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4.6.24

Lo que son las prisas


No soy muy amigo de esos finales premiosos que se empeñan en mantener hasta la última línea el ritmo sosegado del comienzo, pero tampoco de aquellos otros en los que parece que el autor se ha cansado del relato minucioso y tiene prisa por terminar. Es lo que ocurre con Eugenia Grandet: cuatro quintas partes llenas de asientos contables, letras del tesoro, inversiones en bolsa, luises, francos, escudos, el forro de haberes con que Balzac envuelve al insoportable vinatero Grandet para que odiemos a fuego lento a un avaro de retablillo, y luego, precipitadamente, los personajes empiezan a morirse en dos líneas y la trama se convierte en resumen, taquigráfico en ocasiones, hasta el punto de que, teniendo en cuenta el brío de la prosa balzaquiana, hay muertes tan fugaces que hasta pasan desapercibidas, sin ir más lejos la que deja viuda a la protagonista.
La novela parte de un planteamiento muy Molière. Balzac carga las tintas con un avaro repulsivo, un vulgar tonelero, como esos otros personajes suyos que se hacen ricos sin serlo por su casa, que esclaviza a su mujer, la ilota, y se desentiende de que tiene una hija, Eugenia, que quizá piense y sienta por sí misma. Las dos mujeres temen al astuto e inmensamente avaro padre, y se refugian en la criada, Nanon, de la estirpe de la nodriza de Julieta, contrafigura del corazón encallecido, como diría Flaubert, que tiene el padre. 

Hasta que la novela da el primer giro argumental importante se consume casi la mitad en recalcar con todo tipo de números contables la condición miserable de Grandet, quizá interesante para saber cómo funcionaba la economía francesa del momento, pero un poco excesivo por cuanto todo suena a comedia un tanto inflada, como si sobre una partitura representable Balzac se durmiera en la suerte. Hay pasajes que, sin dejar de tener esa inquieta hermosura de Balzac, dan idea de cómo recurre a la amplificatio: 


Y cuando Nanon roncaba hasta hacer temblar los techos, cuando el perro lobo vigilaba bostezando en el patio, cuando la señora y la señorita Grandet estaban completamente dormidas, era allí sin duda donde el extonelero encerraba para mimar, acariciar, abrigar y regodearse con su oro.


Y así sucesivamente, con una inercia convencida de la gracia que debe de producir en los lectores echar más papel contable sobre el fantoche, hasta que entra una acción algo más novelesca con la visita del primo Charles y el enamoramiento desatado por parte de Eugénie. Hasta entonces la hemos visto como a la hija sosa y difícil de casar, quizá por demasiado interesante: «Alta y robusta, no tenía nada de lo bonito que gusta al vulgo, pero era hermosa, con esa hermosura tan fácil de reconocer y de la que solo se enamoran los artistas». Pero Charles, pese a ser un petimetre, un dandi lechuguino, hijo de papá, no ve en ella nada más interesante que el floreo habitual hasta que su padre, hermano del avaro Grandet, pierde su fortuna, cae en desgracia y se suicida dejándolo sin un clavel. 

Es entonces cuando asistimos a un inicio de rehabilitación de Charles que en el fondo no es tal. Después de unos cuantos días abatido, llorando como un poeta («Ese joven no sirve para nada; piensa más en los muertos que en el dinero», dice su avariento tío), Charles termina por hacerse cargo de su situación y desatar desmelenadamente los sentimientos de Eugénie. El padre no solo no siente la muerte de su hermano, que se levanta la tapa de los sesos, sino que la ve como una oportunidad de hacer negocio con los acreedores que se arremolinan en torno a su cadáver para cobrarse las deudas. Pero lo que siente la hija es un ataque de desprendimiento y de piedad. «El padre y la hija habían coincidido, pues, en hacer el balance de sus fortunas respectivas; él para ir a vender su oro; Eugénie para arrojar el suyo en un océano de cariño».

De modo que el padre logra pulirse al sobrino, al que envía a que se busque la vida por el mundo, y de paso entra en trance obsesivo castigando a su hija, por haber intentado ayudarlo con sus ahorros, y provocando la enfermedad que llevará a su esposa a la tumba. Son las páginas, quizá, más intensas de la novela, cuando Eugénie, encerrada a pan y agua, se aferra a un sentimiento que tampoco se merece su primo Charles, pero a ella la conmueve «el vislumbre de un lujo visto a través del dolor», según una definición que da Balzac de las mujeres y que merece la pena copiar entera:


En cualquier situación tienen las mujeres más motivos de dolor que, colocado en la misma, tendría el hombre, y padecen más que él. El hombre tiene su fuerza y el ejercicio de sus facultades, y obra, va, viene, se ocupa en algo, piensa, considera el porvenir, y encuentra en todo esto motivos de consuelo. Esto es lo que hacía Charles. Pero la mujer se queda y permanece frente a frente con la tristeza, de la cual nada la distrae; desciende hasta el fondo del abismo que el dolor ha abierto, lo mide, y a menudo lo colma con sus lamentos y lágrimas. Esto es lo que hacía Eugénie. Comenzaba a iniciarse en lo que iba a ser su destino. Sentir, amar, sufrir, sacrificarse, será siempre el resumen de la vida de las mujeres.


