10.6.24

La odalisca mojigata



La familia de León Roch
es la última de las llamadas novelas de tesis que forman la primera época de Galdós, la que se corresponde con la década de los 70. Pero su siguiente pieza ya es la impresionante La desheredada, principio de una serie en la que figuran varias de las mejores novelas jamás escritas en nuestra lengua. Es interesante leer La familia… desde esta perspectiva: qué tiene de novelas como Doña Perfecta y qué anuncia lo que culminará en la grandiosa Fortunata y Jacinta. 
León Roch es un personaje un tanto inmóvil y otro tanto palabrero, un geólogo aficionado, rico por su casa, que se casa con la hija de los marqueses de Tellería, de los que volveremos a saber el La de Bringas y en Lo prohibido, donde se dedican a lo mismo que aquí, a sablear a todo el que se deja para mantener una vida de lujosas apariencias sin pagar a los tenderos que les dan de comer. Estos Tellería (ella, Milagros, estrepitosa y falsa; él, Agustín, un pelandusco sin dignidad) tienen tres hijos que, casualidades de la historia, recuerdan a otra novela que muy lejos de aquí solo tardará un año en salir. En la de Galdós, los hijos son un místico moribundo, un señorito perdis y un político taimado, que a uno le recuerdan a veces a los Karamázov. Pero la hija, María Egipcíaca, la mujer de León Roch, está carcomida por la beatería que ha destrozado su matrimonio, aunque nunca termina de quedar claro si lo que la llevó a los cirios no fue la falta de ardor de su marido…

El problema, el conflicto, la cosa, es que hay otra. Mientras María Egipcíaca se viste en su palacete con sayas de estameña, León Roch, entre préstamo y préstamo a la familia de vagos, se reencuentra con un amor de la infancia, Pepa, heredera, nada menos, que de los marqueses de Fúcar, y casada con un pájaro de cuenta, Federico Cimarra, al que no le falta el adorno de ningún vicio ni la mancha de ningún defecto. Hasta aquí, el lector navega entretenido por las semblanzas de las dos familias y de la nube de moscones meapilas que siempre están al quite para meterse donde no los llaman (Pilar San Salomó, cotilla maledicente que se entiende con Gustavito Tellería; el cura Paoletti, renacuajo que pastorea a las damas del lugar…), e incluso disfruta de algunos pasajes digamos que costumbristas donde aparece el gran Galdós al que acostumbramos, por ejemplo el de la corrida de toros pasada por agua. Pero, en fin, llega la cosa, después de muchas páginas algo premiosas en las que, todo hay que decirlo, sobran parlamentos de alta comedia y de libro de horas. El propio Roch se hace pesado porque cada vez que habla tiene razón, defiende su racionalismo darwiniano frente a la parálisis retrógrada y beata, pero lo hace con tal caudal de retórica castelarina que tira un poco para atrás. También María, adoctrinada por el cura enano, suelta tediosas homilías hasta que se cruza en su vida mística un sentimiento demasiado humano: los celos. La novela se revoluciona el día que decide quitarse los andrajos místicos y ponerse guapa para ir a por su hombre, que se ha ido a vivir puerta con puerta con su casi amante, Pepa, y la hija que ella tuvo pero no él, víctima, además, del garrotillo, del que casi milagrosamente se salva y eso une a su madre y a León como ya no sospechaban. A todo esto, el marido de la Pepa está en América, como corresponde al que sobra.

Lo mejor de la novela es ese arranque de María, ese ponerse divina de la muerte, nunca mejor dicho, e ir a reclamar a su marido. Es lo más Fortunata, lo más intenso y creíble, porque es el único momento en que el personaje no responde a lo previsto, y en su desatado rebelarse arrastra las conductas de los otros. Pero también es lo peor, porque a María, allí mismo, en las dependencias un poco tétricas del palacio de los Fúcar, le da un soponcio y, después de una agonía muy larga y perorada, muere para que todo se líe de culpa y de luto. Por cierto que las páginas de su velatorio podría haberlas escrito un buen decadentista de los que aún sahumarían la literatura durante las siguientes décadas.

Y con su muerte, y al mismo tiempo, la novela se pierde un poco en el terreno del folletín, del dramón aparatoso y de la alta comedia: el marido de Pepa, del que se creía que había muerto en un naufragio, está vivo y colea para sacar los cuartos a su mujer y, sobre todo, a su suegro. La familia Tellería quiere hacer lo mismo a cuenta de la hija fallecida, todo entre discursos y explicaciones, hasta que Pepa (el mejor personaje de la novela junto con María, y esta solo cuando la dejan) pone a León Roch en el disparadero de no ser un cobarde, algo que, curiosamente, no consigue en esta novela pero sí sabremos que ha conseguido en Lo prohibido, cuando se nos dice que ambos han dejado Madrid y se han largado a vivir a Pau. Pero aquí Roch es un hombre atormentado y sin arranque, un tipo que con frecuencia uno no se explica por qué aguanta lo que aguanta, si porque en el fondo es otro reaccionario más que no soporta los escándalos, o simplemente porque no se atreve a tener que pelear por su propia libertad. En la lucha entre pigmaliones, ni él libera a María de la tiranía santurrona ni ella a León de su impiedad libresca. Esta es una historia de un matrimonio que no se entiende, que no debió ser, que se sustenta en el atavismo de la posesión sentimental, por parte de ella, y de un sentido algo mezquino de la caballerosidad por parte de él. Pero el tema es que ese tipo de matrimonios eran —y son— un error.

