19.10.10

Catástrofe


Los 90 terminaron hace diez años, pero en realidad se acaban de morir. En un rincón de un obituario me entero de la muerte de Benoit Mandelbrot, el Señor de las Catástrofes, el hombre que más campos de la cultura conquistó con sus hallazgos matemáticos. Era, aparte de una teoría que los científicos consideran entre fundamental y fantasiosa, un arsenal de datos líricos que introducir en las conversaciones. Era una explicación del mundo, la razón que le faltaba a Heráclito. De pronto no veíamos el mar como una cerúlea tumba fría sino como un red de causas mensurables. Las novelas se llenaron de casualidades, que ya no eran el banal entretejido a lo Anthony Powell (cómo se reía de él Julian Barnes antes de que reinara el caos) sino posmodernismo de altura. Leíamos a Paul Auster convencidos de que esa rima del azar era un fractal que parecía una neurona, atendíamos a las casualidades como si fuesen puntos en el espacio entre los que trazar una línea significativa. Este mandelbrotismo era una complicada teoría de fácil traducción popular. Yo creo que ayudó en la autoestima y en la proliferación de novelistas que encontraban en las triviales casualidades de su vida una línea como la de las manos.

Incluso había motivos para la esperanza. Algunos médicos decían que los tumores podrían curarse porque la metástasis se producía de un modo fractal, y los medicamentos podrían orientarse siguiendo las mismas ecuaciones. Un ruso llamado Prigogine decía que las borrascas se formulan como estructuras disipativas, qué bonito. El catastrofista René Thom aseguraba que los países mantienen conflictos bélicos según la angulación de sus líneas fronterizas. Se pusieron de moda los cuadros de Peitgen y Richter, que eran como estampados de cachemir con su punto de atardecer jipi.

Yo no sé qué ha quedado de eso. No me refiero a su desarrollo teórico y sus aplicaciones concretas, sino a qué ha quedado de sus efectos secundarios sobre las ideas de la gente. Ese aire místico y pueril de quien interpreta los designios de las coincidencias ha dejado un rastro de infantilismo, de superficialidad. Saber que hay una razón suficiente no termina de arreglar las cosas. El verdadero azar es el que no significa nada.

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