26.11.06

Cartuja




Cuando el visitante del museo científico accede a la cámara de silencio, primero siente una presión en los oídos que en realidad es el eco de los ruidos que ha dejado al entrar. Pronto, cuando el equilibrio se acostumbra, se da cuenta con una mezcla de sobrecogimiento y estupefacción de que el silencio absoluto no existe porque siguen sonando los latidos de su propio corazón, tan perceptibles como si estuviera escuchándolos con el fonendoscopio.
El silencio verdadero es eso, la soledad junto a tu corazón, y la forma más civilizada de acceder al silencio sin perder ni la compañía de los otros ni la propia soledad es la vida en un monasterio de cartujos. Tenía unas ganas tremendas de ver El gran silencio, la película sobre la vida en la cartuja. La Scala Paradisi de fray Guigo es uno de mis textos de cabecera en materia espiritual. He aprendido de ellos que la palabra dicha no tiene valor cuando no es más que ruido, y que el silencio fermenta las voces, ahoga los exabruptos, matiza las apreciaciones y elimina lo superfluo y lo engañoso.
En el rato en que, una vez a la semana, los cartujos salen a dar un paseo y les es permitido decir unas palabras, esas palabras, por lógica, deben ser pura esencia espiritual. En la película, sin embargo, en los dos esparcimientos que aparecen no encontramos discusiones profundas sino bromas de monje, que siempre son más afiladas de lo que uno esperaría. En una, hablando sobre la necesidad o no de lavarse las manos antes de entrar los domingos al refectorio, a la única comida en común, un monje comenta que en otras cartujas no lo hacen, y otro le contesta:
–Yo creo que es muy útil. Lo malo es que siempre se me olvida manchármelas.
La otra escena de recreación tiene lugar en un nevero. Los novicios se deslizan por la nieve, practican el snow–board con sandalias. Los monjes viejos los animan y se ríen con las caídas y jalean a los que mantuvieron el equilibrio hasta el final. Después se vuelven al convento.
Del mismo modo que es necesario mirar largas horas un árbol para entender el misterio de las hojas, percibir su existencia y sentirse parte de ellas, acompañado por ellas, así también es necesario callar y repetir los movimientos para desatascar un poco los sentidos, para licuar ese tapón de cera de abeja venenosa que llevamos tan metido y escuchar el corazón de la cartuja, que es de madera. Eso la película lo saca muy bien. En medio del silencio nevado los monjes viven en compañía de sus crujidos. Cruje el suelo de tablas bajo las pisadas. Cruje el jergón del catre cuando se tumban. Cruje la rústica silla cuando se sientan a leer severos tratados de teología. Crujen los leños y crepitan en la estufa de hierro. Crujen los bancos del coro, y los reclinatorios y los atriles donde posan los grandes volúmenes de canto. Crujen las vigas bajo el peso de la nieve y la mesa de estudio bajo el peso de los codos. La madera nos dice que todo es gravedad. Los monjes se comunican por sus huellas, por el ritmo de sus pasos. Deslizan sus inquietudes cuando cambian de postura, su cansancio cuando hacen sonar el reclinatorio a un ritmo distinto, igual que un corazón se acelera en secreto cuando recordamos un episodio de azoramiento, o nos vuelve a visitar una pasión.
En cierto sentido, el ruido que preparan los despenseros con los carros cuando van repartiendo el avituallamiento por las celdas, o el ruido (típicamente cristiano, no sé por qué) que parte el silencio absoluto con expectoraciones quejumbrosas, ese poco cuidado hacia los ruidos del cuerpo que despliegan quienes sienten absoluta familiaridad cuando se navegan por un templo; todos esos ruidos evitables, en fin, que no proceden del peso sino de los movimientos de los hombres, resultan incluso molestos, disipadores, y eso por no hablar del escándalo que organiza un lego para llamar a los gatos, un follón de susurros y bisbiseos que en el cine donde yo estaba viendo la película despertó a media sala.
