11.9.12

Vargas Llosa va a los toros



El amigo Luis Díez puso el ojo el otro día en los artículos de Ferlosio y Vargas Llosa sobre los toros, por ese orden, puesto que el de Vargas, La ‘barbarie’ taurina, era una contestación al primero, Patrimonio de la humanidad, más bien un desplante torero (“¡Protesto!”), como si los dos hablaran en la misma asamblea, jugasen en la misma liga, y el multipremiado Vargas no quisiera polemizar con el viejo maestro sino cantarle las cuarenta a uno de los más rancios intelectuales del progresismo.
               El artículo de Vargas es malo desde el título. Un escritor que tiene que entrecomillar una palabra para que se capte la ironía es un mal escritor. Pero es típico de Vargas, un hombre muy pedagógico, muy ordenadito siempre, muy introducción, nudo y desenlace, muy de índice de temas en el primer párrafo, y ahora toca la anécdota distendida (3 párrafos), y ahora un audaz giro para meternos con Ferlosio, con una contundencia de J’accuse, de a ver qué te has creído tú, de joven setentón que se enfrenta al elefante octogenario; y luego unas breves referencias a otras personalidades de la misma colla: Savater, Ortega, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, un variopinto y prestigioso elenco de autoridades que defienden la fiesta nacional, a los que Vargas nombra siempre como si estuvieran ofendiendo a los de su clase. Una pose muy españolaza, por cierto, como explica Ferlosio en su artículo y Vargas no parece haber entendido.
               La dispositio de Vargas es un orden aséptico, de horarios fijos, de consultar un par de libros en la biblioteca y tener listo el artículo antes del almuerzo con una importante personalidad. Es como dicen en los manuales de redacción que hay que redactar. Conviene –dicen- una breve introducción que no aluda directamente al tema. Son muy agradecidas las descripciones de viajes y de monumentos, el reportaje de un encuentro con alguien famoso, etc. Con eso ya te comes medio artículo. Luego, cuando en el fondo ya no hay más que rematar (espera el embajador, qué pesado, o Su Majestad), Vargas cambia el tono de añadidos extralargos para ensayar una prosa más sincopada, más condensada y firme, con más puntos, que nunca deja de oler a eso, a un estilo previo, a una plantilla de colegio de curas, un modelo con el que se puede rellenar el artículo de los domingos.
               Comete Vargas en ese artículo varios errores de principiante, sobre todo dos: que se nota que no sabe de qué está hablando y que lo más interesante que dice lo dice sin darse cuenta. Lo primero es muy notorio. Luis llama la atención sobre el poco fundamento taurino que anida en sus palabras. Es verdad: cualquier aficionado medio diría que ese hombre no ha visto más de media docena de corridas en su vida, y seguramente estaba tan atareado atendiendo a la duquesa que no se enteró de nada. Para empezar, si uno quiere defender la fiesta nacional no se va a Marbella, a esa “placita provinciana en la que a veces ocurren cosas notables”. No sé, es como hablar de caballos de carreras a propósito de un partido de polo que vio en Puerto Banús. De vez en cuando, donde marca la plantilla, Vargas mete alguna frase de entendido: “los seis astados bravos, alegres, nobles y de buen peso”, “fue una magnífica corrida y, con la excepción de una vara de más al primer toro…”, “el presidente se excedió y concedió 10 orejas”, todo ello dicho perfectamente en serio, sin asomo de ironía por ninguna parte, ignorante por completo de que cualquier aficionado sabe traducir eso a lenguaje común: “se lidiaron seis cabras afeitadas que no se sostenían de pie; si las pican, las matan”.
               Mete la pata más veces, para empezar cuando se viste de crítico taurino y pasa revista a los espadas del cartel. De El Cordobés, con ese suplemento de desprecio que tienen en castellano los sufijos en –ivo, dice que estuvo “simpático y comunicativo”, pero que, cuando había que ponerse al tajo, se puso serio. Porque Vargas, que entiende las payasadas para regocijo de los tendidos de sol, es partidario del toreo serio. Es lo que más valora Vargas, la seriedad, y por eso se le cae la baba cuando habla de un pelagatos de la tauromaquia como Rivera Paquírrez, o como coño se llame, quien, “al igual que su hermano Cayetano, ha heredado de su abuelo, el gran Antonio Ordóñez, la elegancia y una valentía tranquila y natural de enfrentarse al peligro”. Aquí salió la herencia, el impuesto de sucesiones, ay. El Cordobés es para él un payaso esforzado, un chico de baja condición que no aprendió la elegancia y la valentía tranquila y natural de los hijos de buena familia. Ignora Vargas que el tal Paquírrez es un manazas, más basto que la lija del cuatro, pero aquí, entre nosotros, dirá Vargas, lo que cuenta es la sangre, Marbella, el nieto del gran Ordóñez, la cuñada egregia, y en este plan. De hecho es a Ordóñez al primero que nombra entre los grandes maestros de siempre, seguido, como corresponde al eje cartesiano, por las dos figuras actuales que más admira: Ponce y José Tomás, Ponce como representante de la ideología liberal-conservadora y Tomás porque en un artículo de toros hay que nombrar a José Tomas. Es decir, todo con su aquel, con su por qué, con su cálculo ideológico, su mensaje remetido. Todo coherente con el pensamiento político de Vargas, pero todo propio de quien no tiene mucha idea de lo que está diciendo.