    Y Charles, en efecto, se busca la vida, primero comerciando con esclavos, y luego casándose con la heredera de Aubrion. Su prima queda al margen, como si formara parte de la chatarra sentimental que dejó de lado al morir el padre. Y Eugénie, en un alarde de dignidad no sé si bien o mal entendida, gasta una parte de la enorme fortuna que, después de todo, le deja su padre para salvar el honor de su primo, y se casa sin amor con un pretendiente que le ayuda a gestionar esa fortuna unas pocas páginas, hasta que se muere. La verdad es que, después de la muerte de la madre, que aún tiene suficiente espacio dramático para que nos hastiemos de la insensibilidad del padre, las otras muertes se suceden en un derrumbamiento de la trama que solo deja en pie el inmarcesible virtud de Eugénie, entregada a los demás en su lago mustio de dinero. La que nos empezó pareciendo un poco boba, por demasiado enamoradiza, por no ver a los mangantes que la rodeaban, nos termina pareciendo como esos personajes que por ser fieles a sí mismos en contra de la opinión general terminan triunfando más allá incluso de lo que pretendían, en este caso el triunfo de la viudez (porque el marido se le muere en un abrir y cerrar de ojos) y de la sororidad con su querida Nanon. Que todo esto fuera ya inventario del material sobrante habría que verlo. Uno echa en falta un poco más de desarrollo en el regreso de Charles y en la actitud que toma Eugénie al final. Quizá la rapidez con que Balzac lo resuelve todo responde a que la función ya había terminado y el retrato del avaro provinciano y los cocodrilos del vecindario ya estaba más que listo. Pero quedaba Eugénie, quedaba ese atractivo que solo sienten los artistas y que queda como una fábula moral, como si al título hubiera que añadirle algo así como o la virtud hasta el fin, lo que no sé si dice mucho en favor de la heroína.


Honoré de Balzac, Eugénie Grandet (La Comedia humana, vol. VI, p. 287-504), trad. Aurelio Garzón, Hermida Editores, 2017, 761 p.

23.2.23

El arte de rematar


No sabía yo que Balzac fuera tan estúpido, y mira que lo he leído, pero, a tenor de lo que cuenta Zweig en su extensa y repetitiva biografía, la impresión que queda es la de un botarate, un acémila, un resentido, un acomplejado, y además gordo. Salvo los inevitables elogios a obras maestras de la talla de Papá Goriot, Las ilusiones perdidas o La prima Bette, y el hecho, también varias veces repetido, de que sus intuiciones para el negocio eran buenas pero demasiado prematuras para salir a flote, lo que queda del gran Balzac en esta biografía es la vida de un hombre iluso, un toro cerril obsesionado con hacer dinero y con que se le rindan tributos de aristócrata, envuelto en deudas hasta el día de su muerte, un gañán incapaz de llevar a buen puerto el más mínimo negocio ni de dosificar sus fuerzas, que con frecuencia tenía que comer de prestado y se dejaba mangonear por mujeres que lo despreciaban. Un pobre hombre, en suma, que sin embargo, mira por dónde, completó una de las obras más fascinantes de la historia de la literatura.
Uno comprende que lo más novelesco de su vida no sea su majestuosa transición entre romanticismo y realismo, por más que Zweig dedique unas líneas a otra de sus grandes aportaciones: haber descubierto a un escritor desconocido que acababa de publicar La cartuja de Parma; pero tampoco es verosímil este retrato de un oso feroz al tiempo que amaestrado, un galeote de la pluma que no sabía mantener un franco en el bolsillo, un autor admiradísimo en su tiempo de quien todo el mundo parece reírse, el gran adalid de los derechos de autor a quien editores, libreros, críticos y académicos tomaron siempre, parece ser, por el pito del sereno. Sabíamos, sí, de su irrefrenable torrencialidad al escribir, y que se consumió, apenas cumplidos los cincuenta, en millones de tazas de café cargado, el combustible que necesitaba para crear su mundo. Zweig no escamotea estas verdades, pero las tiñe siempre de exageraciones, múltiples veces repetidas, como un ritornello para que no dejemos de imaginar su aspecto de payaso triste, de negociante timado, de seductor baboso y de aparatoso coleccionista de objetos de mal gusto y mujeres de mal carácter. No hay descanso en esta farsa del gordinflón que escribe sin parar y vive escondido de sus múltiples acreedores. Zweig nos cuanta puntualmente todas las veces que perdió grandes sumas de dinero, pero no se detiene a contar las que volvió a salir a flote, y en vez de eso insiste una y otra vez en que Balzac era una especie de moroso Vázquez disfrazado de marqués a quien nadie quería cerca. Es muy fácil decir que la Academia lo ninguneó injustamente, después de cuatrocientas y pico páginas de tratarlo como a un fantoche.

