30.11.05

Limbo


Es una lástima que ya no exista el limbo, ese lejano país. Se conoce que una comisión de graves teólogos ha dictaminado que se trata de una especulación tridentina sin fundamento. Me hubiera gustado estar en la rueda de prensa donde lo anunciaron: “Buenos días. El limbo no existe. Adiós.” En las tertulias teológicas que yo frecuento se comenta mucho estos días, no obstante, que lo del limbo es una buena señal, porque siempre lo ponen los más retrógrados y lo quitan los más progresistas.
Yo prefiero que lo dejen, precisamente por la misma razón por la que lo quieren quitar: porque lo consideran un pintoresco invento pagano de peligrosas raíces epicúreas. En el limbo uno no siente ni padece, está lejos de Dios pero no le duelen las articulaciones. No hay nada por lo que atormentarse, ni recuerdo que te perturbe ni deseo que te martirice. No es, desde luego, esa luminosidad abstracta del paraíso, que, por lo menos en la Divina Comedia, resulta bastante más sosa que la gusanera del infierno. Pero tampoco es el purgatorio porque allí nadie purga nada, nadie salda deudas ni le escuecen los fracasos. La gente está tan a gusto sin que le duela nada que practica unos modales exquisitos, su refinada educación levanta muros de amabilidad infranqueables, nadie sabe nada de nadie y no se conciben los abusos de confianza ni los arrebatos de sangre. En el limbo la gente no bosteza porque, por no dolerle, ni siquiera le duele el tiempo.
El limbo viene a ser que te dejen en paz, “la vida que no sabe engañar”, dice Virgilio en sus Geórgicas. De pequeño, cuando algún maestro te reprendía porque estabas en el limbo, daba la sensación de que le molestase que te lo estuvieras pasando bien dentro de ti mismo, de que exigiera estar vivo del todo para gozarlo todo y sufrirlo todo. El limbo, definitivamente, no era el sitio donde iban los niños sin bautizar, sino adonde no nos dejaban ir a los niños ya bautizados. Yo siempre me lo imaginaba en el campo, pero no por Virgilio, no todavía, sino porque aquí al limbo de los vivos lo llamaban estar en la higuera, con desprecio, como si fuese algo malo.

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