4.6.24

Lo que son las prisas


No soy muy amigo de esos finales premiosos que se empeñan en mantener hasta la última línea el ritmo sosegado del comienzo, pero tampoco de aquellos otros en los que parece que el autor se ha cansado del relato minucioso y tiene prisa por terminar. Es lo que ocurre con Eugenia Grandet: cuatro quintas partes llenas de asientos contables, letras del tesoro, inversiones en bolsa, luises, francos, escudos, el forro de haberes con que Balzac envuelve al insoportable vinatero Grandet para que odiemos a fuego lento a un avaro de retablillo, y luego, precipitadamente, los personajes empiezan a morirse en dos líneas y la trama se convierte en resumen, taquigráfico en ocasiones, hasta el punto de que, teniendo en cuenta el brío de la prosa balzaquiana, hay muertes tan fugaces que hasta pasan desapercibidas, sin ir más lejos la que deja viuda a la protagonista.
La novela parte de un planteamiento muy Molière. Balzac carga las tintas con un avaro repulsivo, un vulgar tonelero, como esos otros personajes suyos que se hacen ricos sin serlo por su casa, que esclaviza a su mujer, la ilota, y se desentiende de que tiene una hija, Eugenia, que quizá piense y sienta por sí misma. Las dos mujeres temen al astuto e inmensamente avaro padre, y se refugian en la criada, Nanon, de la estirpe de la nodriza de Julieta, contrafigura del corazón encallecido, como diría Flaubert, que tiene el padre. 

Hasta que la novela da el primer giro argumental importante se consume casi la mitad en recalcar con todo tipo de números contables la condición miserable de Grandet, quizá interesante para saber cómo funcionaba la economía francesa del momento, pero un poco excesivo por cuanto todo suena a comedia un tanto inflada, como si sobre una partitura representable Balzac se durmiera en la suerte. Hay pasajes que, sin dejar de tener esa inquieta hermosura de Balzac, dan idea de cómo recurre a la amplificatio: 


Y cuando Nanon roncaba hasta hacer temblar los techos, cuando el perro lobo vigilaba bostezando en el patio, cuando la señora y la señorita Grandet estaban completamente dormidas, era allí sin duda donde el extonelero encerraba para mimar, acariciar, abrigar y regodearse con su oro.


Y así sucesivamente, con una inercia convencida de la gracia que debe de producir en los lectores echar más papel contable sobre el fantoche, hasta que entra una acción algo más novelesca con la visita del primo Charles y el enamoramiento desatado por parte de Eugénie. Hasta entonces la hemos visto como a la hija sosa y difícil de casar, quizá por demasiado interesante: «Alta y robusta, no tenía nada de lo bonito que gusta al vulgo, pero era hermosa, con esa hermosura tan fácil de reconocer y de la que solo se enamoran los artistas». Pero Charles, pese a ser un petimetre, un dandi lechuguino, hijo de papá, no ve en ella nada más interesante que el floreo habitual hasta que su padre, hermano del avaro Grandet, pierde su fortuna, cae en desgracia y se suicida dejándolo sin un clavel. 

Es entonces cuando asistimos a un inicio de rehabilitación de Charles que en el fondo no es tal. Después de unos cuantos días abatido, llorando como un poeta («Ese joven no sirve para nada; piensa más en los muertos que en el dinero», dice su avariento tío), Charles termina por hacerse cargo de su situación y desatar desmelenadamente los sentimientos de Eugénie. El padre no solo no siente la muerte de su hermano, que se levanta la tapa de los sesos, sino que la ve como una oportunidad de hacer negocio con los acreedores que se arremolinan en torno a su cadáver para cobrarse las deudas. Pero lo que siente la hija es un ataque de desprendimiento y de piedad. «El padre y la hija habían coincidido, pues, en hacer el balance de sus fortunas respectivas; él para ir a vender su oro; Eugénie para arrojar el suyo en un océano de cariño».

De modo que el padre logra pulirse al sobrino, al que envía a que se busque la vida por el mundo, y de paso entra en trance obsesivo castigando a su hija, por haber intentado ayudarlo con sus ahorros, y provocando la enfermedad que llevará a su esposa a la tumba. Son las páginas, quizá, más intensas de la novela, cuando Eugénie, encerrada a pan y agua, se aferra a un sentimiento que tampoco se merece su primo Charles, pero a ella la conmueve «el vislumbre de un lujo visto a través del dolor», según una definición que da Balzac de las mujeres y que merece la pena copiar entera:


En cualquier situación tienen las mujeres más motivos de dolor que, colocado en la misma, tendría el hombre, y padecen más que él. El hombre tiene su fuerza y el ejercicio de sus facultades, y obra, va, viene, se ocupa en algo, piensa, considera el porvenir, y encuentra en todo esto motivos de consuelo. Esto es lo que hacía Charles. Pero la mujer se queda y permanece frente a frente con la tristeza, de la cual nada la distrae; desciende hasta el fondo del abismo que el dolor ha abierto, lo mide, y a menudo lo colma con sus lamentos y lágrimas. Esto es lo que hacía Eugénie. Comenzaba a iniciarse en lo que iba a ser su destino. Sentir, amar, sufrir, sacrificarse, será siempre el resumen de la vida de las mujeres.


    Y Charles, en efecto, se busca la vida, primero comerciando con esclavos, y luego casándose con la heredera de Aubrion. Su prima queda al margen, como si formara parte de la chatarra sentimental que dejó de lado al morir el padre. Y Eugénie, en un alarde de dignidad no sé si bien o mal entendida, gasta una parte de la enorme fortuna que, después de todo, le deja su padre para salvar el honor de su primo, y se casa sin amor con un pretendiente que le ayuda a gestionar esa fortuna unas pocas páginas, hasta que se muere. La verdad es que, después de la muerte de la madre, que aún tiene suficiente espacio dramático para que nos hastiemos de la insensibilidad del padre, las otras muertes se suceden en un derrumbamiento de la trama que solo deja en pie el inmarcesible virtud de Eugénie, entregada a los demás en su lago mustio de dinero. La que nos empezó pareciendo un poco boba, por demasiado enamoradiza, por no ver a los mangantes que la rodeaban, nos termina pareciendo como esos personajes que por ser fieles a sí mismos en contra de la opinión general terminan triunfando más allá incluso de lo que pretendían, en este caso el triunfo de la viudez (porque el marido se le muere en un abrir y cerrar de ojos) y de la sororidad con su querida Nanon. Que todo esto fuera ya inventario del material sobrante habría que verlo. Uno echa en falta un poco más de desarrollo en el regreso de Charles y en la actitud que toma Eugénie al final. Quizá la rapidez con que Balzac lo resuelve todo responde a que la función ya había terminado y el retrato del avaro provinciano y los cocodrilos del vecindario ya estaba más que listo. Pero quedaba Eugénie, quedaba ese atractivo que solo sienten los artistas y que queda como una fábula moral, como si al título hubiera que añadirle algo así como o la virtud hasta el fin, lo que no sé si dice mucho en favor de la heroína.


Honoré de Balzac, Eugénie Grandet (La Comedia humana, vol. VI, p. 287-504), trad. Aurelio Garzón, Hermida Editores, 2017, 761 p.

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