No, no se lo toma en serio. Por más que hurgue sin piedad en su correspondencia con la dama rusa por quien recorrió varias veces Europa, en ningún momento la admiración va más allá del patetismo. Es como un monstruo de feria, el genio desbordante y atolondrado, el portentoso fabulista que hace las tonterías que no consiente a sus personajes, al menos a los más queridos. Y el caso es que su realismo, el Realismo, diríamos, parte siempre de la comprensión, de entender por qué la gente es como es, por qué unos se buscan la ruina y otros logran evadirla. No me termina de caber en la cabeza, en fin, que uno de los clásicos que mejor ha sabido mirar a los ojos de la gente fuera un perfecto imbécil. El mismo hecho de insistir casi más en sus fracasos teatrales que en sus éxitos novelísticos pero no explicar debidamente por qué, más allá del torrente narrativo con olor a café agrio, ya indica que lo que le interesa a Zweig no es un autor reflejado en una obra (que cita poco), sino su incapacidad para llevar una vida sosegada. Balzac ocupa en la literatura francesa un sitio similar al de Dickens en la inglesa: trajo el verdadero aliento de la vida, no la fría y minuciosa construcción; abrió los ventanales, no los cubrió de costosas vidrieras, y su verdadero empeño, como —menos mal— reconoce Zweig, fue el de ser un historiador del presente que le tocó vivir, más bien un intrahistoriador, quizá el primero.

Zweig, ya se sabe, tiene una escritura muy amena y elegante. Y repetitiva, repito, lo cual no es un defecto sino la manera que tiene de ser ameno. Avanza lo justo las peripecias para conocer que un nuevo empeño balzaquiano saldrá mal, como aquel que cuenta la anécdota de un perdedor demente, de un pobre lunático, admirable por la sobrehumana capacidad que tiene de meter la pata. Se le nota que quiere, en ocasiones, hacernos reír con la torpeza vital de Balzac, como si el disfrute de la gloria le eximiera de ser con él algo más considerado, siquiera comprensivo. Algo tendrían que ver en él sus amantes más allá de requiebros cursis o falsos, de fanfarronadas de timador e ideas de bombero. La vida de Balzac no pudo ser tan novelesca ni pudo hacer tantas tonterías, sencillamente porque no tuvo tiempo, porque murió antes de hora y se pasó la vida trabajando. Pero la biografía desproporciona los tiempos, nada de las dudas del artista, de la orientación de sus incesantes correcciones, de aquello que determinó radicalmente su vida. Todo lo ocupan las correrías, Balzac corriendo delante de un acreedor o detrás de una mujer, corriendo con la pluma y hablando a toda castaña, montando empresas de la noche a la mañana y saltando de puesto en puesto. Todo lo ocupa la vida social de un hombre que en realidad no tuvo vida social y que, por mucho que diga Zweig, tenía más sentido de la dignidad que narcisismo. Es imposible, escribiendo lo que escribió, que no supiera verse a sí mismo y, sobre todo, saber lo que los otros veían en él.


Stefan Zweig, Balzac, trad. Carlos Fortea, en Biografías, vol. II, pp. 1652-2075, Acantilado, 2021