Nadie habla (claro) ni sugiere ni da a entender ni manifiesta que sea un sacrificio estar en la cartuja, pero tampoco que sea una forma privilegiada de vivir. Esa idea de “estar de espaldas al mundo”, que todos, en mayor o menor medida, hemos albergado alguna vez, como si los monjes representasen una comedia de falsos martirios, desaparece como por ensalmo, nunca mejor dicho, cuando ves El gran silencio.
Es una opción, desde luego, y sus virtudes (no creo que sea exacto llamarlo ventajas) son perfectamente aplicables a cualquiera de nosotros. Excepto aquellas personas cuyas cargas sociales y familiares les impiden concebir más aventuras que, si acaso, quedarse de rodríguez durante el verano, el resto podría, sin salir de casa, abrazar la vida cartujana.
Para percibir el tiempo hay que prescindir del horario, y en la película las indicaciones temporales son irrelevantes. No se nos da ninguna explicación, y me parece muy bien. Todo es un continuum en el que sólo cambian las estaciones, si bien es verdad que la vida cartujana se basa en un horario muy particular. Se levantan a las once y media de la noche y se ponen a rezar a oscuras hasta las tres de la mañana; después se vuelven a acostar en un jergón de paja dura y allí reposan su cuerpo hasta las siete de la mañana; no desayunan, y desde esa hora se dedican a rezar y a estudiar hasta que deciden alimentarse o vuelven a la iglesia para seguir rezando.
Esto lo podríamos llevar cualquiera, e incluso en condiciones más extremas que las de los cartujos, pues en este mundo nuestro se concibe el silencio como hermano de la soledad, y esta como ausencia traumática de los otros. No es así, no debe ser así. Pocas parejas de novios dan más sensación de amor que las que pasan el tiempo sin decirse nada, leyendo sendos libros, mirando un paisaje lineal o disfrutando de las llamas de la estufa. El habla debería limitarse a las cuestiones de intendencia, o bien a los diálogos activos, esos en los que uno habla por corresponder, pero en los que proporciona siempre más placer estar callado y escuchar al otro. El habla es, sin embargo, una de las pocas actituces morales que nos quedan, como si callar diese mal fario. Recuerdo, de niño, el drama por el que tuvo que pasar un familiar lejano mío, por la sencilla razón de que su hijo, un chico joven pero, en todo caso, mayor de edad, había dejado de hablar. No hubiese sido tan preocupante que dijera tonterías o que fuese lo que se dice un bocas, aun en el caso de que su incontinencia verbal le hubiese puesto en algún embarazoso disparadero.
Pues bien, no sólo no pasa nada por estar callado sino que el silencio invita al dominio de los ruidos. Cuando uno camina por el monte, sobre todo si no tiene costumbre, lo único que escucha es a sí mismo, su jadeo perruno, su desbocado corazón, el frufrú de la siempre excesiva ropa, el monótono sonar entre las piedras de los pesados botos de goretex, amén de un acaloro general que baja el volumen de los sonidos de la naturaleza más allá de lo audible. El silencio sirve no sólo para que no hablemos, sino para acallar nuestro cuerpo. Estar en silencio no es lo mismo que estar callado. El silencio exige una cierta conciencia de silencio: no respirar ruidosamente, no hacer sonar apenas las pisadas; vivir, en fin, en un estado prelevitativo, como esas personas delgadas que caminan elevando mucho los talones.
O sea: vivir con cuidado. Hay una escena en la película muy ilustrativa para este particular. Un monje toma notas (en español) de algún libro sagrado. A pesar de que no son más que las notas de un estudiante, están escritas en papel pautado, la caligrafía es amorosa y cada rabo de cada letra sale con una curvatura cuya estética se adapta muy bien a esa vieja aspiración de Tàpies, el trazo suficiente, la pincelada única capaz ella sola de describir el mundo, al menos, en este caso, el mundo pequeño e infinito, el mundo infinitesimal de los cartujos.

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