24.4.20

La contagión, 40


Hace días que dejamos de contar los muertos, se mezclaron los oficiales con los clandestinos, los que tenían certificado y los que no se sabe de qué se han muerto, incluso los que es posible que hayan muerto porque en el silencio de las calles nadie ha visto luz en sus ventanas. Entretenemos la vigilia como esos parientes que fuman en la acera de los tanatorios y hablan de cualquier cosa que no tenga que ver con la muerte. Los periódicos solo se ocupan de los cadáveres ilustres, y de aquellos que lograron alcanzar la orilla y aún respiran. Pero llega el día en que un amigo ha perdido a su madre. Es verdad, los ancianos no saben si les dan o no les dan la mano, ni siquiera ven al ser traído del futuro que los atiende al mismo tiempo que se protege de ellos. Lo sabemos los demás, y lo olvidamos porque estamos vivos. Pero a veces nos pasa una ráfaga de viento helado, una fotografía, el desconsuelo de alguien a quien hemos visto reír, y entonces nos damos cuenta de que solo aspiramos a morir cuando nos toque, cuando nos toque a cada uno, en esa individualidad que el virus diluye en cifras y estadísticas. Acompañamos a los moribundos porque no queremos que nos dejen solos cuando también nosotros, con nuestra vida a cuestas, lleguemos al final. Se me viene a la memoria el adjetivo innoble, el que cierra el libro Ardor guerrero, de Muñoz Molina, para mi gusto el mejor que ha escrito, cuando refiere la muerte por accidente de un amigo. Eso es lo malo, lo innoble de morir así, sin una enfermedad propia, sin un argumento personal, disuelto en números aproximados. Nos acostumbramos a lo inverosímil, pero de pronto esa sonrisa, esa persona que fue joven, ese ahogo, ese sueño de láudano entre paredes de plástico. De pronto un amigo nos anuncia que es verdad, que está cerca y es posible. Sabemos que tenemos que morir, pero no soportamos la idea de que sea una muerte casi anónima, el resultado de muchas debilidades colectivas, pero no de un viaje único, individual, el que fuimos construyendo a fuerza de amor propio y dignidad. En ese sueño mortífero, con un tubo metido en el cuerpo, quizá nuestro único consuelo sea que alguien llore por nosotros, y con sus lágrimas nos dé sentido, y sea su recuerdo la ilusión de un paraíso.  

2 comentarios:

  1. Tengo un amigo en la UCI desde hace cuatro días, sí. No vemos cadáveres ni apenas ataúdes. Supongo que por este motivo esta situación tiene algo de irreal. Cuando tenía yo unos once años pasé media hora larga al lado de un cadáver, dos adultos y yo, media hora por lo menos, y recuerdo lo que es eso. En fin, cuando somos mayores, sesenta o más, normalmente ya hemos pasado por alguna muerte de alguien cercano, y la hemos visto también.
    De Muñoz Molina normalmente leo con gusto sus artículos pero sus libros, los pocos que he leído, me han costado muchísimo, desde el lejano "Invierno en Lisboa" que leí porque hablaba de jazz. Leeré, no sé cuándo, "Ardor guerrero", que lo tengo.

    Un abrazo

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  2. no fuiste el primero en morir así,
    crucificado, ni siquiera el único
    que de sí dijera ser primogénito
    ni omnipotente. Otros antes que tú
    hijos también de un dios verdadero
    la discordia sembraron como el grano
    de mostaza que crece y en cuyas ramas
    anidan en invierno negros pájaros.

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