10.7.08

OTOÑO RUSO, IX

Capítulo noveno
Viva los novios

A la tía Angelita ya le han puesto la prótesis en la cadera. Tiene que andar desde el primer día porque si no el médico dice que se encasquilla, pero aún tendrá que estar toda esta semana en el hospital. Bernardo y Matilde han decidido tenerlo todo preparado para que cuando salga de la clínica no sea extorsión para nadie. Bernardo no mintió, dijo que un compañero de Fomento, Mingo, conocía a una extranjera con experiencia en cuidar ancianas, una mujer, como se suele decir, con buenas referencias. Tan sólo había que entrevistarse con ella a ver si nos cuadra o no nos cuadra, y si acaso, para que no se les escapase, empezar a pagarle cuando antes, de modo que ya esté en casa cuando suelten a la tía. Hubo también una pequeña discusión a propósito de la entrevista. ¿Qué se le pregunta en estos casos? ¿Cómo saber que sabe cuidar ancianas, si nosotros ni nos atreveríamos con ella?
-No te preocupes, Matilde –dijo Bernardo-. Yo me encargo de todo. Si algo sale mal, siempre me puedes echar las culpas.
Para Bernardo fue un alivio que Matilde dejara todo en sus manos. Había conocido a Tatiana el mismo día que guisó el conejo con la excusa de hacerle un obsequio al anciano mujik. Al final el conejo se lo comió el perro, pero al salir de casa, cuando ya estaba metiendo las llaves en el jeep para volverse a Teruel, el anciano pasó por la puerta y al reconocer a Bernardo se deshizo en parabienes y zalemas. El hombre sólo decía palabras sueltas que Bernardo no estaba seguro de si estaban dichas en ruso o en castellano, pero a la hija se la entendía perfectamente.
Mingo llevaba razón. Era una imponente mujer de unos cuarenta años. Alta, flamenca, guapetona. Nadie habló en aquel momento de cuidar ancianas. Tan sólo rememoraron el encuentro en el monte y Bernardo preguntó si la perra estaba preñada. El anciano dijo que era pronto aún para saberlo, y la hija lo tradujo. Bernardo estuvo muy cohibido. Esperaba una mujer gorda, coloradota y con un pañuelo en la cabeza, de estas que gesticulan mucho ante la cámara cuando las sacan en el telediario porque ha habido una fuga radiactiva. Pero encontró una mujer pálida de rasgos muy marcados, con los labios muy oscuros y una sombra morada en el contorno de los ojos. Bernardo no tiene mucho arranque y no sabía muy bien qué decirles. La belleza le cohibía. Se limitó a preguntarles qué tal les iba en el pueblo, y la mujer dijo que aún no lo sabía.
-Queremos arreglar papeles para natsionalidad, pero…
Y la mujer gesticuló un poco como las del telediario y negó con la cabeza porque no encontraba las palabras. Es posible que si entonces Bernardo hubiera tenido las manos quietas nada de lo que aquí se cuenta hubiera llegado a pasar. Tampoco merece la pena juzgar por qué lo hizo, por qué se metió la mano en ese momento al bolsillo interior del Barbour y sacó una tarjeta del Instituto Geográfico Nacional que él mismo diseñó hace algún tiempo con su nombre y el número y la dirección de su oficina en la Avenida de Sagunto. Las letras y los números están impresos sobre un fondo de curvas de nivel, a Bernardo le pareció un detalle bonito. Hasta entonces había dado su tarjeta en un congreso de cartografía y en la boda de la hermana de Pototo, que se casó con un ingeniero de montes. Se la había dado también a un vendedor de guías de senderismo que se pasó por la oficina, a Mingo, a Juan Antonio, un amigo cazador y ecologista de Alfambra que forma parte del colectivo Sollavientos, y a nadie más. Bernardo, más que tímido o reservado, es un poco güino. Selecciona los depositarios de su tarjeta que pueden granjearle algún discreto beneficio, pero se cuida muy mucho, por ejemplo, de que circule por el edificio de Fomento, no le vayan a mandar faena, por listo.
Es difícil saber si Bernardo se comportó entonces movido por los nervios, por no saber qué decir, por coger una tarjeta del bolsillo como el que coge sin darse cuenta un cigarrillo o un pañuelo con el que quitarse el sudor que le corre por las sienes, o si el acto de sacar la tarjeta no fue más reflejo que el de su instinto desenfundador. Para Bernardo, incluso, el movimiento instintivo no fue ni tímido ni depredador, sino naturalmente solidario. Bernardo se ofreció a preguntar los pasos que tenía que dar Tatiana Illínichna por la Administración, pero la verdad es que cuando se ofreció no había sacado aún la tarjeta del bolsillo interior del Barbour.
