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22.2.13

Ensayo de literatura campestre, 5



Cuando publicó su segunda novela, la no muy afortunada Caballeros de fortuna, Luis Landero dijo que después de una primera novela debería escribirse directamente la tercera, sin pasar por el calvario de la crítica resentida ni por la inevitable complacencia de quien ya ve bien cualquier idea. Por lo que a mí respecta, Chris Stewart es un buen ejemplo de algo parecido: Entre limones me encantó, dicho sea con ese matiz de ternura que mitiga en cierto modo la rendida admiración. El segundo tomo de su trilogía alpujarreña, Un loro en el limonero, me provocó hasta brotes de sarcasmo. Pero la tercera, Los almendros en flor, ya no puedo decir que me haya encantado sino que me ha causado verdadera admiración. Tenía razón Ángel Marco: es un libro excelente. No hay ningún episodio que no tenga interés por sí mismo y con respecto al conjunto. A pesar de la variedad de historias y de los saltos adelante y atrás en el tiempo (el anacronismo le sienta siempre bien a las novelas), todo tiene un único sentido, por la sencilla razón de que, además de estar muy bien escrito, la tierra, el campo, las plantas y los animales recuperan el protagonismo que habían perdido en el libro anterior.
No me refiero solo a que todo suceda ahora en el cortijo El Valero y sus alrededores (Granada y Sevilla como mucho), sino a que el narrador ha vuelto a ocupar el sitio que había encontrado en la primera entrega. Ya no es el protagonista, afortunadamente, por más que solo cuente lo que le ha sucedido a él. Pero su manera de contarlo tiene más que ver con el lector que observa y se entretiene que con el personaje al que le ocurren cosas. El narrador es una herramienta del lector para llegar a sitios desconocidos, ya sean las aldeas del Atlas o el tráfico de insectos en un campo de alfalfa. La narración triunfa cuando el lector, más allá de saber lo que ha visto o sentido el narrador, ha sido capaz también de verlo y sentirlo. La cámara vuelve a estar en manos del autor, pero enfoca lo que tiene delante, no un espejo.
Los almendros en flor recupera el género de Entre limones, la novela autobiográfica, pero también acopia lo bueno que había en Un loro en el limonero, esa desestructuración temporal que difumina el principio y el fin del libro de modo que sea un todo narrativo, un sitio literario en el que estar. Los episodios contrastan discretamente, sin señales ni aspavientos, y así pasamos de una ruta turística para norteamericanos podridos de dinero por la Sevilla tópica, a un largo viaje a Marruecos en busca de semillas o a la breve y desagradable crónica de cómo la buena vecindad convive con el facherío, cómo un pastor granadino forma una familia con su esposa magrebí mientras sus compatriotas se juegan la vida para llegar a un campo de concentración como El Ejido, o los burgueses con Loden exhiben su racismo con la chulería repulsiva con que esas cosas se saben hacer en España. Stewart no se para en reflexiones ni homilías: nos narra magníficamente bien el episodio y deja que el lector saque sus propias conclusiones. Juntas conviven historias de sequía e historias de inundación. Los periodistas ya no vienen a admirarlo a él sino a su jardín del edén alpujarreño, que es lo que a los lectores nos interesa. Queremos respirar el campo, no que nos cuente su vida.
El resultado, a mi juicio, es redondo. Atrás quedan las “comedietas de loros y de ovejas”, como le dice su mujer, Ana, siempre en un interesante segundo plano, penumbra a la que regresa, para bien, su hija Clöe. El narrador inglés sabe hablarnos de su hija andaluza, pero no se pierde con paternalismos. Nos puede contar una divertida excursión con un compatriota erudito, pero ya no tiende a la tertulia guiri. Vuelve Domingo por sus fueros, y sus vecinos pastores, y la gente del pueblo. Ya no hay interés novelesco sino literario, y gracias a esa renuncia abundan los episodios que huelen, para bien, a la clara novela británica del medio siglo, Graham Green y por ahí, a quien Stewart nombra y no creo que lo haga de manera gratuita. Le sirve para desterrar de un plumazo la soberbia cultural europea y también para justificar su noble propósito literario: narrar la vida en un lugar remoto, pero no perdido; aislado, pero no desolado.
           Me extiendo en estos piropos porque a uno le remuerde un poco la conciencia de lector la saña con la que hablé del segundo volumen. Me pareció entonces que el árbol literario de Stewart era de una sola, temprana, delicada floración. Pero no. Los almendros narrativos volvieron por sus fueros con la lluvia, los llenó de vigor para narrar la sequía con precisión y naturalidad, que es lo que siempre va uno buscando en los libros, traten de lo que traten.

