17.7.08

OTOÑO RUSO, XIII


Capítulo décimo tercero
Serrana negra

Hace unos días Bernardo llegó a las tres y cinco a comer, como todos los días, y Matilde le contó que el marido de Tatiana se había quedado sin trabajo. “Tenemos que hacer algo por ella”, le dijo. “Mira a ver si le encuentras algo”. Lo hizo con el entusiasmo suplementario de pensar que así Bernardo, en el caso de que las sospechas de Matilde se sustanciasen, sufriría problemas de conciencia. No se puede traicionar a quien te ayuda, pensó Matilde. Tatiana no me puede traicionar, y Bernardo tampoco puede aprovecharse del marido de Tatiana, pensaba. Bernardo tiene que saber constantemente que Tatiana está casada, que tiene un padre y un hijo, aparte de un marido cuyo carácter se inventó Matilde para la ocasión.
-Dice Tatiana que como no tiene trabajo está muy nervioso –dejó caer Matilde, y pensó que, como Bernardo siempre ha sido un poco cobardica, con esto bastaría para quitarle los pájaros de la cabeza, pero aun así añadió:- Estos rusos deben de ser todos un poco violentos.
Bernardo se tomó a pecho el encargo. Los papeleos de la nacionalidad no están saliendo bien. Quién le habrá metido en la cabeza a esa pobre mujer que la nacionalidad es hereditaria, piensa Bernardo. En todo caso, y después de muchos esfuerzos, conseguirán la nacionalidad para su padre, que es el que, dice, combatió en Teruel durante la Guerra Civil. Todavía no ha llegado la traducción jurada (que Bernardo, sin decírselo a Matilde, ha pagado ya de su bolsillo) del documento del ejército ruso que acredita su alistamiento. Y falta que, cuando llegue, si es que llega, sea suficiente con eso.
A Bernardo le gustaría explicárselo todo tranquilamente a Tatiana pero es imposible. Cometió un error al proponerle que cuidase a su tía. Ahora Tatiana está vigilada día y noche por la tía y de vez en cuando le pasa revista su mujer. Bernardo no va nunca a ver a la tía, finge que es porque no se acuerda, pero en realidad no quiere porque se pondría nervioso. Su mujer es muy larga, y la tía más. El mero hecho de que Matilde se haya puesto a leer Guerra y paz, ella que solo lee revistas de sala de espera, ya es un indicio de que está un poco mosca. Los ritmos habituales se han acelerado un poco, la frecuencia de las sonrisas y el tono de las preguntas. Matilde está celosa. Con lo obsesiva que puede llegar a ser, cabe plantearse si está más celosa porque Bernardo nunca vea a Tatiana en casa de su tía o porque pudiera estar con ella en alguna de las habitaciones de nombre peculiar de la casa de la calle Las Murallas. Sea como fuere, Matilde está celosa, su imaginación ha enfermado, piensa Bernardo, y desbarra un poco. Por lo demás, la actitud de Matilde es muy cariñosa pero ha vuelto a emplear la palabra cari, una cosa que a Bernardo le pone enfermo.
Bernardo trata de ser solícito con ella pero sin pasarse, que tampoco es bueno. Cuando Matilde le pidió que buscara un trabajo para el marido de Tatiana (“y si es posible aquí en Teruel, para que pueda estar junta toda la familia”), Bernardo llamó a Ramón, un amigo que tiene en la Cámara de Comercio. Los dos son del colectivo Sollavientos y habían hablado hace tiempo de Avigaster, una empresa dedicada, entre otras cosas, a la recuperación de la gallina serrana negra de Teruel. Bernardo expuso la situación sin ambages. Fue suficiente que dijera que se trataba de un compromiso para que su amigo Ramón llamase a Rodríguez el de la Caja Rural, que está también metido en Avigaster.