Lo que verdaderamente desencadenó el acto reflejo fue la vibración del móvil que Bernardo sintió en la ingle cuando estaba saludando a Tatiana Illínichna y a Rodión Íllich, el viejo mujik. Era la llamada de Matilde. Bernardo se puso tan nervioso que las manos le actuaron por su cuenta, como si el cuerpo hubiese adquirido comportamientos oníricos mientras la mente se mantenía lúcida. Tampoco es para confundir las causas con las culpas. Bastante tiene la pobre Matilde como para que encima le echemos las culpas. Lo más seguro es que la culpa fuese del móvil.
El caso es que Matilde, la pobre, además de llamarlo por teléfono en el momento más inoportuno, también ha puesto en sus manos el trabajo de seleccionar a una extranjera que aguante día y noche a su tía Angelita. De modo que cuando, al día siguiente de aquel encuentro en Alfambra, por la mañana temprano, nada más llegar Bernardo a la oficina, Tatiana Illínichna llama por teléfono para decir que es su día libre y puede bajar a Teruel a arreglar los papeles, las causas y las culpas y las tarjetas se sustancian en que Tatiana puede pulsar el timbre del telefonillo en cualquier momento y eso perturba a Bernardo hasta el punto de que no es capaz de ponerse a trabajar en toda la mañana.
Tras largas horas de angustia y de hacer el tonto, suena el timbre del telefonillo. Son casi las tres de la tarde. Julia se ha ido con el instituto a visitar la Central Hidroeléctrica del Carburo y después la Escuela de Capacitación Agraria de San Blas. Irán andando y comerán en el río. Matilde se ha quedado a comer en la clínica porque su madre le cambia el turno a las dos de la tarde, después de que Matilde haya intentado dormir un poco por la mañana. Cuando Bernardo contesta por el interfono, no escucha la voz de Tatiana sino la de Purificación, la limpiadora.
Bernardo no contaba con esta contingencia de última hora. No es en absoluto recomendable mantener una entrevista con una mujer como Tatiana delante de Purificación Peláez, obsesionada con reordenar la vida según el argumento de las telenovelas y contarlo luego a todo el mundo. Por eso Bernardo hace lo de cualquier día, finge que se le ha pasado la mañana volando, tira el lápiz encima del mapa, se recuesta en la silla, pone las manos en el cogote y, mientras se despereza, saluda a Purificación Peláez, Puri. Luego se pone el Barbour y sale a la calle. A esas horas todo el mundo está comiendo. El edificio de Fomento ya está vacío. En el colegio de las Anejas que hay enfrente ya no hay niños ni madres ni padres que esperan a los niños. Bernardo se queda solo, el día está plomizo, hace un poco de cierzo, puede que llueva esta tarde.
Ya está a punto de marcharse cuando ve subir desde la fuente de Torán la figura de Tatiana. Camina muy deprisa, con pasos algo caballunos, la tarjeta de Bernardo en una mano y en la otra un portafolios que a Bernardo, a lo lejos, le parece anticuado, como de eskay. Tatiana lleva un traje chaqueta gris con un anorak negro un dedo más corto que la chaqueta. Desde la otra acera Bernardo piensa que Tatiana se ha vestido con la ropa de los domingos para bajar a Teruel. Matilde tiene un traje chaqueta parecido, pero es de Dolce Gabanna.
Tatiana se disculpa, está colorada de cruzar el puente a toda prisa. Ha estado toda la mañana tratando de solucionar los papeles, quería dejarlo hoy todo arreglado pero al final está como al principio. Bernardo tiene la sensación de que Tatiana está disculpándose por no haber sabido solucionar las cosas sin necesidad de pedirayuda.
-La oficina está cerrada –dice Bernardo-. Si quiere podemos ir a algún sitio y me enseña esos papeles.
Lo ha dicho tranquilo, otra vez dueño de la situación. Hace mucho la hora y el que no haya nadie por ninguna parte, de modo que caminan juntos sin que Bernardo tenga decidido dónde. De momento no cruza de acera porque en el Pegaso seguro que está Mingo tomándose la última copa, antes de irse a comer. También pasa de largo el hotel Oriente, donde de vez en cuando se dejan caer los maridos de las amigas de Matilde, y el bar Los Amantes y el Café Central y el Mudéjar, llenos de hombres conocidos, ni tampoco la cafetería de Muñoz, llena de mujeres conocidas.
