26.9.19

Tomatera


El huerto está como despeluchado, exhausto del verano. Algunos tomates hermosos, de corazón de buey o rosas de Barbastro, siguen en la rama, grandes, duros, verdes, esperando a que el veranillo de San Miguel los termine de hacer. Todavía crece algún calabacín, quedan cebollas y el ritmo de recogida de las judías todavía da para comerlas con frecuencia. Tan solo los hinojos y las coles, plantados más tarde, siguen creciendo en silencio, porque las acelgas y las espinacas fueron pasto de los caracoles. Pero a los exquisitos puerros ya les ha salido la flor, pronto recogeremos la grana.
Los tomates, tan flamencos ellos, tan exuberantes, han cedido al peso de los frutos y ya no tienen suficiente con el rodrigón de vara de ciprés que les puse para que se sostuviesen. Hay ahora que levantar las ramas largas, atarlas otra vez al palo, enredarlas con otras un poco más tiesas. Los frutos se comen la planta, la desecan. Las cebollas asoman como si la tierra las escupiera, y sus filodios, todavía verdes, yacen flácidos unos encima de otros.  Las hojas del calabacín, esas hojas grandes, ásperas, granulosas, que parecen inundarlo todo, están blancas y agotadas, encanecidas de moho, como si recibieran más agua de la que necesitan para producir. 
De ahora en adelante, hablar del huerto es escribir la crónica de un deterioro, el invierno de las hortalizas, la decrepitud de la diosa Pomona. En agosto todo estaba en su apogeo. A principios de septiembre todo maduró a la vez, y cada día subíamos una cesta cumplida, y aún quedan judías y tomates, al menos, pienso yo, hasta principios de octubre, hasta el principio del frío. Pero luego el huerto quedará cubierto de pajas secas, sombreado con el verde oscuro de las gramas y los cardillos. Estamos terminando septiembre y todo aún parece vivo pero ya le pesa el cansancio. Las plantas están como asomadas a la galería, a entrar en calor, más que dándose baños de luz. Antes la gente no encendía hasta que llegaba el Pilar, ahora varían los elementos, pero el huerto me temo que sigue un ritmo parecido. Los hortelanos de verdad, salvo los amantes de los yerbajos, no dejan que esta sensación de agotamiento se apodere del bancal. Sus lechugas y sus escarolas son un rastro de vida, los nabos, las calabazas tardías. A nosotros tan solo nos quedan esas coles azuladas y los penachos de hinojo. Antes del plástico transparente los inviernos debían estar llenos de berzas y de cardos. Aquí a los cardos hay que cubrirlos de tierra y a las coles rodearlas de ceniza. Aquí el invierno es crudo.

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