11.7.22

Padres e hijas


Papá Goriot
es un ejemplo acabado de todas las virtudes y defectos de la gran novela balzaquiana. Con una impetuosidad tardorromántica (como Stendhal) y una retórica narrativa más atenta a describir situaciones que a hacerlas avanzar, Balzac fabuló sobre el mito del padre que paga sus delirios de grandeza, un rey Lear sin Cordelia, porque aquí Cordelia, la hija sensata y noble, es el estudiante Rastignac, verdadero protagonista de la novela. El mito, la sustancia, es muy compacto: un comerciante de fideos que se hace rico con sus trapicheos acapara una fortuna con la que quiere llegar a lo más alto de la sociedad parisina a través de sus hijas. Es capaz de vivir en una pensión de mala muerte para que sus hijas exhiban sus caras pedrerías junto a insensibles cazadotes. Se diría que en el pecado lleva la penitencia, porque las hijas le salen rana, y la una por la otra ni siquiera lo llevan a enterrar. Es como si a Harpagón lo hubiese perdido la confianza en sus hijos, y les hubiera entregado hasta los últimos ochavos para culminar en ellos su misión social. Goriot da lástima, pero tampoco mucha. Es víctima de ingratitud, pero también culpable de exceso de confianza en sí mismo y en sus descendientes. En la misma pensión donde vive hay otra muchacha repudiada por su padre, rico y craso, y en general el París que se nos presenta es el de hombres y mujeres que prostituyen su existencia mientras persiguen el triunfo a base de engañar y aparentar. Por momentos uno creía estar en una recepción de la duquesa de Guermantes (¡cuántas veces se me aparece Proust entre las páginas de Balzac!), en un cuadro abigarrado de postureos decimonónicos, eficaz aunque un poco cargante.
Es un mundo de frágiles conquistas, de aspirantes miserables, de mujeres que venden su dignidad por un vestido caro y hombres que regalan la suya a cambio de una amante conocida. En medio de ellos, el estudiante Rastignac, con vocación de trepa (pero más alelado y con mejores sentimientos que Julian Sorel, el de Rojo y negro), pasa de ser un pipiolo con aires de grandeza a un buen muchacho invadido por la ambición pero también por un sentido de la piedad que no es capaz de borrar. Quiere seguir el camino habitual: hacerse amante de una dama rica, salir de la pensión con la que quizá inauguró Balzac la novela de pensión, de tan largo aliento; para ello despluma a sus familiares y a quien se encuentra por delante, y no tiene empacho de apiadarse del viejo Goriot para entrar en el mundo de sus hijas. Pero ese apiadarse, que para seguir con el plan debiera haber sido falso, una treta más, resulta que en Rastignac es real. Balzac deja al zángano descerebrado y se centra en alguien que podría ser el mismo lector, horrorizado ante tanta vanidad sin escrúpulos, o el propio Balzac, que sermonea un poco en sus severos juicios sociales y morales. Salvo por ese final cínico de la última frase, se diría que la novela mata a Goriot pero resucita a Rastignac, su verdadero hijo, por más que no sea sino un compañero de pensión con ganas de medrar. Goriot hubiera dado algo por que sus hijas tuvieran ese último, inviolable sentido de la decencia, al menos con su anciano padre. 

Este mito lo aprovechó Galdós, como tanto de Balzac. Está entre el desangelado Villaamil, que sucumbe en la orilla, y el atormentado Torquemada, a quien también le habría salvado una piedad que no ha fomentado, y que pierde la cabeza por un hijo que empezó siendo un proyecto bursátil, poco más. En Balzac, este Rastignac es, también, ese personaje que no acaba de hundirse en el lodazal al que se asoma, como el Víctor de Miau, y las hijas de Goriot se parecen a las Rosalías y las doñas Pacas que empeñarían hasta el último gramo de decencia por mantener su posición social. 

La búsqueda del mito, del personaje contradictorio, es, como será luego en Galdós, la mayor de las virtudes de Balzac, y si solo fuera por eso la novela seguiría sosteniéndose como el primer día. Pero este clásico que arranca con un misterio se abandona después a los excesos de la descripción social, y nos regala un final adiposo y rataplanero que impacienta un poco al lector hodierno. En medio quedan los brillantes apuntes de alta sociedad, sus excursos morales, y una, digamos, abundosidad irrefrenable que es la que nos sigue llevando en andas por sus páginas.

Fui a parar a Papá Goriot, aunque vuelva de vez en cuando a Balzac, porque Houellebecq lo cita varias veces en Aniquilación. Y sí, lo que esperan los padres de los hijos o los hijos de los padres, los momentos límite en que esas esperanzas se sustancian, forman parte de las dos novelas. Pero si algo imitó (y muy bien) Houellebecq fue esa torrencialidad, la intensidad indeclinable, como si hubiera querido escribir un novelón y la lógica más escolar le indicara zambullirse en Balzac. Y a los dos, a fin de cuentas, quizá les pase lo mismo, ese exceso de grasa en los finales, esa sobrebundancia de materiales sobre lo mismo, ese insistir cuando ya se ha insistido. Quizá Balzac pusiera de moda esos finales excesivos, planeados, autónomos a veces, como pendientes tan solo de no acabar demasiado aprisa. En Papá Goriot, la agonía y muerte del anciano y la actitud de sus hijas se alarga hasta la exasperación (lo que hace que el lector sienta por un momento lo mismo que los personajes peor pensados), y en algunas escenas de pensión, por su afán descriptivo, los diálogos se duermen un poco en la suerte. En sus novelas cortas no me pasa, pero en las largas me cansa esa voluntad sinfónica, que sume un interesante camino en el pantano de la grandilocuencia. Fue hace casi doscientos años. Con que ahora muchos tuvieran solamente esos defectos, ya nos daríamos por satisfechos.