Hablan de vaguedades, de formalidades previas, del día, del tiempo, del frío de Teruel y el frío de Siberia, de su anciano padre. Bernardo se deja ir hasta que tuercen por la avenida de Aragón y decide entrar con Tatiana Illínichna en el Rincón de Hayer, un lugar donde no van las amigas de Matilde ni sus maridos ni sus hijos ni sus amistades. Es un bar grande, de olor característico, un poco fétido, olor de mugre detenida en las muescas de las mesas de madera, olor de millones de farias y miles de hombres que jugaron al guiñote. Dentro hay un restaurante bastante apañado, los días que se queda solo Bernardo suele ir allí. Dan bien de comer y no hay gente conocida. Los clientes son aves de paso, especies de otro ecosistema. No tiene nada de particular que invite a comer a una persona a la que va a resolverle unos asuntos y proponerle un trabajo, pero él se ha puesto la venda antes de la herida. Si Tatiana Illínichna fuese como esas mujeres del telediario que agitan los brazos y tienen el rostro curtido de trabajar en una central lechera postsoviética las cosas serían algo distintas. Pero Tatiana es, a ojos de Bernardo, una mujer muy llamativa, una mujer bandera, podríamos decir.
El comedor está hoy dividido en dos. Hay una mitad llena de mesas donde comen los clientes del menú, y la otra mitad está formada por una mesa larga corrida con el servicio puesto para una celebración. Bernardo iba buscando discreción y se ha metido en una boda, pero ya han pedido los macarrones con tomate y el sanjacobo. Los invitados no han llegado aún. Tatiana lleva debajo de la chaqueta una camisa blanca. Bernardo calcula sin querer, mientras coge las vinajeras, el volumen de su pecho.
Pero Bernardo no es grosero ni da pasos en falso. Ha adoptado una postura de seriedad cordial. Ha decidido parapetarse en la educación extrema. No quiere que se le escapen sonrisas ni torcimientos de boca que en un momento dado pudieran ser malinterpretados por parte de Tatiana o de cualquiera otro de los comensales o camareros o invitados de la mini boda. Además, si no fuese porque Tatiana es inmigrante, se sentiría un poco acomplejado, avergonzado de haber llevado a semejante tía a un local de diez euros el menú y una boda cutre de acompañamiento. Pero la va a contratar para un trabajo de 700 euros. Es como si eso equilibrara un poco las cosas. En cualquier otro restaurante de Teruel se sentiría más incómodo, más observado.
Tatiana habla con firmeza, la barbilla alta y los ojos bien abiertos. A Bernardo le sorprende lo bien que habla el castellano. Tiene un acento un poco tieso, como si hablase de memoria.
-En la nueva Ley de la Memoria Histórica dice que los brigadistas extranjeros que lucharon a favor de la República tienen derecho a la nacionalidad española –dice Tatiana Illínichna-. Yo no quiero nada que no me corresponda. No quiero nada que no diga la ley, pero quiero todo lo que la ley me ofrezca. Yo no sé si la nacionalidad española de mi padre puede hacer que nosotros seamos no ya ciudadanos españoles, sino miembros de la Comunidad Económica Europea, con libertad para trabajar, por ejemplo, en Polonia, porque una hermana mía vive allí, pero no como rusos sino como europeos. Y yo sólo quiero saberlo. Sólo quiero que me informen, pero no lo consigo.
Han empezado a llegar los invitados a la boda. Sólo ha llegado la mesa presidencial, por cuanto son los que ocupan los cuatro puestos de la cabecera de la mesa, los de los novios y los de los padrinos. La chica es una muchacha de aspecto sudamericano. Va acompañada por otra chica que se le parece bastante, algo más alta que ella pero también de rasgos andinos, y también parece andina la señora mayor que se sienta en un extremo de la cabecera. El novio es un hombre de cuarenta y tantos años, alto y colorado, un hombre de cualquier pueblo de la provincia que se dedica a las labores del campo. Tras ellos llegan dos jóvenes y un niño. Bernardo ve a los novios por detrás del rostro de Tatiana, un poco desenfocados.
