10.3.24

Ajo

Cuaderno de invierno, 81


Entre los primeros recuerdos que tengo de Valdeavellano está el olor de los ajos en la mañana fría, en un huerto donde ya estaban algo crecidos. Sería en febrero, o principios de marzo, como ahora, pero las hojas ya se habían abierto y empezaban a curvarse. Recuerdo la conversación de los mayores, cómo el apoderado hablaba con entusiasmo de las posibilidades de estas tierras, que entonces no eran más que un barranco con hierbas hasta el pecho, al que generaciones de sufridos masoveros habían sacado franjas estrechas y alargadas de tierra de labor, lo que entre ellos llamaban «los cuellos». En el Archivo Provincial se conserva un documento de compraventa de 1639 por una pieza de tierra de la «partida de Sisa», pero hay otro documento de 1693 que habla de la «partida de Losgüellos (sic)», y otro, más explícito, de 1701, para la «venta de un huerto y arbolado en la partida de los Cuellos, huerta de Teruel». Fueran la misma o partidas diferentes, lo que tengo claro es que, en la época en que mis padres la compraron, esta tierra figuraba en el catastro como parte de «Los Cuellos de la Sisa». En aquella conversación de sábado, un amigo de mi padre, pintor aficionado, ocurrente y guasón, llamaba al hortelano que nos guiaba «el ruiseñor de los cuellos», porque tenía la costumbre de silbar una jota cada vez que cogía la azada para escardar los ajos.
Los puse tarde para lo que aquí es costumbre, y sembré algunos dientes pequeños del año pasado que ya empezaban a nacerse, y otros luxuriosos que compré en los grandes almacenes, con denominación de origen, gordos, lustrosos, envueltos como si fueran un perfume caro. Ya nos podíamos haber imaginado que los primeros que pitean y están tiesos y con buen color son los ajos de casa, mientras que a los otros, quizá por los potingues que les echan para que estén tan gordos, les está costando salir. A su lado, en el pedazo donde los habíamos plantado, han salido unas cuantas matas de ajetes que vamos arrancando para comerlos en tortilla. No sé qué prefiero, si su gusto exquisito o el aroma del ajo y de la tierra cuando los arranco, y que tan lejos me lleva en la memoria. Yo escuchaba muy atento al hortelano. Podía imaginar su vida, pero no que medio siglo después esos ajos me harían tan dichoso.

3 comentarios:

  1. Anónimo8:25 p. m.

    Me veo en las fuentes del lavadero de Rillo después de haber recogido las tiernas y jugosas lechugas que mi tío plantaba en el huerto. De las cinco o seis que cogíamos mi madre y yo, llegaban a casa tres como mucho.
    Once o doce años, tarde ventosa después del calor, vuelta a casa escuchando a mi madre contarme sus peleas de hermanos.
    Teresona carterona. Jesusón carterón.
    Teresa

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Antonio Castellote1:16 p. m.

      Hasta esa edad creo que no hay recuerdos malos (en condiciones normales, claro) ni conciencia de haberse equivocado ni de haber hecho mal a nadie. Imagino que consiste en eso la pureza de la infancia, la verdadera inocencia.

      Eliminar
  2. Pues sí, la dulzura de los pocos años huelen a sencillez y profundidad al mismo tiempo cuando se viven cerca de la tierra. Me encanta el hecho de que los ajos endeblitos y de casa se apresten a salir antes que los "señoritingos perfumados"... debe ser que los caseros están de nuestra parte y los otros quién sabe...

    ResponderEliminar

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.