               El párrafo que le dedica a El Fandi es, como en las corridas que frecuenta Vargas, un infame bajonazo. A falta de pan, valora el hecho de que “la suerte de banderillas es aquella en la que la corrida está más cerca de la danza, cuando se vuelve coreografía, ballet, y pocos toreros encarnan mejor ese trance que David Fandila, El Fandi”. A partir de aquí, después de esta tontada, los despropósitos se suceden: “Fue siempre un banderillero soberbio y esa tarde lo probó, encendiendo las tribunas con su arrojo”, dice Vargas, y, no sé si por falta de soltura con la tauromaquia o con la lengua, emplea la palabra ‘banderillero’ en un lugar en el que nadie nunca la pondría. Ningún crítico taurino diría de un torero que “fue siempre un banderillero soberbio” a no ser que lo quisiera degradar. El problema es el ‘un’. Vargas no sabe que ese ‘un’ no se dice, y ‘banderillero’, aplicado a un matador, tampoco, ni en broma. Pero lo mejor no es eso: “Hacía tiempo que no lo veía torear y, en Marbella, me pareció que había madurado mucho, que ahora maneja la muleta con más temple, color y matices, aunque siempre con el mismo tesón”. Es la típica frase de quien no lo ha visto torear en su vida, rematada con lo único que, en el fondo, Vargas piensa de El Fandi, de El Cordobés y de todos los que no tengan esa elegancia natural: el tesón, virtud de pobres, salvación de tontos. Paquírrez no tendría tesón sino gallardía. Un respeto.
               Pero eso era solo la introducción (medio artículo), la demostración de que maneja el paño y de que podría escribir una crónica taurina mejor que el mismísimo Joaquín Vidal, y que Dios me perdone por la comparación. Después de este ridículo floreo viene la sustancia, la miga, la cosa, las cuarenta, los puntos sobre las íes, la polémica, J’acusse, etc. Y aquí Vargas ya no hace tanto el ridículo como aficionado a la violeta sino como lamentable polemista. Un par de ejemplos:
               Ferlosio, en su artículo, en un párrafo muy divertido (como todo el artículo) dice que los petos se pusieron a los caballos en 1928, y no por conciencia de sufrimiento animal sino porque una vez, en una corrida, la sangre y los excrementos de las tripas de un caballo al que un toro había rajado salpicaron a Primo de Rivera y a una dama que lo acompañaba. En vez de reverenciar el juego de anécdotas superpuestas, desde luego nada de wikidatos como los de Vargas Llosa, el escritor hisperuano contraataca con la siguiente memez: “He asistido a muchas corridas en mi vida y no recuerdo una sola en la que haya visto a las tribunas regocijarse cuando un toro derriba o hiere a un caballo; más bien, la reacción del público es siempre la contraria”. Tengo que preguntarle a RodolfoLópez-Isern cómo se llama, aparte de anacronismo, al argumento falaz que obvia las coordenadas temporales cuando estas son imprescindibles para entender aquello de lo que se trata. No, yo tampoco he visto a la gente reír cuando destripan a un caballo, pero es que ni yo ni Vargas hemos visto corridas de toros antes de 1928, y yo sí, pero Vargas no, fotografías y filmaciones de cómo eran esas corridas. El intelectual zopenco es aquel que cuando encuentra una buena vía la tapa y sigue por otro lado. En vez de plantearse, en ese mismo momento, el fondo del asunto, que nuestra compasión, que nuestra comprensión del otro, aunque el otro sea un animal, es algo que está en evolución, contesta como si él en persona hubiera estado con su coleguilla Ortega y Gasset en “placitas provincianas”, auscultando el alma española y por ahí.
El único argumento serio de que disponen los taurinos no tiene nada que ver con la cultura. Tiene que ver con que el antitaurinismo no es exactamente una defensa de los animales sino de la prohibición de que su muerte, que tendrá lugar de todas formas, sea un espectáculo social. Pero ese argumento, que da para más tiempo del que tiene Vargas antes de almorzar con Su Majestad, el adalid de la fiesta ni lo menciona. En vez de eso, Vargas se ensobina en derechazos (“lo molió a derechazos”, solía decir Vidal de Enrique Ponce) y recurre a tópicos de lo más ingenioso, cuando dice que pedir la abolición de las corridas sería “un atropello a la libertad no menor que la censura de prensa, de libros y de ideas”. Ole (sin acento).