21.2.21

La sangre y el mercado


La vendetta
, tercera entrega de La comedia humana, es quizá su primera novela redonda en el sentido que le damos ahora: una trama de estructura compensada, unos personajes bien desarrollados y un final muy elocuente. El argumento le habría bastado a Zola para pensar en L’Assomoir, pero también a Lorca para plantear sus Bodas de sangre. Pero esta novela tan bien hecha es algo más: un ejemplo meridiano de la transición del romanticismo al realismo. Igual que hiciera con los temas clasicistas, Balzac desarrolla una novela de aventuras que con gusto habrían firmado los Dumas, pero, justo donde la novela romántica termina, Balzac añade un epílogo casi naturalista.
El comienzo es muy francés, pero no tanto porque aparezca Napoleón charlando con un paisano corso, sino porque es eso, lo corso, por lo que tiene de italiano, lo que excita la imaginación del autor: vanganzas entre familias, crueldad sin límites y un sentido irracional del patriotismo terruñero. El paisano, Bartolomé del Piombo, se vio envuelto en una guerra de familias contra los Porta que, en principio, no dejó títere con cabeza. Napoleón aquí no es más que la excusa histórica para lanzarse al tan romántico salvajismo mediterráneo: Piombo perdió sus posesiones y a sus familiares, y solo le quedó una hija, Ginebra, y su mujer, con las que acude sin blanca a que Napoleón los proteja. El propio Piombo aniquiló sin piedad a toda la familia Porta, incluso a un niño de seis años al que, antes de quemar la casa, ató a la cama donde dormía. El exotismo de la barbarie meridional es marca del romanticismo a lo Merimée, que aquí Balzac explota a todo su sabor.

Pero quince años después las tornas han cambiado y vuelto a cambiar y Napoleón ha sido desterrado a Santa Elena. Los bonapartistas son proscritos, los realistas los hostigan, todo ello representado en un taller de pintura en el que señoritas realistas murmuran y malmeten contra señoritas sospechosas, a la cabeza de ellas Ginebra, un típico producto corso: «Educada como en Córcega, Ginebra era en cierto modo la hija de la naturaleza, ignoraba la mentira y se entregaba sinceramente a sus impresiones, las confesaba, o más bien las dejaba adivinar sin el artificio de la pequeña calculadora coquetería de las jóvenes de París». Más adelante, Balzac nos dice de ella que era «inflexible en sus caprichos, vindicativa y colética como lo había sido Bartolomé en su juventud». Ese exceso de sangre es el que desata la trama. Porque el maestro del taller de pintura, Servin, esconde en un cuartucho a un joven bonapartista que se recupera de un tajo en el antebrazo. Ginebra, apartada por las niñas bien a un rincón del taller, lo descubre, se deja llevar por la curiosidad y habla con él. «¡Aquel proscrito era un hijo de Córcega, y hablaba su lenguaje querido!», lo que, claro está, es suficiente para que se enamore.

Pero su sanguíneo padre no está por la labor. Quiere a su hija para él, incluso le reprocha que lo traicione, con esa cerrilidad egoísta y aldeana por la que se daba por hecho que una hija, sobre todo si solo hay una, no tiene derecho a fundar su propia familia sino solo a cuidar de los viejos. Balzac aquí carga las tintas: el viejo es un bestia, incluso amenaza de muerte a Ginebra, pero siempre quedan las pacientes maniobras de su esposa para que al final acceda, de muy mala gana, a conocer al pretendiente. La novela está madura para proceder a una anagnórisis en toda regla, bien montada porque Balzac ha sabido barrer a los centrales, es decir, llevar la intuición del lector por otro lado para meter el gol por donde desde el principio había que meterlo, y estas notas no pretenden estropear a nadie su lectura sino registrar la mía, de modo que las almas sensibles al spoiler deberían dejar de leer aquí, porque… ¡resulta que el novio, Luigi, es un Porta, precisamente el niño que Piombo ató a la cama, allá en la salvaje Córcega, para socarrarlo junto a toda su familia! ¡La venganza no había culminado! Pero son corsos, y también la hija, que planta a sus padres y se larga con el muchacho. 

