1.9.25

Septiembre

 Cuaderno de verano, 73


Agosto es domingo, septiembre es lunes. Tuve una compañera de trabajo que era feliz cuando llegaban estos finales de verano, quizá porque su oficio le gustaba y en vacaciones lo acababa echando de menos, algo que a mí siempre me produjo envidia, hasta el punto de dividir al género humano entre aquellos que quieren que llegue el sábado, o las vacaciones, o la jubilación, y aquellos otros que seguirían acudiendo al trabajo hasta que se cayeran de viejos, y que se deprimen cuando los obligan a retirarse, algunos incluso protestan y recogen firmas para que los dejen seguir en la brecha. Eso es vocación, o suerte, no sé.
Yo nunca caído en esos patetismos. Hay cerca de casa un labrador que de vez en cuando anuncia que va a quitarse los animales. Hace unos meses desaparecieron las cabras, y el hombre, algo mohíno, me comentó que a sus ochenta y tantos años y con tres infartos a las espaldas ya no estaba para esos trotes, que sólo se iba a quedar con las gallinas, los conejos y algún cordero. Esta mañana he visto que una parvada de pavos iba rondando al lado del corral. Al saludarlo desde el camino me ha dicho, como disculpándose, que iba a criarlos para Navidad pero que ya eran los últimos, que ya no iba a criar más. La brisa que venía de los árboles del río era más fresca que otros días, y el hombre se ha frotado los brazos como diciendo que ya se giraba frío. «¡Ya estamos en setiembre!», me ha dicho, con una sonrisa en los ojos, mientras cortaba mielgas con la corbella para echárselas a los conejos y el viento nos perfumaba desde un bancal de cilantro que ha puesto otro vecino cerca de allí. 
Dice el parte que el calor no ha terminado, que este fresco es un descanso, un aflojar la mano para que cojamos aire. Camino adelante pensaba que este hombre siempre me dice que va a dejarlo todo cuando estamos en lo peor del verano, con el tedio dominical de agosto, cuando en vez de ir a echarles a las gallinas se tiene que poner la ropa buena para ir a misa. El Pastor de Andorra, que recorrió medio mundo cantando jotas, se negó a ir a Nueva York porque todavía le estaban pariendo las ovejas. No era sentido de la responsabilidad. Era septiembre, era lunes.