Perdón, amigos, por explicar por qué esto es una tontería: la libertad, como los petos de los caballos, también evoluciona. También está prohibido matar un cerdo en la cocina y eso no es un atentado contra la libertad de expresión, y sí, en cambio, se trata de una tradición milenaria. Habría que ver lo que el propio Vargas dice al respecto de la degradante salvajada que se celebra precisamente hoy en Tordesillas.
Y el caso es que, mientras se mueve en el tópico, Vargas torea con soltura, como torearía Paquírrez un animalejo insignificante. Lo malo es cuando coge vuelo, cuando el morlaco tira un gañafón. Después de no dar el pego incluyéndose entre “los que amamos la fiesta”(sic), vuelve a meter la pata no en materia taurina sino lingüística. Aparte de un clamoroso fallo de concordancia con el verbo abominar (“Sería un atropello brutal que alguien quisiera obligar a nadie asistir a un espectáculo que malentiende y abomina”), se lía Vargas con el concepto de españolez, que con tanta gracia usa Ferlosio. La frase no tiene desperdicio:
’La españolez’ (una entelequia que expresaría la esencia metafísica de todo lo español) en primer lugar no existe, y, en segundo, si existiera, estaría tan fracturada respecto a las corridas de toros como sabemos muy bien que lo está España.” Ya sabemos que Vargas no entiende de toros, pero la pregunta es si entiende lo que significa ‘españolez’, al margen de que la emplee o no Ferlosio. Me quedan dudas de si entiende el uso del sufijo –ez en castellano, igual que antes dudaba de que entendiera el uso de ‘banderillero’. La españolez es la ordinariez española, el ahí queda eso, como bien resume Ferlosio, o sea, el plumón del yelmo que llega hasta el culo, el talabarte con puntera de plata que arrastra por el suelo, esa chulería del qué pasa, del con dos cojones, el arrojo del pechotabla, esa eterna apelación a la casta cuando lo que hay que hacer es jugar bien, y al mismo tiempo esa desidia soberbia de quien fía todo a lo que se le supone, no a lo que ha hecho ni a lo que hará. Quizá, si acaso, a lo que hicieron sus antepasados. De modo que esa españolez, ese pelo de la dehesa, no puede fracturarse porque convive, adaptado a sus bailes regionales, en toda la geografía hispana, y si su origen es castellano o no se podría discutir, pero en otro tono, por favor.
Y, en fin, tras el repaso a las guest stars del artículo, camaradas de ágape, páginas de biografía, Vargas, ya decía, pega un bajonazo de los que asoman. Copio el parrafito entero, que es una monada.
Pero, tal vez, para entender cabalmente estos ensayos hay que amar los toros y no odiarlos, pues el odio obnubila la razón y estraga la sensibilidad. Los aficionados amamos profundamente a los toros bravos y no queremos que se evaporen de la faz de la tierra, que es lo que ocurriría fatalmente si las corridas desaparecieran. Pero no ocurrirá, no todavía por lo menos, no mientras haya corridas que, como esa semiclandestina de Marbella de la tarde del 5 de agosto, nos hagan vibrar de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección, y nos den tanta voluntad y razones para seguir defendiéndolas contra la prohibición, la última ofensiva autoritaria, disfrazada, como es habitual, de progresismo”.
El fragmento parece sacado de un drama de Echegaray, pero es un artículo de 2012, ojo, y no lo ha escrito Juan Manuel de Prada. Pero siempre (bueno, con Prada no) hay perlas en el muladar. Es típico de la mojigatería conservadora el odio como reproche. ¡Es que solo los mueve el odio!, susurraban las beatas a sus sacerdotes, después de delatar a un vecino que se la estaba cascando debajo de una higuera. Pero ya no hay quien se crea nada, ni al que ama profundamente a los toros bravos (una invitación al recochineo), ni al presbítero que engalla la voz y clama: “¡No ocurrirá!”, en velada, medida y clamorosa correspondencia con el “¡No pasarán!”, hijo, como todo el mundo sabe, del odio y de la mala sangre.  No, nadie se cree que a Vargas le vibrasen los dientes “de emoción y gratitud ante un espectáculo de tanta perfección”, tralará, ni que esté, con papelajos como este, luchando por la libertad. Antes es, ya digo, como esas viejas que la meten donde pueden, igual que Vargas mete la palabra progresismo en un sitio donde desentona. ¡Si Cicerón levantara la cabeza, vaya manera de rematar una frase! ¿Dónde está la elegancia natural de los Ordóñez Vargas-Llosa, duques de Paquírrez? ¿Dónde, oh, la ironía?
Porque esto, y ya acabo, es lo peor de todo. La incapacidad casi patológica de ciertos escritores para la ironía. Es como si la ironía, y no los toros, estuvieran “evaporándose de la faz de la tierra”. ¡Cómo va a entender una corrida de toros quien no es capaz de pillar una ironía! Pero eso ya nos lleva al artículo de Ferlosio. Ese sí que sabe de ironías, ese. Y de gramática, y de toros, y de lo que haga falta. Próximamente.

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