Cuaderno de verano, 73
Agosto es domingo, septiembre es lunes. Tuve una compañera de trabajo que era feliz cuando llegaban estos finales de verano, quizá porque su oficio le gustaba y en vacaciones lo acababa echando de menos, algo que a mí siempre me produjo envidia, hasta el punto de dividir al género humano entre aquellos que quieren que llegue el sábado, o las vacaciones, o la jubilación, y aquellos otros que seguirían acudiendo al trabajo hasta que se cayeran de viejos, y que se deprimen cuando los obligan a retirarse, algunos incluso protestan y recogen firmas para que los dejen seguir en la brecha. Eso es vocación, o suerte, no sé.
Yo nunca caído en esos patetismos. Hay cerca de casa un labrador que de vez en cuando anuncia que va a quitarse los animales. Hace unos meses desaparecieron las cabras, y el hombre, algo mohíno, me comentó que a sus ochenta y tantos años y con tres infartos a las espaldas ya no estaba para esos trotes, que sólo se iba a quedar con las gallinas, los conejos y algún cordero. Esta mañana he visto que una parvada de pavos iba rondando al lado del corral. Al saludarlo desde el camino me ha dicho, como disculpándose, que iba a criarlos para Navidad pero que ya eran los últimos, que ya no iba a criar más. La brisa que venía de los árboles del río era más fresca que otros días, y el hombre se ha frotado los brazos como diciendo que ya se giraba frío. «¡Ya estamos en setiembre!», me ha dicho, con una sonrisa en los ojos, mientras cortaba mielgas con la corbella para echárselas a los conejos y el viento nos perfumaba desde un bancal de cilantro que ha puesto otro vecino cerca de allí.
Dice el parte que el calor no ha terminado, que este fresco es un descanso, un aflojar la mano para que cojamos aire. Camino adelante pensaba que este hombre siempre me dice que va a dejarlo todo cuando estamos en lo peor del verano, con el tedio dominical de agosto, cuando en vez de ir a echarles a las gallinas se tiene que poner la ropa buena para ir a misa. El Pastor de Andorra, que recorrió medio mundo cantando jotas, se negó a ir a Nueva York porque todavía le estaban pariendo las ovejas. No era sentido de la responsabilidad. Era septiembre, era lunes.
Yo nunca caído en esos patetismos. Hay cerca de casa un labrador que de vez en cuando anuncia que va a quitarse los animales. Hace unos meses desaparecieron las cabras, y el hombre, algo mohíno, me comentó que a sus ochenta y tantos años y con tres infartos a las espaldas ya no estaba para esos trotes, que sólo se iba a quedar con las gallinas, los conejos y algún cordero. Esta mañana he visto que una parvada de pavos iba rondando al lado del corral. Al saludarlo desde el camino me ha dicho, como disculpándose, que iba a criarlos para Navidad pero que ya eran los últimos, que ya no iba a criar más. La brisa que venía de los árboles del río era más fresca que otros días, y el hombre se ha frotado los brazos como diciendo que ya se giraba frío. «¡Ya estamos en setiembre!», me ha dicho, con una sonrisa en los ojos, mientras cortaba mielgas con la corbella para echárselas a los conejos y el viento nos perfumaba desde un bancal de cilantro que ha puesto otro vecino cerca de allí.
Dice el parte que el calor no ha terminado, que este fresco es un descanso, un aflojar la mano para que cojamos aire. Camino adelante pensaba que este hombre siempre me dice que va a dejarlo todo cuando estamos en lo peor del verano, con el tedio dominical de agosto, cuando en vez de ir a echarles a las gallinas se tiene que poner la ropa buena para ir a misa. El Pastor de Andorra, que recorrió medio mundo cantando jotas, se negó a ir a Nueva York porque todavía le estaban pariendo las ovejas. No era sentido de la responsabilidad. Era septiembre, era lunes.