Fresco interior


Una mezcla feliz de intuición y casualidad me llevó a internarme en este libro. Iba buscando lecturas frescas sobre el verano, valga la paradoja, y un cierto tono relajado que solemos vincular a la literatura japonesa. El hecho, además, de que La casa de verano hablara sobre arquitectura me terminó de decidir. El resultado ha sido una lectura placentera, más bien poco veraniega, en la medida en que todo sucede en un ambiente en el que no hay nada asfixiante; incluso, de vez en cuando, hay que encender fuego.
En la década de los 80 del siglo XX, un estudio de arquitectos deja su sede de Tokio durante el verano para marcharse a las alturas refrescantes del monte Asama, cerca del volcán, a una casa inspirada en el Taliesin de Frank Lloyd Wright, para preparar el diseño de una Biblioteca de Literatura Contemporánea con la que piensan concursar. El dueño del estudio, Shunsuke Murai, el profesor, trabajó de joven con Lloyd Wright y está especializado en ese tipo de arquitectura orgánica que se inspira en la naturaleza y en el detallismo artesanal, en la tradición estética y los edificios habitables, con los movimientos y las necesidades de sus moradores como principal patrón de diseño. A pesar de que hasta el ministro del ramo ha insistido a Murai en que se presente al concurso, hay otro candidato con muchas posibilidades, el estudio de Funayama, típico representante del colosalismo populachero que aún hoy en día triunfa en los concursos públicos: edificios desproporcionados que parecen cosas, en este caso un gigantesco libro abierto. El mundo de Murai es otro: es el de la poesía, el del rumor de la naturaleza, el de la delicadeza del tacto.
En ese estudio es contratado el joven Sakanishi, narrador de la novela, obsesionado con otro arquitecto de la onda de Lloyd Wright, el sueco Gunnar Asplund, creador no solo de la Biblioteca Pública de Estocolmo sino del sobrecogedor Cementerio del Bosque, ejemplo de como una construcción debe adaptarse al sentimiento de quien la ocupa. La novela se construye sobre las relaciones de los miembros del estudio, sobre todo del narrador con Mariko, la sobrina del profesor, y Yukiko, la compañera que más alegremente colabora, y la personalidad y las enseñanzas de Murai, que suenan a sabio nipón, a sintoísmo silencioso, pero le dedica muchas páginas a la arquitectura, a los detalles, y sobre todo al entorno de la casa, los pájaros y los jardines, las frutas y las flores que cultiva Fujisawa, amante del profesor, en una casa que hizo expresamente para ella. En ocasiones uno tiene la sensación de que la trama, leve como las luces tamizadas por los biombos, es una excusa para que el autor reflexione sobre la estética de los edificios, su esencia y su función, o elabore minuciosas descripciones vegetales que colaboran en el sosegado discurrir de la narración. 
Pero el caso es que con eso tenemos bastante. Por una vez, la novela como excusa de la divulgación se justifica en la excelente prosa con la que está escrita (y traducida, supongo), en el equilibrado juego de proporciones que traslada a parámetros narrativos las especificaciones espaciales de los planos y de las maquetas: la biblioteca que diseña el estudio se corresponde con la novela que escribe el autor y con los acontecimientos tal y como los cuenta el narrador. Hay en ellos un sosiego no premioso, una lentitud no gratuita. Los hechos se repliegan al final del capítulo, como si, después de un largo paseo por el jardín, al entrar en la casa se nos diera una noticia. Y los acontecimientos van ensombreciéndose igual que se apagan las luces del verano: la escritora que aparece desfallecida en la carretera, el arquitecto motorista que decide abandonar el estudio, las relaciones poco fluidas entre Mariko y Sakanishi, o, en fin, un sombrío final lleno de vejez y enfermedad en el que hasta la casa resplandeciente se llena de polvo y humedades, de tiempo y oscuridad. Tan solo la espléndida katsura de la entrada (Cercidiphyllum japonicum) sigue fuerte y vigorosa y su frondosidad da idea del tiempo transcurrido y de todo aquello que no caduca tan pronto como lo que el hombre idea y construye y deja de habitar o mantener. Este tipo de enseñanzas adornan la novela como las violas tricolor que cultiva Fujisawa. Al tiempo que suena la sonata 11 de Shubert o las Estaciones de Haydn (y no es mala idea escucharlas mientras se leen ciertos capítulos, sobre todo al final) uno se deja llevar por la melancolía de lo que parece a punto de perderse. A Lloyd Wright lo acusaron de soberbio por despreciar la arquitectura como conquista del hombre cuando decía que su único maestro era la naturaleza. Pero él también tiró de tradición, sobre todo japonesa, para su maravilloso (y tétrico) Taliesin de Wisconsin, del mismo modo que aquí Murai no abandona los aspectos más humanos de la tradición. Bueno, solo una vez, cuando, en su última gran obra, intenta conjugar tradición y modernidad, plegarse a las modas del momento, o al menos hacerlas compatibles con su sentido más sobrio, menos llamativo, pero más duradero de la arquitectura. Quizá sea esa concesión la que al final puede con él, pero deja una enseñanza clara: las mezclas no son buenas, ser algo y su contrario es no ser ninguna de las dos cosas, y a fin de cuentas es más auténtico un adefesio como el de la biblioteca de Funayama, otro enorme edificio-cosa, que algo que, sin querer abandonar su esencia, quiere flirtear con lo que no lo es. Ese fue el error de Murai. 
Sakanishi (y su esposa) vuelven a la casa muchos años después, y se encuentran con la ruina de una idea, pero también con tiempo por delante para rehabilitarla, volverla a decorar con el espíritu de Asplund, reparar esos tiradores de madera de las puertas, que se adaptan a la mano que los empuña como si le diesen, antes de entrar, una cálida bienvenida.

Masashi Matsuie, La casa de verano, prólogo de Anatxu Zabalbeascoa, trad. Lourdes Porta, Libros del Asteroide, 2025, 379 p.
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