17.2.13

Ensayo de literatura campestre, 4



Un loro en el limonero no es una novela campestre, como sí era Entre naranjos, sino un inventario del material sobrante. Salta a la vista, leyendo las tediosas y elongadas historietas de Stewart, que la editorial quiso sacar tajada del merecido éxito de aquel primer volumen. Uno casi se imagina la conversación:
               -Chris, debes sacar un segundo volumen.
               -Ah, bueno, ahora que pienso no dije nada de la yegua Lola y…
               -No, no, no, Chris. Nada de animales malolientes. Ya hemos tenido bastante. Ahora tienes que contar historias que atrapen al lector. La gente está muy interesada en tu etapa como batería de Génesis y cuando trabajaste en un circo y…
               -¿Tengo que contar mi vida?
               -Tu vida es muy interesante, Chris, y nadie entendería que ahora te convirtieses en una especie de Miss Read de Las Alpujarras. Escribas lo que escribas, vas a vender montones de libros. En realidad, da igual lo que escribas. ¿Tienes algo preparado?
               -Pues… Bueno, una vez empecé una novela sobre mis viajes a Noruega para esquilar ovejas.
               -Estupendo. Ya tenemos un capítulo. Otro con Génesis.
               -¡Pero si me echaron por malo antes de grabar ningún disco!
               -¡Y eso qué más da! A ver, qué más tienes.
               -Bueno, la verdad es que ahora casi no me dedico a las labores agrícolas. Tengo un empleado y…
               -No me digas que no ha ocurrido nada en tu vida: se supone que tu hija es una andaluza de padres ingleses, y que tú eres un enamorado de Andalucía. ¿No me dijiste que una vez, de joven, fuiste a Sevilla para aprender a tocar la guitarra?
               -Sí…
               -Otro capítulo. Qué más. Algo insólito. Pero nada de cabras. Hazme caso, Chris, déjate llevar por lo insólito. Eso siempre funciona. ¿No hay en tu casa algún animal que no apeste ni se cague por todas partes?
               -Tenemos un loro.
               -Perfecto. Un loro que se lleva bien con tú mujer pero tú lo odias. Es lo que le pasa a tres de cada cuatro británicos.
               -¿Pero qué emoción puedo encontrar en todo eso?
               -Es verdad. Tienes que ponerle emoción. ¿No has tenido ninguna bronca?
               -No. Me llevo bien con la gente.
               -¿Ningún español con patillas de hacha y un cuchillo en la bota te ha amenazado de muerte por hablar con su amante holandesa?
               -Pero eso es Merimée.
               -Eso es lo que hay. Otro capítulo. ¿Cuántos llevamos?
               Y así, más o menos, surgió este libro apresurado, condescendiente, regodeante, tópico y, sobre todo, de un género distinto al anterior. Porque Entre limones cubría el encuentro del hombre con el campo en un país remoto, y si tenía tantas ganas de leer Un loro en el limonero es porque quería saber cómo se las arreglaba el hombre una vez que ya ha dejado de luchar, que ya está integrado en el valle. Quería leer cómo contemplaba la naturaleza y hablaba de aquello que solo puede verse después de días de frecuentación, de todo lo que no puede verse a primera vista. El encuentro robinsoniano con El Valero tiene la sustancia iniciática necesaria para que el narrador no sea Stewart sino cualquier hombre en ese mismo viaje, o sea un personaje literario. Pero este segundo libro es la vida del señor Chris Stewart y la naturaleza y las tareas del campo ya se dan por supuestas. Son estampas de la vida de un guiri que se lleva muy bien con los lugareños pero que no deja de considerarlos eso, lugareños, un deje inevitablemente británico que supo mantener a raya en el primer volumen, pero que en este segundo se le desmadra. Importan más ahora los personajes curiosos, supersticiosos e iletrados, las anécdotas divertidas, que siempre hacen gracia solo hasta antes de que se terminen, y a veces (la historia de la nota para el colegio de su hija) ni eso. El narrador ya es el escritor Stewart, no el inglés que se va a vivir a Las Alpujarras, y lo que se cuenta son anécdotas, no episodios, con los pecios más flojos entremetidos en los más interesantes. Y ese es un género ínfimo, el de recuerdos, ni siquiera memorias, el jubilado que escribe bien y redacta unas crónicas (para decirlo al estilo de las memorias de Bob Dylan, pero sin ser Bob Dylan), o toma como referente A salto de mata, el libro de Paul Auster que menos me interesa, precisamente porque son sus memorias. Stewart nos cuenta lo que los sábados por la noche contará a los otros ingleses del valle delante de un gin tonic en la terraza de la piscina. Se nota que cree (él o sus editores) que cualquier cosa que cuente estará bien, de modo que las más de las veces se duerme en la suerte, algo que no hizo nunca en Entre limones, y la obra, a cincuenta páginas del final, ya lleva tiempo despeñada en un tipo de libro que tiene su público pero que a mí no me interesa en absoluto y que no debe aparecer en un ensayo de literatura campestre. Sólo al final, cuando se deja de anécdotas autobiográficas, de guitarras y de tipos curiosos (esa fauna tántrica que florece por aquella zona como las chumberas, y sirve para lo mismo), Stewart hilvana dos episodios para adornar el mejor capítulo del libro, una excursión a Los borreguiles, pastos de altura de Sierra Nevada, por un camino que el que suscribe recorrió en cierta ocasión. Por un lado se abre un inevitable episodio ecologista, la amenaza de la presa, pero paralelamente nos va dando noticia de la construcción de una piscina ecológica, símbolo de paz y de dinero, que contrasta con un hermoso relato de unas navidades en tiempos de carestía.
              Después de acopiar materiales de desecho vital (pues eso son siempre unas memorias), el libro florece hacia el tono que habríamos esperado desde un principio, quizá para animarnos en la idea de que en el tercer volumen no interrumpirá el relato tanto los logros y aventuras personales del narrador como la mirada del mundo en el que vive. Ángel Marco me ha dicho que este tercero merece la pena (muy astutamente, no me dijo nada del segundo), pero ya laten en la estantería las novelas de Thomas Hardy, que será el siguiente puerto en el que atracaremos.