    Hasta que llegó Balzac, este tipo de novelas, tan entretenidas, se acababan en semejante final feliz. El romanticismo llega y sigue llegando hasta ahí, pero, otra vez, Balzac da un paso más. Los novios se casan, se aman, son dichosos, viven en un piso muy bonito, pero tienen que subsistir. Los románticos no contaban con este detalle, y el nuevo realismo los pone a los dos a trabajar, a ella pintando retratos y a él caligrafiando escrituras. Viven per sua mano, como cualquier hijo de vecino, por mucho que ella sea hija de un barón y él consiguiera la Legión de Honor. Tienen un niño y otra vez Balzac nos vuelve a despistar: ¿volverán los sicarios corsos a cumplir con la venganza? No, la venganza es otra.

Y aquí empieza Zola: la competencia los deja sin faena, tienen que trabajar como posesos, se abandonan al desánimo, pasan hambre y frío, hasta el punto de que Luigi decide venderse como carne de cañón por un puñado de monedas. Pero ya es tarde. El niño ha muerto y la madre, poco después, también. A Luigi solo le queda un mechón de pelo que su amada Ginebra le encarga llevar a su padre, como recuerdo de la hija que perdió. Y así lo hace, y en el mismo instante de cumplir la última voluntad, Luigi, delante de los padres de Ginebra, caer muerto. La vendetta, finalmente, se ha cumplido, pero no ha sido la sangre sino el mercado laboral. Digo Zola porque este final es el que alargaría en L’Assomoir hasta el hastío, no con corsos sino con otras víctimas menos ilustres de la realidad, y de paso fundaría el naturalismo tal y como lo habríamos de conocer. Claro que su impresionante novela no dejaría un regusto tan divertido como esta, tan romántico.


Honoré de Balzac, 'La vendetta', La Comedia humana, I, traducción (actualizada) de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, pp. 181-265.

19.2.21

Amor insuficiente


Balzac continúa dándoles la vuelta a las convenciones menandrinas de Molière. En El baile de Sceaux la figura central es Emilia, hija casadera de un «viejo vendeano», es decir, un simpatizante de las revueltas populares contrarrevolucionarias de finales del XVIII (un antecedente de lo que aquí sería la guerra carlista: siempre copiando a los vecinos). El padre, como todos los padres de comedia, quiere rancio abolengo con dinero, pero la hija, una niña pija de manual, quiere más, un par de Francia, de los muchos que tanto el gobierno revolucionario como luego Napoleón nombraban a capricho. A ella le dan igual las raíces del árbol genealógico, porque «existen muy buenas casas descendientes de bastardos» y «la historia de Francia abunda en príncipes con barras en su escudo», lo cual no significa que la niña pueda contentarse con un conde cualquiera. No basta —aunque es imprescindible— la nobleza de sangre: tiene, además, que codearse con la florinata.

La novela comienza, otra vez, con un largo preámbulo, esta vez histórico, sobre las nostalgias monárquicas del padre, y otra vez se desata en veloz y divertida narración cuando nos presenta a la hija tiquismiquis, que no ve más que defectos en sus pretendientes, todos ellos, según su padre, buenos partidos. Por ella no pasa la idea de que quizá el amor sea un buen motivo para casarse, y reivindica con altanería su derecho a decidir por sí misma. Tiene gracia esta paradoja: como producto de la Revolución, reclama su independencia de criterio; como cría de alta cuna, solo quiere un aristócrata poderoso. No hay revolución que elimine los vicios clasistas. Cien años después, como contaba Amor Towles en Un caballero en Moscú, los gerifaltes del partido quitaban las etiquetas de los vinos exclusivos para que parecieran iguales que los vinazos de taberna. Pero solo se las bebían ellos. Y otros cien años después, lo primero que hacen los partidos del pueblo es crear su propia aristocracia, o codearse con la de toda la vida. En fin, citaríamos a Lampedusa si no fuera tan manido.

El caso es que la niña mona melindrosa va dejando pasar el tiempo sin que aparezca nadie a su altura. Pero hete aquí que en un baile campestre, en Sceaux, fuera de las poses parisinas, su mirada se topa con un joven que la derrite, y «su egoísmo se metamorfoseaba en amor». Para conquistarlo, Emilia se vale de su tío, un anciano vicealmirante que no duda en faenar de celestino para que su ojito derecho encuentre al galán por quien bebe los vientos, en una escena de rancedumbre, equitación y duelo a primera sangre que no llega al río pero está muy bien pensada. Y sí, los jóvenes, Emilia y Maximilien, se enamoran como lo que son, pipiolos instintivos.

