22.9.12

Adentro



Dice el doctor Manrique que la voz de Dylan en Tempest, el disco que acaba de sacar, es como si estuviese haciendo gárgaras con lejía. La estoy escuchando y es de todo menos estridente, es honda, modulada, mimada, cada palabra quiere un tono, cada verso una melodía. Dylan toca su voz. Podría forzar una voz parecida a la que tuvo hasta finales de los 80, como por otra parte hacen la mayoría de los cantantes cuando llegan a los 71 años y mucho antes: cantar igual que siempre pero más bajito, más aliviado. Dylan no. Con la rotura se han multiplicado los registros. Hay pasajes en los que uno escucha casi la misma voz que podía escuchar allá por Pat Garret & Billy the Kid, un disco que todos consideran menor y a mí me encanta, y además este nuevo disco me lo recuerda mucho. Luego lo pongo. Pero ahora la voz tiene una rasposidad voluntaria que Dylan utiliza para unos giros que son a la música tradicional americana lo que los jipíos al flamenco, un aullido de lobo viejo, áspero y conmovedor. El lobo que burló las dentelladas pero vio la sangre de los otros. El lobo que se ampara en los aullidos de sus antepasados.
               Esta semana leía que hay gente que sigue acusando a Dylan de haberse apropiado de algún verso ajeno, aunque también leí la gran noticia de que está escribiendo la segunda parte de sus Crónicas. En total tiene pensado escribir tres. Si los dos últimos tomos tienen la extraordinaria calidad del primero, estaremos ante un gran clásico de la literatura norteamericana. Los que le acusan de piratear son muy graciosos: se jactan de haber encontrado cinco palabras seguidas iguales en un oscuro autor japonés de hace tres siglos. Aunque fueran las palabras de Bruce Springsteen en su último disco, no pasaría absolutamente nada. Parece mentira que los americanos, que usan, y de qué manera, la palabra trade, no entiendan a veces la palabra tradition. Si hubiera que descalificar por eso a todos los músicos y cantautores que han tomado algo de Dylan, íbamos a tener que deshacernos de la estantería entera.
               La piratería no es una cuestión económica sino artística. El propio Dylan es pionero en convivir con ella. Y para bien. Estoy convencido de que su dedicación, a partir de 1991, a recopilar y editar las Bootleg series, las grabaciones pirata, y sobre todo la grabación de dos discos también magníficos y también despreciados, Good as I been tu you y World gone wrong, le sirvió a Dylan para darse cuenta de qué estaba buscando, huir de la música decorativa, llegar a las matrices rítmicas de las canciones, armarlas con meticulosa exquisitez, siempre natural, nunca sofisticada, y multiplicar los registros de la voz acudiendo a esa hondura, a ese rajo que por otra parte (John Wesley Harding, por ejemplo) siempre había tenido. En 1997, después de dos décadas dando tumbos (desde Street legal, que ya era un punto final, y no, como se suele decir, después de Slow train coming), con alguna genialidad como Oh mercy y un puñado de grandes canciones demasiado dispersas, empezó a volcar en Time out of mind esa especie de regreso al origen que ha dado desde entonces seis discos impresionantes.
               Ha llegado el momento en que las Bootleg parecen discos nuevos, tan buenos como los que acaba de grabar, aunque sea una reedición de un disco anterior. Tell tale signs, el volumen 8 de las Bootleg, es la séptima obra de arte de esta última serie que ha empalmado Dylan. Es como deshacerse de lo que no le gustaba de Daniel Lanois, el que le produjo Oh mercy, y volver a grabarlo todo con lo que había pensado mientras grababa World gone wrong, que estoy volviéndola a escuchar ahora y es perfectamente coherente con el disco que acaba de sacar. “Una recopilación de canciones tradicionales”, suelen despacharla los críticos, así, sin más. No, qué va. Dylan llegaba por aquel entonces a los 50 y se empezó a dejar de tonterías. Por eso lleva veinte años en esta búsqueda sin fin de canciones puras. No agrega, profundiza. No acumula, selecciona. Mientras leo las letras de Tempest en Metrolyrics (la compañía regala una agenda con el disco pero no las letras) me reafirmo en la idea de que el viaje de Dylan no es hacia fuera, ni tampoco debe serlo el de ningún artista. Las mezclas, en arte, son todo mentira. Cualquier sencilla melodía tiene infinidad de matices que Dylan cultiva como si fueran plantas delicadas, cualquier intervención de sus músicos está medida hasta su abstracción, sus mínimos rasgos significativos, suficientes. Dejarse llevar por la infinidad de pequeños cambios de registro con que interpreta las canciones, detectarlos sobre el fondo claro de la música, es volver a la vieja idea de las cadenas. El arte no tiene por qué ir adelante ni hacia detrás. Adonde tiene que ir es hacia adentro. El propio Dylan se hartó de estar a la altura de los tiempos, de las modas. Cuando tiró el reloj a la basura, resurgió como el gran artista contemporáneo que sigue siendo, el bardo de toda la vida.

1 comentario:

  1. También dylaniano!, joder, Castellote, eres una caja de sorpresas. Creo que hasta el mismísimo Dylan daría el "nihil obstat" a tu crónica. No sabía que preparaba el volumen 2 de "Crónicas", pero lo espero ansiosamente. Por ponerle un pero al genio de Duluth: "Renaldo y Clara" es, en mi opinión, una ¿película?, absolutamente insoportable, a excepción de las grabaciones de la Rolling Thunder Revue Tour que son verdaderamente salvajes.

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