14.2.13

Ensayo de literatura campestre, 3



Después del regusto a sangre y queso rancio que me quedó con Intemperie, me he ido al otro extremo de la literatura campestre contemporánea: a la Arcadia feliz. Ha sido como beberme un par de litros de agua clara después de una cucharada de grasa. Tenía el libro de Chris Stewart aparcado junto a los de Dianne Ackermann (no tengo ni idea de por qué) desde que en el 2007 me lo regaló mi amiga Raquel, que entonces, cuando apareció el libro en español, vivía en Granada. Otras lecturas se cruzaron y ha sido ahora cuando he ido a beber en él como una cabra que por fin encuentra un manantial. Y me lo he pasado tan bien que nada más que acabe este recordatorio me iré corriendo a por el segundo volumen, El loro en el limonero, que mañana ya es fin de semana.
               Chris Stewart es un discípulo de John Seymour. El optimismo que tanto se publicita (incluso en el subtítulo) no es más que la prosa sonriente de Seymour cuando nos cuenta las ventajas y los inconvenientes de la autosuficiencia en el campo. Siempre recordaré el implacable razonamiento que da para no limpiar los establos a menudo: el estiércol es blando y da calor. Ahí había un inglés. En Caballos de labor dedico unas líneas a este hombre.

…Seymour era algo así como un jipi con amor al trabajo para quien la libertad no era tanto dejarse crecer el pelo como plantar las patatas que te vas a comer según un método racional, tan alejado del negocio especulativo como de la tufarada psicodélica. No se trataba de volver al campo para vivir como animales ni tampoco de perder el tiempo con hinduismos, sino de ser parte de la naturaleza, vivir con ella, eliminar la relación con el capital y estar orgulloso de ello. Era un comunismo individualista, en todo caso una cooperativa de la buena voluntad.