En todo caso, tanto los discursos teatreros como esa inmovilidad acartonada desaparecerán para siempre con La desheredada, lo que quiere decir que algo debió de intuir el propio Galdós sobre lo que no funcionaba en La familia de León Roch. Si lo que se propuso es dar un repaso a la miserable sociedad aristocrática madrileña, a los arribistas y especuladores de la moral y del dinero, a los perdonavidas y a los mojigatos («odalisca mojigata», llama Galdós a María Egipcíaca, y es un resumen exacto), la verdad es que lo consigue, pero todavía desde esa perspectiva de tesis con la que ya lo hizo en Doña perfecta, con personajes detenidos en su condición, representantes de un tipo de ser. Y sin embargo los mimbres frescos de sus más grandes novelas asoman ya entre las etiquetas de la porcelana antigua. 

Unas palabras sobre la edición de Íñigo Sánchez Llama para la editorial Cátedra. Es un desastre. Al margen de una introducción árida y repetitiva en la que insiste en el krausismo neokantiano de Roch (con sus inevitables derivadas del sexismo patriarcal postisabelino y la crítica al neocatolicismo de la época), pocas veces he leído un texto con tantísimas erratas, faltas de ortografía, errores de compaginación, notas gratuitas, la inmensa mayoría citas del DRAE para palabras corrientes y molientes (azahar, acequia, ambrosía, constelación, tronado, yermo, cerril, ornitología, costurón, empréstito, trípode, alabastro, y un larguísimo etcétera), cuando no dedicadas a adelantar la trama o a repetir de todas las formas posibles el conflicto entre racionalismo y reacción, y con fallos tan poco decorosos como pensar que el Grande Oriente debe de ser el nombre de un café madrileño, sobre todo si en la línea anterior ha aparecido la palabra logia, o que, en un ambiente taurino, Aleas es un pueblo de Guadalajara. Algunos errores parecen trampas de corrector informático («ratifícales» en vez de artificiales, por ejemplo; pero también «matón» en vez de mantón), pero lo más grave es que el editor ignora cómo se usan los puntos suspensivos, que nunca sustituyen a una coma ni a un punto y coma, o falla con frecuencia en la acentuación de los pronombres y adverbios en función completiva qué y cómo, cuando no en los pronombres personales (tu —como pronombre personal— y aparecen varias veces), por no hablar de las confusiones con los diacríticos o de que usa las mayúsculas como bien le peta; pero, eso sí, sofoca el texto con notas textuales, como si hubiera hecho colación con la editio princeps de un manuscrito medieval.

La editorial Cátedra tiene demasiado prestigio como para colar este tipo de trabajos tan mal hechos. Lo principal es un texto limpio, acorde con las normas ortográficas actuales y con la mejor edición disponible, sin tanto diccionario manual ni tanta aclaración superflua. La nota 500 da idea de lo que uno puede encontrarse cuando baja la mirada: 


«Haut Sauternes: En francés en el original. Según nos indica amablemente el profesor de literatura francesa de Purdue University, Thomas Broden, «Sauternes» es una localidad francesa situada en el Departamento de la Gironda, cerca de Burdeos, donde se produce un famoso vino dulce de mesa. «Haut Saurternes» remitiría entonces al ámbito geográfico más «alto» de la región próximo [sic] al río Garona.


El tal Thomas Broden parece el guía espiritual del editor, porque en la nota 182 ya nos había dicho lo siguiente:


Poste restante: En francés en el original. «Diraección a remitir». Según nos indica el profesor de literatura francese de Purdue University, Thomas Broden, el sistema del «poste restante» —«posta restante» en italiano»—[sic] consiste en dar el nombre de una persona y la ciudad en la que se encuentra. Advertido por la oficina de correos cuando ésta recibe conrrespondencia a su nombre, el destinatario paga la tasa correspondiente y puede recoger entonces el envío.


Con «contra reembolso» ya nos habríamos apañado. Los Tellería eran menos petulantes. Y, además de amigos ilustres, tenían mapas.


Benito Pérez Galdós, La familia de León Roch, ed. Íñigo Sánchez LLama, Cátedra, 2003, 663 p.

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