18.1.08

BOBBY FISCHER


Fischer, en realidad, no era norteamericano. Era un personaje de Dostoievsky que aceptó ser espía ruso, hacerse pasar por norteamericano desde su nacimiento y, años después, aplacar los ánimos belicistas de su país de adopción con un campeonato de ajedrez en el que Spassky se dejó hacer de todo, hasta el mate pastor. Fisher era como el hermano loco de Los hermanos Karamázov, una alma encadenada a su mollera turbulenta, una de esas personas que pasan la vida tapándose la cara, cada vez que por su cerebro cruza como un misil alguna idea monstruosa, o alguna idea normal revolucionada, o ralentizada, o deforme, o descompuesta. La vida entera fue un delirium tremens del que Fischer sólo podía zafarse cuando entregaba su pensamiento a los trebejos.
Le pasa a mucha gente, y no sólo con el ajedrez. El cerebro corre demasiado, rechina, choca contra las paredes del cráneo, no hay acción que no incluya un estallido de culpa. Aquellos mensajes desmadrados que enviaba en los ochenta, aquellos intentos de apostolado infernal, esa melopea barata que suelen practicar los grandes artistas cuando piensan que, además de artistas, también son filósofos, no eran sino formas de huir de una culpa que le taladraba las entrañas, algo así como la venganza por llevar dentro de su cuerpo al monstruo que llevaba. En estas circunstancias, sólo cuando Fisher aplicaba su vértigo al estudio de las piezas, sólo cuando podía entregar todo su complejo y doloroso mundo a un objeto ajeno, cerrado, sólo entonces Fisher podía respirar. Y no es que la obsesión por el ajedrez la trasladase a una realidad que se movía más despacio, sino que sólo el ajedrez pudo mitigar esa percepción atormentada.
Fischer es el monstruo que sirve de arquetipo al vivir angustioso, a la progresión geométrica del espíritu crítico y el escepticismo, a esa tortura de la que los personajes de Dostoievsky se terminan mofando igual que se mofa un niño cuando ya lo han apaleado, cuando sus agresores ya le han hecho tanto daño que incluso, en un sublime acto de cinismo, se compadecen de él y lavan de paso sus posibles culpas.
Todo el mundo dice hoy que Fischer se alegró de que cayeran las Torres Gemelas. Su mente destrozada gañía como los perros a punto de morir, enseñando los dientes, no porque mueran con rabia, sino porque quizá los labios, la lengua, es lo único que les queda sano. El gobierno americano lo exprimió en aras de la Historia, llenó de agujas un bulbo raquídeo que nunca supo lo que era mirarle el culo a una chica sin que algún severo politicastro lo cogiera de la nuca y lo amorrara en una complicada posición de dama. Le robaron la vida, y cuando necesitó socorro, cuando en los sesos ya no le quedaba agua, lo dejaron caer en el arroyo, se olvidaron de él. Por eso suena de un sarcasmo intolerable toda la odisea que tuvo que pasar en los últimos años, cuando ni siquiera se le permitió una venganza típicamente americana, sacar dinero de un conflicto político. Cheney podía forrarse de millones en Irak con Hallyburton, pero Fischer no podía financiarse una digna vejez en Yugoslavia.
Aparte de aquella espléndida película, En busca de Bobby Fisher, de toda esta terrible historia sólo queda un consuelo: lo civilizados, comprensivos y agradecidos que son los ciudadanos islandeses, la playa fría donde fue a varar una ballena que había nacido para que un país entero, acribillándola a arponazos desde que nació, presumiera de ella. Lo siento, Fiodor; lo siento, Hermann: otra esquela más, otro personaje muerto, otro mito que se nos esfuma.

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