A media mañana ya tenía el teléfono de un ganadero de Escorihuela que formaba parte de la red de criadores de gallina serrana negra y necesitaba un empleado. Bernardo llamó de inmediato a Matilde, le dijo tan sólo que era una empresa avícola que se llamaba Avigaster. Matilde, a su vez, llamó a su tía y cuando se puso Tatiana le dijo que ya tenía trabajo para su marido, sin más. De lo de las gallinas se enteraron luego, y Matilde también, que además se ofreció a llevarlos en el Mini a Tatiana y a su marido y servir de traductora en el caso de que Tatiana no entendiese algún extremo legal. Hay que decir que Matilde estuvo a punto de decirle a Bernardo que viniera también, porque tenía curiosidad por saber cómo se comportan Tatiana y él cuando están juntos. Pero no se atrevió. Matilde conduce el Mini hasta la piscina de la Moratilla y para ir por la ciudad, pero la carretera le da un poco de respeto porque siempre conduce Bernardo. A ir a Escorihuela, sin embargo, sí se atreve.
De modo que han ido los tres a por la carretera de Alfambra. Mijaíl Denísovich Breshkovski iba sentado detrás, y veía los perfiles de las dos mujeres hablar en una lengua de la que no entendía una palabra. Días atrás, después del accidente del Arrabal y de que a la cuadrilla de polacos y búlgaros (y un ruso) se le acabase la faena, Mijaíl entró en un estado de postración que alarmó a toda la familia. Llamase Tatiana a la hora que llamase, Mijaíl estaba en la cama. No se levantaba ni para comer, pero tampoco quería que llamasen a ningún médico. Kolia y el abuelo se hacían la comida y le subían un plato a su dormitorio.
Todo esto sucedió en ausencia de Tatiana, que ya estaba interna en Teruel, y más bien porque ni Kolia ni el viejo Rodión querían asustarla. Pero el primer sábado que subió a verlos vio la casa arreglada y a su marido en la cama, mirando al techo, sudoroso y como consumido por la fiebre. Su primera reacción fue reprenderlos a todos porque no habían llamado al médico. Sólo tenía unas décimas de fiebre, pero llevaba varios días sin probar bocado, con los labios blancos de sed y los ojos irritados de llorar.
El mismo día que se quedó sin trabajo había estado viendo a Ilia, el compañero rumano que se accidentó en el Arrabal. Había salido ya de la UCI. Su familia le daba en rumano una explicaciones esperanzadas de las que Mijaíl sólo entendió los gestos, pero Mijaíl vio los enormes moratones que le anegaban el costado, casi una única mancha negruzca desde las axilas hasta la rodilla, y percibió un hedor extraño, algo que no tenía que ver con el aseo personal de nadie ni con los rastros de suspiros y medicamentos que se huelen en los hospitales. La mujer seguía muy asustada, pero ya parecía haberse repuesto un poco de la primera impresión. Al parecer, según dedujo Mijaíl, sólo tenía una pierna rota y todo el cuerpo magullado. Pero Mijaíl ya conocía ese olor extraño, y supo que aunque Ilia siguiese gimiendo y pidiendo agua, su cuerpo ya había empezado a morir.
Cuando regresó a su casa se metió a la cama sin cenar. Estaba muy impresionado. No se podía quitar de la cabeza la mirada de susto y de esperanza de la mujer y el infinito desconsuelo que había en los ojos de Ilia. Pero ya no era un miedo como el que, estos días atrás, llevó a Mijaíl a cometer un error del que se arrepentirá toda su vida. El día del accidente se puso tan nervioso que le levantó la voz a Tatiana y habló en tono sarcástico del abrigo de su suegro. Mijaíl Denísovich supo parar a tiempo la embestida del furor, la botella de vodka se quedó sin abrir. El abuelo Rodión hizo como que no escuchaba mientras metía palitos en el samovar, y Tatiana se limitó a decirle después, cuando subieron a la habitación, unas palabras muy duras: “Es mi padre”, le dijo, e inició un silencio casi involuntario, trufado de mensajes de intendencia, un haberse roto algo dentro que se prolongó hasta que, en efecto, aceptó el trabajo que le habían ofrecido en Teruel.
Desde entonces Mijaíl trató de hacer lo posible para reconducir la situación. En el último momento, y por culpa de un jodido abrigo, la separación de Tatiana era más que una cuestión laboral. El mismo día que visitó al compañero rumano había intentado verla, pero Tatiana siempre pone la excusa de que no puede dejar a la vieja ni tampoco admitir a nadie en casa. Le dice que venga a las once si puede, cuando Kolia sale al recreo y pueden hablar desde el balcón. Pero Mijaíl a las once solía estar subiendo ladrillos, acarreando escombros. Sólo hace los trabajos que no requieren dar explicaciones. Acarrear escombros se explica con dos gestos de la mano.