-Yo voy a llamar a un amigo abogado para que me explique el modo de agilizar los trámites –dice Bernardo, que se ha dejado la mitad de los macarrones. Conforme escuchaba hablar a Tatiana se estaba arrepintiendo de no haberla llevado a comer a La Menta, su restaurante favorito, aunque estuviese allí comiendo la familia entera de María Dolores. Se arrepiente porque sus miedos y sus secretas intenciones se han fundido en un mismo tono admirativo. Le agrada comer con una mujer tan interesante, querría dar lo mejor de sí mismo. No se siente atraído ni furtivo sino encantado y a disposición de lo que Tatiana Illínichna le quiera mandar. Por supuesto que ha dejado atrás la idea de contratar a Tatiana para que sepa lo desagradables que podemos llegar a ser los españoles. Le interesa mucho más que le cuente en qué batalla estuvo su padre, se frota las manos de pensar que puede remover archivos o adelantar pesquisas para algo más interesante y más útil de lo que hace todas las mañanas y casi todas las tardes de su vida.
-Es que mi padre no habla mucho de esto. También estuvo en Leningrado y en Smolensk y en un montón de sitios más. Él tenía dieciocho o diecinueve años. A veces dice cosas, pero…
-Pero tiene documentación que lo acredite.
-Sí sí sí. Tengo un certificado de ejército ruso que allí dice que luchó con general Rojo en frente de Teruel –Tatiana, de pronto, había empezado a comerse alguna que otra palabra.
-Pero necesitará una traducción jurada. ¿Tiene copias? Déme una. De la traducción me encargo yo, no se preocupe. Mañana por la mañana preguntaré a un compañero que trabaja en Extranjería y a un amigo que es fiscal. Teruel lo bueno que tiene es eso –dice Bernardo, mientras trata de comerse el sanjacobo.
La boda sigue sin invitados. La presidencia lleva una hora impertérrita y sin dirigirse la palabra, la silla del novio está vacía, los jóvenes se han comido los panecillos y se han bebido el vino. Un niño aburrido cruza su mirada con la de Bernardo. Un camarero empieza a sacarles el cóctel de gambas. Bernardo sale al baño. De pronto, enfrascado como estaba en la Segunda Guerra Mundial, se le ha olvidado comprobar si lleva el móvil bloqueado.
Bernardo sale al bar y allí ve al novio, hablando por el móvil, agitando los brazos y pasándose la mano por el pelo.
-¡Pero venga, hombre, venir, joder, venir, que ya está la comida en la mesa, no me hagáis esto, pero hostia, pero me cago en la puta, pero, pero…!
Bernardo escucha los gritos del novio viejo mientras mea. Cuando sale del baño, el novio ha dejado de hablar. Está acodado en la barra, se ha quitado la corbata y está refregándose la cara con la palma de la mano. Al camarero le pide un cubalibre. Uno de los escasos invitados a la boda triste sale entonces del comedor. El novio termina el lingotazo y sale a despedirlo. “¿Has comido bien?”, le pregunta el novio, y le dice adiós.
De vuelta a la mesa, Bernardo se encuentra con que hay una gran fuente de langostinos entre los dos platos con restos de sanjacobo. Tatiana no los ha tocado. Bernardo la ve que sonríe y se ruboriza un poco. Tiene los dientes grandes, un poco estragados por los partos, por el poco hierro que deja que el tiempo devore las encías. A Matilde le pasó lo mismo, pero Matilde se reconstruyó la encía. También, en las junturas de los dientes de Tatiana, quedan rastros de nicotina. Matilde también fumaba, pero se blanqueó la dentadura.
-Dice camarero que han sobrao –dice Tatiana, en esa mezcla de sintaxis encorsetada y pronunciación popular que usan los extranjeros cuando van a otro país a trabajar, y señala la mesa vacía que tiene a su espalda, la mesa presidencial, que sigue, más que atónita, impertérrita, como conteniendo la respiración para que no se apague la llamita de dignidad que aún les queda.
Bernardo coge un langostino con los dedos y celebra la situación. Toda la mitad del restaurante de mesas individuales está comiendo langostinos. Todos miran la mesa desangelada y la hierática presidencia. Unos se ríen y otros disimulan, pero todo el mundo se está poniendo tibio de langostinos. Tatiana coge otro, lo pela con sumo cuidado. Sus uñas rojas no muy largas se meten bajo la cáscara del langostino con delicadeza. Pero sólo come uno. Su parlamento aún no ha terminado.
-Igual es mucho pedir, pero me haría usted un gran favor si conociese a alguien que precisa señora para cuidar a personas mayores. Ahora mismo tengo trabajo en el Ambulatorio de Alfambra, pero estoy buscando algo un poco mejor pagado.
Tatiana ha vuelto a hablar con exquisita corrección, sin imperfecciones ni vulgarismos, como si también se lo supiese de memoria, o hubiese ya pronunciado esta mañana la misma frase unas cuantas veces. Bernardo tiene ganas de gritar viva los novios, es lo mínimo que se merecen.

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