María Aracil era un personaje demasiado bueno para quedarse
solo en la protagonista de La
dama errante. Esa certeza debió de ser muy evidente para Baroja cuando
decidió empezar La ciudad de la niebla
con la propia María como narradora. Y resulta de lo más convincente. María y su
padre, el doctor Aracil, llegan a Londres y se instalan en una especie de zona
franca, de hotelito para refugiados, una sala de espera en la que
los tipos curiosos están fuera de cualquier contexto, y quizá por eso son
curiosos. De hecho, la pensión en la que Baroja se alojó en 1905 en París se encontraba en Bloomsbury Square. Da la impresión de que Baroja, que ha rendido un hermoso homenaje al
inicio de Bleak house con su descripción
de la entrada en Londres, se agazapa en este cosmopolitismo de mesa camilla
igual que el doctor Aracil se recluye en el fumadero del hotel y no se preocupa
de buscar trabajo. Es María la que se preocupa, y en esta preocupación y en el
disgusto que le produce la indolencia oportunista de su padre están las mejores
páginas de la novela, cuando es María y solo María la que lleva la narración.
Baroja no se amanera para parecer femenino: tan solo se poda a sí mismo y
recurre al teatrillo cervantino para reaparecer en forma de Iturrioz, que de
pronto se ha venido a vivir a Londres.
María
conoce a los tipos barojianos de la pensión pero ella quiere patear Londres, de
modo que su padre se queda para desaparecer. Baroja lo casa con una rica
americana y si te he visto no me acuerdo. Es entonces cuando María (discretamente
protegida por Iturrioz) emprende su nueva vida y sale a pasear por las
minuciosas descripciones ropavejeras de Baroja: fábricas, puertos, almacenes,
grúas, carros, obreros borrachos y mujeres de boca torcida, en la pirueta de
trasladar la imaginación dickensiana a un viaje del propio Baroja a Londres,
allá por 1906, tres o cuatro años antes de escribir esta novela. No faltan los
personajes micawber, como el tal
Roche, que soporta a su mujer con olimpismo volteriano; los personajes steerfort, como el farsante Vasily, que
enamora a María con su pose entre revolucionaria y boreal y la desengaña
casándose con una niña rica (que además está gorda, añade Baroja); hay hasta una pequeña banda
de Fagin en el poco convincente negocio de enviar por correo bombas a España para
que los Mateos Morrales del mundo se inmolen con ellas y dejen un reguero de
cadáveres. En todo caso, esta primera parte no se sostiene por las querencias
diogénicas de Baroja sino por el impulso de María, que conoce a la simpática
Natalia, deja el hotel, borra a su padre y se marcha a vivir con ella.
Aún
queda media novela. Pero Baroja, en esta segunda parte, comete, a mi juicio, la
torpeza de retirarle a María la palabra. La narración vuelve a la tercera
persona y a partir de entonces la novela que estábamos leyendo solo aparecerá
de cuando en cuando, en breves situaciones, escondida en un revuelto de trastos
industriales, máquinas viejas, tipos curiosos, calles de Londres y simpáticas
intervenciones de Iturrioz. Y además Baroja comete uno de sus rarísimos
deslices estilísticos: no hay página en la que no aparezca una vez por lo menos
la palabra negro, casas negras, suelos negros, nieblas negras, rostros negros,
calles negras, barcos negros, etc., etc., con una profusión que no puede
deberse a ningún propósito impresionista, que no puede ser más que un descuido.
El lector está entregado a María y a su amiga Natalia, y cuando la narración,
ya en la línea de tres cuartos, debía estar volando, Baroja se entretiene con
sus descripciones de rimeros de cosas, con sus tipos estrambóticos y
característicos y con sus paisajes negros. Muy Baroja todo, sí, pero no ahí, no
en ese momento, no en ese tramo de la narración. El autor ha presentado tan
bien a las dos mujeres que, puesto que viven por Boomsbury, tampoco veríamos en
absoluto chirriante que sencillamente profundizasen en su amistad.
Baroja tuvo la oportunidad, antes que Mansfield, de contar una historia de amor
entre dos mujeres, y si seguía con la primera persona las cosas podrían haber
ido por ahí sin el menor asomo de morbo, con asombrosa naturalidad para los tiempos que eran y para la severidad erótica de don Pío. Los respectivos novios que les salen
(a Natalia el optimista Roche, ya separado, y a María el repentino Vladimir -de
pronto amigo, de pronto amado y de pronto traidor-) no encajan bien en la
lógica de la narración. Forman parte de la nómina. Pero si María hubiese tenido
que hablar de ellos (y de Natalia) en primera persona, la cosa habría exigido
mucho más de todo. Dickens no habría sido entonces en esta novela un catálogo turístico de Londres ni el reflejo de algunos personajes muy queridos, sino ese gran personaje que desboca la narración. Tan gran personaje que, después de dos novelas, aún esperaríamos alguna más.
Por eso,
terminada la novela, el cambio de voz no es una audacia sino una renuncia. En
Baroja la amistad está siempre por encima del amor. La relación entre María y
Natalia es de una pureza enternecedora. Baroja se asoma a las puertas de su
afecto, pero, tímido, prefiere ignorar lo que ve cualquier lector. Incluso creo
que cambió de voz porque, como dice la propia María al final, no tuvo fuerzas
para ser inmoral, dicho sea en los términos de aquellos tiempos, por más que ella misma, e Iturrioz, y por supuesto Baroja,
considerase que esa inmoralidad no es más que un acto de afirmación de la mejor
parte del individuo.
María,
en fin, se casará con el primo Venancio, un tipo que nos cae bien desde La dama errante, sensato, valiente,
viudo y con cuatro hijos, y Londres quedará en ese nimbo, en esa niebla juvenil
en la que siempre estuvo a punto de pasar de todo.
Viajando con Dos Passos por España (Rocinante vuelve al camino) el autor recomienda dos obras de Baroja: La princesa errante y La ciudad de la niebla.
ResponderEliminarAhí estaba yo cuando me encontré con las dos últimas entradas de tu blog.
Curioso.
Rafael Esteban