Cuaderno de verano, 76
Me meto entre las plantas de judías, en los pasillos que dejan las varas, cubiertas de hojas en forma de pica, tersas y livianas, como ingrávidas, con zarcillos que se enroscan en las cañas y en las ramas bajas del manzano. Ahora están en su esplendor. No hay mañana que no bajemos con intención de no coger más que un puñado, las que al humor de la noche hayan terminado de hacerse sin que estén duras las habas, y a los cinco minutos tengo que embolsarlas en la camiseta, de tantas que salen, si no quiero subir a por la cesta. Nos perdemos entre los rodrigones como en un laberinto de bambú, veo aparecer y desaparecer la camisa de muselina que se pone Inma para protegerse de los mosquitos, que flota como las hojas de las judías, y su sombrero chino. La mismas judías también parece que juegan a esconderse entre las hojas: cada vez que paso por la misma mata encuentro alguna casi incluso demasiado grande que se me había pasado por alto, camuflada entre el follaje, escondida detrás de alguna vara. Los zarcillos forman nudos prietos en las cañas, muy difíciles de desliar, como hebras de una gruesa maroma de la que siguen saliendo florecillas blancas, más alguna colorada, preciosa, de unos judiones algo bastos que plantamos casi solamente para verlos florecer. Me gusta pasarme entre las manchas de luz que va dejando el sol entre las hojas, con cuidado de no quebrar ninguna guía ni pisar ninguna mata, metiendo los dedos con sigilo entre las hojas para sujetar el pedicelo con el dedo índice y presionar luego con la punta del pulgar hasta que se escucha un levísimo chasquido sordo, apenas perceptible, que es prueba de no haber rasgado el zarcillo. A veces nos juntamos al final de un caballón, los dos con los faldones llenos, y decidimos dejarlo por el momento, pero siempre al salir vemos unas cuantas que parece mentira que no hayamos visto ninguno de los dos. La judía prolifera más que ninguna otra hortaliza. No me extraña que fuese alimento para cuentos de cirros que se elevan hasta el cielo, de habichuelas mágicas o de semillas que se multiplican infinitamente. Será este laberinto feraz también la imagen del verano que con más agrado fije en el recuerdo, la que más tiene que ver con la abundancia, con el juego y con la luz.
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