Hasta aquí, lo clásico. A partir de aquí, Balzac. Porque la niña, entre los sofocos del amor, solo tiene una preocupación: ¿estará Maximilien a su altura? El apellido, Longueville, figura en los legajos nobiliarios, pero… Es estupenda la escena en la que, en vez de preguntarle si la amará toda la vida, Emilia le pide los papeles. Y el otro, más volteriano que goethiano, la deja con la duda. Pero pronto se descubre la tostada, la gran tragedia de la muchacha: ¡Maximilien es un comerciante de paños! Es la rima que ata esta novela y la anterior (a no ser que el negocio textil sea la esencia de la serie, ya veremos), y un escollo que la desairada Emilia es incapaz de atravesar. No hay ola de amor que pueda con una tienda de ropa, ay.

Antes y después, en las comedias clasicistas y en las películas de Hollywood, la cosa debería volver a sus cauces melodramáticos. Aquí, no. Emilia rechaza a Maximilien, comme il se doit, sin esperar a las casualidades cómicas de siempre. Porque el buen mozo sacrificó su fortuna en favor de su hermano diplomático y por eso se quedó entre los retales, pero un accidente oportuno quitó de en medio al hermano y le dejó no solo la fortuna sino la condición de par de Francia. Cuando todo eso sucede (en media página), Emilia ya ha plegado velas y, a falta de pretendientes de tronío, se termina casando con su anciano tío, el vicealmirante que le hizo de alcahuete. Las murmuraciones especulan sobre qué tipo de matrimonio es ese, qué clase de comedia es esa en la que la doncella se acaba casando con el viejo tolerante. El prototipo que nosotros conocemos como El sí de las niñas acaba saltando por los aires, Emilia paga su ambición, aunque quizá sea lo más apropiado a su carácter. La comedia se hace real, y de paso nos proporciona un nuevo tópico que, por ejemplo, en manos de Galdós y su Evaristo Feijoo acabará cobrando una extraordinaria dignidad.

Como ya sucedió en la primera novela de la serie, Balzac nos sorprende por su frescura (una vez resuelto el expediente introductorio) y por su habilidad mitográfica. En medio de las casualidades de salón, Emilia es real, el ejemplo de la mujer que se hunde en sus aspiraciones, desde luego menos atractiva que Augustine, pero, otra vez, un modelo para que Stendhal lo explote en la fascinante Mathilde La Mole. Los guionistas de sobremesa no tienen más que acudir a estas novelas para encontrar sus tramas, aún ahora, aunque pocos se atreven a huir de los finales previsibles. Y, en fin, como ya me ocurrió en La casa de «El Gato juguetón», de pronto me encuentro con destellos, avant la lettre, de un tono familiar. Por ejemplo, en el momento en que Emilia siente por vez primera la atracción de Maximilien:


Nos ocurre a menudo mirar un vestido, una tapicería, un papel blanco con la suficiente distracción para no percibir en él inmediatemente una mota o algún punto brillante que más tarde impresionan súbitamente nuestros ojos como si no hubiesen aparecido hasta el instante en que los vemos; por una especie de fenómeno moral bastante semejante a este, la señorita de Fontaine reconoció en uno de aquellos jóvenes el tipo de las perfecciones exteriores en que ella soñaba desde hacía tanto tiempo.


¿Leyó esto Proust? 


Honoré de Balzac, 'El baile de Sceaux', La comedia humana, I, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, pp. 107-179.

18.2.21

El retrato de Augustine


Balzac es un monumento que todos conocen y pocos visitan. Por lo que a mí respecta, con Papá Goriot, Eugenia Grandet y Las ilusiones perdidas me he dado durante muchos años por satisfecho. Su enormidad, los 89 títulos de su Comedia humana, era una montaña demasiado poco accesible para una simple excursión. Pero en los últimos años la editorial Hermida decidió publicarla completa, en 17 volúmenes estupendamente bien editados, con traducción de Aurelio Garzón del Camino. Así que me ha dado por asomarme al primer tomo, y el viaje no ha podido empezar mejor. Salvo Las ilusiones perdidas, que ocupa un volumen entero, las novelas de Balzac son breves y, sobre todo, rápidas. El lector que le hinca el diente a La casa de «El Gato juguetón», la novela que inicia el ciclo, se amosca un poco con la detallada descripción inicial de la casa donde vive la familia del comerciante de paños Guillaume. Si todo es así, piensa uno, el camino se hará largo. Pero da la sensación (qué gusto da leer sin prejuicios académicos a un gran clásico) de que el primero en cansarse fue el propio Balzac, porque de inmediato la novela coge una velocidad extraordinaria, como si el autor se saltara las escenas intermedias y las descripciones innecesarias, y su prosa ubérrima se centra en el análisis de los personajes, más que de las acciones, de las que nos da unos pocos ejemplos breves, tres o cuatro conversaciones en momentos culminantes. ¿Hace falta más? Pues, terminada la novela, la verdad es que no.