               Así veo yo a Seymour y así veo a Chris Stewart, y es lo mejor que me podía ocurrir como lector, porque ambos tienen ese sentido del entretenimiento que pasa por la falta de pereza y de prejuicios, y por la conciencia de que la tradición consiste en usar lo que tienes más a mano de la forma más inteligente posible, que además suele ser lo más útil y lo más barato. Son hombres de acción en el único sentido al que todos tenemos derecho: la ilusión del quehacer, la posibilidad real de ser feliz en la naturaleza y no necesitar la piedra de Sísifo para llegar eternamente a fin de mes.
               Ambos son ingleses de toda la vida, tan resueltos como Robinson Crusoe y tan optimistas como el vicario de Wakefield. A la hora de tomar decisiones que a los de cultura católica nos parecen tremendas, ellos las reducen a su mínima expresión. Si el ser humano ha hecho lo que yo voy a hacer durante siglos, vivir en un cortijo aislado en Las Alpujarras, ¿por qué no puedo hacerlo yo? Esta sencilla pregunta está en la base de buena parte de nuestros problemas económicos, dicho sea de paso. Pero no es algo que pueda imponer un gobierno de buenas a primeras. Nuestro Daniel Defoe fue el Padre Isla; nuestro Oliver Goldsmith, José Cadalso; nuestro Samuel Johnson, Gaspar Melchor de Jovellanos, y solo en sus libros de viaje. Sí encontraríamos, luego, algún equivalente de Thomas Hardy, desde Pereda a los naturalistas tardíos, y ya metidos en el XX quizás haya algún autor popular al estilo de Hugue Walpole, Delibes aparte.
               Leyendo a esos autores (a los ingleses) uno se da cuenta de que pueden seguir conviviendo con naturalidad en una novela autobiográfica contemporánea y, mutatis mutandis, suenan igual de bien. Chris escribe estupendamente, dicho sea con el sentido que en castellano damos al adverbio estupendamente: algo que resulta bueno por suficiente, eficaz por sencillo, que subordina la fluidez y la alegría de su prosa al hecho de que sea interesante aquello que esté contando. No escatima hermosísimas descripciones de la naturaleza (sería impropio de un inglés) pero mide perfectamente las historias y las cuenta en lo que dan de sí, sin más palabrerío, sin un gramo de grasa, pero también sin esa velocidad innecesaria, anfetamínica, que parece requerir la prosa moderna. La prosa de Chris Stewart es la buena prosa inglesa de siempre. Seymour también exhibe esa precisión en la descripción de los objetos y su funcionamiento y esa otra, digamos, precisión poética que consiste en descubrir el modo más hermoso de nombrar la simple realidad. Hay una obligatoria levedad en esta prosa, perfectamente justificada por la necesidad estética de no andarse por las ramas y de estar a la altura de la desnudez que intenta describir.
               Lo digo porque este es el clásico libro que con los años parece lastrado por el fulgor de su éxito primero. Nos pensamos que duró su tiempo y se apagó. En absoluto. Los quince años desde su aparición le han sentado estupendamente, porque además no es una obra cerrada, sino un modo tradicional (inglés) de contar la vida en el campo y la lucha en tierra extraña con la naturaleza. El propio Stewart cita con admiración a Juliette De Bairacli Levy, cuyo libro Spanish Mountain Life ya hemos encargado en Amazon, y que tiene la pinta de ser una maestra en el género.
               De modo que para valorar la obra de Stewart no conviene aplicar las exigencias dramáticas de las novelas, afortunadamente, sino las del género robinson, y las del amor al campo, tan inglés. Es más: incluso sería reprochable que se hubiera entretenido en dramas interiores habiendo un río del que hablar. El género lo impide, al menos como protagonista de la historia. Ni el narrador ni ese gran personaje que es Domingo son los protagonistas. Lo es, siempre, el campo, la vida en el campo, la felicidad de un campo de ababoles, la infinita sensación de libertad, el amor a las tareas útiles, a las estrategias pastoriles, el entusiasmo ingenuo que debe sentir todo aventurero. Y cambiar Londres por un cortijo sin agua ni luz encaramado a una peña de Las Alpujarras no deja de ser una aventura.
               Es la naturaleza la que hace lo que siempre le pedimos a los personajes, que cambie, que se desplome, que resurja, que nos acaricie y nos azote, cercana, imprevisible, siempre acogedora y siempre grandiosa. Los demás son figuras del paisaje. Ana, la mujer del narrador, es la clásica mujer inglesa dulce, práctica y testaruda. Domingo, el gran Domingo, es el mejor retrato posible de un hombre de campo en España, desde luego el más auténtico. He conocido a algún que otro Domingo, y efectivamente son así, buenísimas personas, tan desprendidos como retraídos, leales por naturaleza, y también broncos y maniáticos cuando toca, nunca por ofender a nadie, sino por seguir la lógica más natural. Solo por este Domingo ya no merece la pena tratar el asunto del desarrollo de los personajes y todas esas historias. Aquí las heroínas son Las Alpujarras, y Chris Stewart un inglés que las disfruta.
               Me voy a por el segundo volumen, antes de que me cierren. 
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