoso. Suele ocurrir que los libros de memorias son más interesantes cuando lo que se cuenta pertenece a una época o una situación en las que el autor no era nadie, no alternaba con glorias nacionales ni le preparaban visitas privadas a lugares con una historia preservada de los ojos putrefactores del ciudadano común, y este caso no es una excepción. 

Viví en Dublín a finales de los 80, y de aquella maravillosa experiencia solo he encontrado en este libro algunos lugares inevitables (los parques, Trinity…), algún que otro pub y, sobre todo, The Winding Stair, un restaurante donde el autor va a comer con una amiga italiana, y que en mi época dublinesa era un delicioso book-shop café donde pasé, sentado junto al ventanal que da al Half Penny Bridge, sobre el río Lyffey, un montón de horas inolvidables, y a donde he regresado varias veces y me alegra mucho que siga en pie. El resto es una colección de sitios inaccesibles para quien no sea John Banville, entonces y ahora, aunque siempre se puede recurrir a la bibliografía de la que, como he hecho yo en esta reseña, el autor cita párrafos más extensos de lo habitual. 

Así que, terminado el libro, uno vuelve a leer la cita promocional de la solapa, esta vez de Richard Ford, y entiende el sibilino doble sentido con el que está, por esta vez y sin que sirva de precedente, tan honesta como inteligentemente buscada: «El paseo literario por el que nos guía Banville, siempre entretenidísimo, a lo largo de las calles y los oscuros pasadizos de Dublín es para no perdérselo. Ya solo las frases de La alquimia del tiempo valen la entrada». Las frases, sobre todo las frases. El resto, o al menos la parte de anecdotario erudito que llena demasiadas páginas, sería un pelín decepcionante.


John Banville, La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés, trad. Miguel Temprano, Alfaguara, 2024, 189 p.

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