Mijaíl sintió a Tatiana cada vez más lejos, pero eso no fue lo peor. Al día siguiente de levantar la voz en presencia de Rodión por culpa de aquellos malditos rebollones, su hijo Kolia se había puesto el abrigo de su abuelo para ir al instituto. Mijaíl lo tomó como un desafío, como la señal inconfundible de cuáles son los bandos en la casa, o por lo menos de con quién estará Kolia en cualquier circunstancia. Desde que murió Serguéi, siente que su otro hijo le ha perdido el respeto. Fue él, Mijaíl, el que se empeñó en que Serguéi se alistara en el ejército. Fue él, por encima de las quejas de Tatiana, el que habló de la grandeza de Rusia, y quien lo abrazó emocionado cuando Serguéi, con diecinueve años, anunció que se iba a enrolar en la Flota del Norte, y que se marchaba a unas maniobras en el mar de Barents. Nikolái todavía era un niño. Y ahora, ocho años después, había estallado la rabia que encendió sus ojos en aquellas horas de angustia en Vidiáevo, la ciudadela de la Marina rusa donde los familiares aguardaban noticias del Kursk. No, no era solo defender a su madre ni a su abuelo. Había sido, para Mijaíl, como un acto de repudio, si es que un hijo puede repudiar a su padre. Un repudio largamente deseado.
Es y será imposible quitarse aquella tragedia de la cabeza. Mijaíl se empeñó en dejar el pueblo para irse a Irkusk y en dejar Irkusk para irse a España. Han emprendido un éxodo para borrar las infinitas circunstancias que volvían a traer a cada momento no ya la memoria de Serguéi sino el rencor hacia las autoridades rusas, como si lo hubiesen dejado morir dentro de aquel submarino por un exceso de soberbia, por ese mismo excesivo patriotismo que llenó de orgullo a Mijaíl cuando vio a su hijo mayor vestido con el uniforme del Ejército Ruso.
Pero todo ha salido mal. En el fondo, Mijaíl se quedó en la cama porque llegó a la conclusión de que era el sitio donde menos daño podía hacerse a sí mismo y a los demás. No puede buscar solo un trabajo porque nadie lo entiende ni él entiende a nadie. Debe compartir mantel con familiares que lo desprecian, pero lo peor sigue siendo que no puede pedir perdón a Tatiana. Además de que no pueda verla, sería cínico pedirle perdón, pero aun así lo intenta. Por ejemplo, cuando Tatiana lo encontró postrado, deshecho, dispuesto a dejarse morir.
-No puedo más, Tatiana. Necesito que me perdones –le dijo entonces.
-No hay nada que perdonar –le contestó Tatiana-. Lo que tienes que hacer es darte una ducha y afeitarte. He encontrado un trabajo para ti. Será sólo unas horas, muy cerca de Alfambra, un trabajo sencillo al aire libre. Pagan 400 euros y no es todo el día.
Mijaíl estuvo a punto de decirle que por ese sueldo se podía haber quedado en la central lechera del sovjoz, pero le amparó la lucidez. Obedecer a Tatiana es la única posibilidad de salvación. Él se mete en el asiento de atrás del Mini y escucha sin entender lo que habla Tatiana con esa mujer tan ostentosa. Ni tampoco dice nada cuando llegan al pueblo y hablan con un hombre gordo, colorado y sin cuello que lleva un palillo en la boca y sonríe mucho. Tatiana, de vez en cuando, le traduce algo.
-Es para cuidar gallinas. Son gallinas de denominación de origen.
Los cuatro llegan a un corral a las afueras del pueblo. Las gallinas, unas cincuenta, están en una de las dos mitades en que está dividido el corral. El hombre da instrucciones que Tatiana va traduciendo a Mijaíl. El trabajo es sencillo. Hay que vigilar a los gallos y dejarlas pastar sólo un lado del corral para que en el otro crezca la hierba. El hombre tampoco da muchas más explicaciones. Parece un tipo afable que lo da todo por hecho, que no considera que el lenguaje sea ningún problema. Ya nos entenderemos, viene a decir con su sonrisa bonachona.