La historia se centra en Augustine (en la novela se castellaniza el nombre, pero en la última edición se volvió a dejar como es), hija menor del pañero, que como todos los pequeños burgueses de la época, primer tercio del XIX, soñaba con casar a sus hijas con algún mozo solvente. La mayor, Virginie, ama al perfecto heredero del negocio, que sin embargo bebe los vientos por la pequeña, quien, a su vez, se encandila con un artista (“todos los artistas son unos muertos de hambre”, sentencia el padre). Un planteamiento tan molière solo puede resolverse con un regreso al orden, expediente que Balzac ventila en muy pocas páginas, porque resulta que el artista, el pintor Sommervieux, no es ningún mindundi, tiene dinero y además, ah, pertenece al gran mundo, se codea con aristócratas y se riza el pelo a lo Calígula. Y es ahí donde Balzac se olvida de las comedias de salón para centrarse en el retrato de Augustine.

La idea (la tesis, podríamos decir) es que los matrimonios interclasistas siempre fracasan. En un par de páginas Balzac los casa y los desgracia. Sommervieux es un artista, rodeado de modelos desnudas y amante de mujeres aristocráticas, sobre todo una, la duquesa de Carigliano, a la que regala el retrato al óleo que pintó de Augustine. Y ahí está el drama de la muchacha: engañada por un fanfarrón, Augustine se siente despreciada; acude a sus padres, que, sobre todo el padre, se huelen la tostada y la empujan al divorcio. Pero ella quiere recuperar a su marido, lo que da lugar a la estupenda escena cumbre de la novela. Augustine visita a la duquesa de Carigliano y, con humildad enamorada, le expone la situación. Y la duquesa, espléndida, la comprende y la ayuda, sobre todo porque para ella Sommervieux es lo mismo que Augustine para su marido, y también lo sustituye por un joven aristócrata de usar y tirar. Si uno se encontrara con los parlamentos de la Carigliano en las páginas que Proust le dedicó a la duquesa de Guermantes, tardaría en darse cuenta del cambiazo, igual que si los encontrara, más próximos, en los de la duquesa de Sanseverina de La cartuja de Parma. 

La Carigliano castiga al pintor devolviendo el retrato de Augustine, pero él sospecha que se lo ha regalado al petimetre que lo sustituye, lo que le hace montar en cólera y destrozar el corazón de su mujer. Balzac ya ha contado lo que quería. Stendhal habría seguido, pero él factura un final precipitado con el hundimiento y muerte de la pobre Augustine. La novela queda, así, en una escena, en el resumen de una trama que habría dado mucho de sí, pero también en la esencia de lo que habría que recordar. Porque, a fin de cuentas, no es lo mismo disfrutar de una novela que recordarla. Gozamos de un mundo, pero recordamos una escena; admiramos una trama, pero se nos queda una imagen, un retrato, una voz. Es como si Balzac supiera qué es lo que va a quedar de su novela, la mujer que se rebaja para reconquistar a su marido adúltero, un tema que luego ha dado y sigue dando mucho de sí. En términos pictóricos, La casa de «El Gato juguetón» es un cuadro a medio hacer del que solo emerge una figura (dos) y lo demás queda difuminado, resuelto en pinceladas rápidas, apenas esbozado y rematado en cuatro trazos. ¿Y no es moderna esa forma de pintar? Particularmente me cansan esas novelas que se empeñan en mantener hasta el final las mismas proporciones, el mismo ritmo y la misma densidad. El caso de Balzac es justo el contrario: el planteamiento (el pintor observando desde fuera la casa del pañero) es moroso y pacientemente hilado; la escena cumbre, de perfectas hechuras; el final, un apaño cosido de cualquier manera. Lo bueno es que se nota que, al escribirla, el autor ha empezado con esmero y parsimonia, que se ha lanzado al encontrar la entraña de su personaje, y que luego ha tenido prisa en terminar, y eso confiere a la novela un carácter más vivo y orgánico que si todas las piezas hubieran merecido el mismo empeño, la misma dedicación y el mismo espacio. Es en esa imperfección donde la novela consigue la vitalidad. Acabar de cualquier manera es lo que hacemos cuando hemos entregado todo lo que queríamos dar. 


Honoré de Balzac, 'La casa de «El Gato juguetón»', La Comedia humana, I, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Hermida editores, 2015, pp. 33-105.

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