28.2.11

Excursión a Sartoris, 4


A cien páginas del final, la novela lleva tiempo remansada en escenas de penumbra. Después de una elipsis necesaria, puesto que ya nos había descrito con toda intensidad cómo se las gasta el joven Bayard con el automóvil, vemos a los dos, auto y conductor, tirados en un río después de caerse por un puente. Unos campesinos negros que pasaban por allí salvan la vida del joven Bayard y lo trasladan al pueblo en su carro “sin ballestas”, mientras el joven heredero los hostiga en su calvario.

A partir de ahí, la trama se hace un poco Austen. La joven Narcissa cuida de Bayard, le lee cosas y le tiene miedo, porque está enamorada de él y le perdona sus excesos como solo las niñas pijas saben perdonar los excesos de los pijos disponibles. Él es un Marlon Brando escayolado, maniatado, y ella una Audrey Hepburn pavisosa y enamoradiza. Horace, el hermano poeta de Narcissa, se lía con Belle, una mujer casada, con la resignada presencia de ánimo de Harry, su marido, que bebe whiskey con Horace. Este Horace es un dancy relamido, un Scott Fitzgerald de pueblo, con quien Faulkner contrastó abruptamente el anterior y largo episodio de Bayard. Digamos que Bayard es el caballo desbocado, el bólido sin ballestas, y Horace la calesa de pasear damiselas.

Por lo que atañe a la estructura, este largo remanso de comedia de salón y de enamoramientos varios vibra como los instantes de silencio que preceden a las explosiones, sobre todo cuando ves que van quedando menos páginas y el avión que es la novela sigue más allá de las nubes. Hay un momento en las novelas, casi siempre al inicio de la tercera y última parte (tenga los capítulos que tenga) en que uno nota que el avión ha comenzado a descender. Aún no hay que ponerse los cinturones pero el cambio de altura nos va preparando para el aterrizaje. Es el momento en que el avión deja de planear, cuando la novela se inclina y a partir de entonces ya navega cuesta abajo.

En esta novela el avión cae muy al final y lo hace en picado, después de unas cuantas escenas autónomas (dos episodios de caza, una cena de Acción de Gracias, una secuencia de humo, alcohol y jazz) que hacen pensar que la forma de componer de Faulkner es casi siempre un abalorio de relatos independientes por los que atraviesa un riachuelo con los dramas de los Sartoris. Es el joven Bayard el que acapara el drama, y el resultado es una cierta desproporción, en la medida en que varios de los otros merecían un protagonismo parecido. Dicho de otro modo: el salvaje Bayard no tiene por qué tener más protagonismo en la historia que la tía Jenny o que Loosh Peabody o la propia Narcisa, precisamente porque su destino está tan planeado (nunca mejor dicho) que entregar a él la novela nos escamotea otras formas más vivas, más intensas de narración, por ejemplo aquellas que iban libando historias y situaciones de los distintos personajes, alguno de los cuales se pierde sin dejar rastro.

Es el caso de Horace y, sobre todo, de Snopes, cuyo deslucido papel resulta tan irrelevante que su tragedia resulta ridícula, a no ser que, como realmente ocurrió, Snopes no sea más que un cabo, a la manera cervantina, que recoger en posteriores narraciones. Porque la tragedia de Bayard, su irremediable instinto autodestructor, que se revoluciona a partir de que su abuelo muere en el coche de un infarto, es más interesante por las magníficas descripciones de los lugares por donde se pierde (las escenas de caza) que por su drama interior, que en realidad no ha evolucionado desde el principio. Ha sido, vemos al final, la excusa para darle cohesión a las historias, y con un final que ya hemos leído en Tío Willy: la salida por los aires.

Hay un apartado de las proporciones narrativas que podríamos denominar equilibrio de rango y presencia. Bayard no tiene rango para tanta presencia y, al revés, Jenny, Horace o Snopes tienen más rango que presencia. En el caso de Bayard, hay una elipsis que le afecta negativamente como personaje: nada más matar de un infarto a su abuelo (iba con el viejo a toda virgen por los caminachos) esperamos su enfrentamiento con la ría Jenny o su ahora esposa Narcissa, y que toda la introspección autoinculpatoria, por así decirlo, en vez de quedarse en un intenso párrafo en la escena de caza sin cazar con los McColum, se desparramase dramáticamente hasta que Bayard decide huir. No sé si ese episodio estará o no en la versión íntegra, pero yo lo echo de menos porque Bayard, así, queda un personaje plano, violento y nada más, sin que hayamos sabido tampoco por qué Narcissa, después de algún tiempo de matrimonio, le tiene pánico, un recurso que Faulkner repite poco después cuando Bayard ya nada en alcohol y otra mujer, la que ahora, esa noche, está con él, le tiene el mismo pánico inexplicado, aunque lo comprendamos perfectamente.

Esta para mí desproporción hace que la cosa se cierre con el cumplimiento del destino familiar en boca de la superviviente Jenny, “aquel espíritu indomable que, nacido en un cuerpo de mujer para hacerse cargo de una familia de varones imprudentes e irreflexivos, no parecía tener otro propósito discernible que cuidar de ellos hasta el momento de su temprana y violenta muerte”. Por morir muere hasta Simon, el viejo criado, con quien de paso hila Faulkner el relato de cuando Simon se quedó con el dinero de la iglesia (y se lo gastó en los mismos tugurios que lo llevaron a la tumba). La escena final, la descripción de las lápidas de los Sartoris, el triste y hermoso día de Navidad con que celebran tanta desgracia, vuelve a ocuparse otra vez no solo de Bayard y, en el recuerdo, su hermano John, cuya muerte ha expiado Bayard durante toda la novela, sino del viejo Bayard, el banquero, de su sobrina Jenny, del gran Peabody, de todos los que se juntaron a refunfuñar el día de Acción de Gracias, a interpretar el papel colectivo en el que hasta las mulas, con un precioso homenaje, gozan de un rango narrativo que las dignifica.

La impresión final es que Faulkner es un gran contador de historias, y que en este libro hay una historia larga y repartida, la de Bayard, y otras de las que se podía extirpar a Bayard y tendrían perfecta autonomía (la de Snopes y el niño y, luego, Narcissa, la de los McCalum, la de Horace, etc.). Uno tiende a pensar que Faulkner hace avanzar la narración no por lo que pasa sino por lo que ya ha pasado. Cuando empieza un capítulo, las circunstancias han cambiado con respecto al anterior, y este capítulo parece a veces un relato autónomo traído con toda pertinencia, pero siempre autónomo, descontextualizable. Si aislamos todos estos relatos, el héroe Bayard se queda sin alas, como en efecto sucede, y se estampa contra el suelo.

2 comentarios:

  1. Excelente idea estética la de “equilibrio de rango y presencia” en las proporciones narrativas.
    Mantiene una tensión impecable entre la universalidad de toda categoría válida y la singularidad de su aplicación.
    Por una parte, resuena como una categoría de noble factura en su universalidad; por otra, solo puede ser aplicada legítimamente en su singularidad, es decir, a cada narración particular (como haces en el caso de Sartoris).
    Si se abusa indebidamente de su universalidad se cae de inmediato en los obtusos conceptos académicos de la crítica literaria formalista (como alguien decía, el formalismo, por su propia naturaleza, suele caer en malas manos).
    Pero si se prescinde de su aplicación, un apreciable contenido de verdad de la narración se oculta o se pierde.

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  2. A veces me pongo incluso pesado reclamando aquellas virtudes artísticas que, por ser las más exigentes, son las primeras que las vanguardias anatematizan.

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