Las dos mujeres se vuelven con el Mini a Teruel. Mijaíl se queda en el gallinero, lleva la ropa de los domingos. No sabe qué es lo que tiene que hacer, pero se arremanga un poco los pantalones y deja la chaqueta plegada encima de una piedra. No hace frío. Aquí todo el mundo va con abrigo pero no hace nada de frío. Mijaíl está dispuesto a demostrar que sabe llevar un gallinero sin que se lo explique nadie. Si son gallinas con denominación de origen, piensa, habrá que tratarlas bien, así que entra en el cobertizo y mira las tolvas de pienso, el tipo de grano, la limpieza de los nidos, el troj lleno de paja fresca. Y la verdad es que son gallinas muy lustrosas que pasean a su aire, picotean en el suelo y tienen una postura incluso autosuficiente cuando levantan la cabeza para tragar.
-Titas, titas –escucha Mijaíl decir al ganadero, y lo entiende a la primera. Cuando sale dispuesto a entender lo que sea, convencido de que las gallinas tienen menos peligro que las columnas y de que allí por lo menos podrá vivir tranquilo, el ganadero le hace una seña.
-Ven un momentico, maño, ven un momentico.
Mijaíl entiende que tiene que seguirle. Salen del corral y se suben a una camioneta que lleva una gallina pintada en la puerta. Mijaíl supone que el jefe le va a enseñar una jornada de trabajo. Es posible que el trabajo consista también en conducir. Por momentos se siente más fuerte, dispuesto a empezar de nuevo.
Pronto llegan a una nave. Está a unas dos verstas del pueblo, calcula Mijaíl Denísovich. El día está plomizo. El camino ha sido un constante subir y bajar lomas pardas con la camioneta, campos de tierra blanquecina, mucho más blanca que la tierra roja del otro lado del río. En un recodo, al borde de una rambla, ve la nave de bloques grises sin ventanas y techo de uralita. El ganadero baja de la camioneta y se dirige con su andar rechoncho a la enorme puerta de hierro pintado de minio. Mijaíl le sigue. Cuando el hombre la descorre, una pestilente bofetada de calor está a punto de tirarlo al suelo. El ganadero, más acostumbrado, baja la palanca del generador y se encienden unos focos potentísimos, y miles de gallinas enjauladas empiezan a chillar y a cloquear, torres de jaulas de seis pisos donde se hacinan las gallinas desplumadas. Un reguero de excrementos va cayéndoles desde las jaulas del sexto piso, las que están debajo de las uralitas, de modo que no sólo no pueden moverse sino que son permanentemente rociadas por la mierda del piso de arriba. El aire es un fluido denso de plumas y moscas. Mijaíl pisa una capa de varios dedos de mierda incrustada con los zapatos de los domingos y trata de contener las náuseas. El ganadero va revisando las jaulas una por una. Mete el brazo por arriba y saca cogidas de un ala las gallinas que se han muerto, las que no podían girar a la vez con todas en la jaula para moverse un poco, y se quedaron en un rincón y las otras gallinas empezaron a picotearlas o murieron de calor. Algunas salen completamente peladas y medio devoradas, y el ganadero las va echando en el pasillo que media entre las jaulas. Cuando termina las primeras filas, coge una escalera y hace lo propio con las de arriba.
En medio del ensordecedor griterío, bajo el calor sofocante y las luces excesivas, Mijaíl oye cómo ruedan los huevos por la jaula y se van depositando en una canal de alambre junto a los comederos. El ganadero baja de la jaula y mira sonriente a Mijaíl. -Cinco mil huevos –dice, y lo repite dando gritos por si no lo ha entendido Mijaíl. Mijaíl está pálido, la fiebre y el asco han vuelto a envolver su cuerpo. El ganadero coge una pala cuadrada y escribe encima del detritus, con letras grandes y desiguales: 5000 HUEVOS. Cuando termina la escritura, le da la pala a Mijaíl, y le señala con el dedo un carretillo que hay al lado de la puerta, junto a un enorme rimero de cajas de huevos vacías. Después salen de la nave y el ganadero le señala un lugar, a unos doscientos metros, donde se arremolinan los buitres. Luego se sube a la camioneta y se va.

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