22.7.08

OTOÑO RUSO, XVI


Capítulo décimo sexto
Doméstico es del sol nuncio canoro

Kolia no ha puesto demasiado empeño en aprender castellano. Él dejaba que la lengua penetrase en su cerebro como cala la lluvia en campo. A veces, en clase, le sorprendía estar entendiendo involuntariamente algo. Su mente entonces se metía sin querer en una órbita distinta en la que giraban naves extrañas. Pero la pesada de Esther dice que tiene que aprender castellano. Todas las tardes, a las seis de la tarde, va con la bicicleta a buscarlo y luego los dos se vienen a casa de Esther, al palomar forrado de cajas de huevos donde pueden escuchar música sin molestar a nadie.
Y el caso es que Kolia lo entiende todo. Es como si ya se lo supiese, como si, más que aprenderlo, lo recordase. Esther piensa si esto no tendrá algo que ver con Platón. Y hay otra cosa que a Esther la tiene impresionada. A veces le pregunta una cosa, ¿qué has hecho esta mañana?, por ejemplo, y Kolia entonces, muy recto, muy tieso, como cuando mira en la pizarra los problemas en vez de resolverlos con el lápiz de Ikea, espera unos segundos sin mover un músculo y luego dice:
-He estado leyendo toda mañana un interesante novelo de Vladimir Voinovich.
Y Esther se muere de risa:
-¿Pero cómo es posible que conjugues los verbos tan bien y luego digas novelo, lirián, más que lirián?
-¿Qué es lirián?
Esther entonces va a decir algo pero lo único consigue es inflar los carrillos.
-A ver cómo te lo explicaría yo…
Y entonces, inevitablemente, se enredan en un juego de malentendidos que enseguida pasan al absurdo y Esther no para de reír. A Esther le duele la tripa de reír cuando está con Kolia. No es que sea muy chistoso, así, tan pálido, tan escuchimizado, pero es que claro, ¡pone esas caras cuando habla! ¡Y a todo le da la vuelta y todo acaba siendo absurdo! ¡Es más tonto…!
Diciendo chorradas se les suele pasar la tarde. Luego meriendan o escuchan música emo recostados en la cama. Lo último que ha conseguido Esther es que Kolia coja libros de texto en castellano y se ponga a curiosearlos mientras suena 30 seconds to Mars a todo volumen.
Una de estas tardes el padre de Esther golpea con los nudillos en la puerta del palomar mientras Esther trataba de explicarle a Kolia en castellano quién es don Luis de Góngora y Argote, que el lunes llevan examen. Ya han pasado un buen rato con el lascivo esposo vigilante y el doméstico es del Sol nuncio canoro.
-Esto lo entenderá su puta madre –dice Esther.
-¡Petyx! –dice Kolia.
-Pero tú que dices. Espera, que es mi padre.
Esther abre la puerta y un señor enjuto aparece y traza líneas curvas con la cabeza mientras habla.
-Mira a ver, Esther, que ha venido una amiguica tuya.
Esther se asoma por la ventana del palomar. Es Julia, que vuelve desde la puerta al jeep de Bernardo y se asoma luego a la ventanilla para darle un beso.
-¿Y esta tía de qué va? –le pregunta Esther a Kolia.
-Va aquí, ¿no? –contesta Kolia, ya más lanzado con el castellano.
Antes de que suba las escaleras Esther se vuelve a Kolia, le coge por los brazos y lo mira a los ojos.
-Y ni una jodida palabra en inglés, ¿me has oído? ¡Es que si no no vas a aprender nunca…! –dice, y afloja un poco la presión sobre los brazos.
-¿Helo? –dice Julia nada más ver el cuello de Kolia estirarse desde lo alto de la escalera.
-Hola –contesta Kolia.
Julia lleva un barbour azul, unos levis antiguos con la cintura que le llega hasta el ombligo, una sudadera rosa y unas zapatillas blancas. Va vestida de excursión campestre. Se ha recogido la melena rubia con un pañuelo bandana del mismo color que la sudadera. A Esther le recuerda un poco el retrato de su madre sentada a mujeriegas en la parte de atrás de la vespa de su padre, con gafas de sol. Julia no lleva puestas las gafas de sol porque está nublado.
Mientras recobra el resuello de la escalera, con los carrillos colorados y los dientes blanquísimos perfectos, vuelve a saludar.
-Mi padre tenía que venir a Alfambra a ver al perro y me ha traído. He pensado que a lo mejor os gustaría ir a ver el reloj. Podemos aprovechar que hay luz.
-¿Y a qué hora te recoge tu padre? –le pregunta Esther, con el mismo tono con que le habría preguntado cuándo van a volver a dar el agua.
-Cuando volvamos. Cuando se vaya a hacer de noche.
Esther se queda un poco parada. No es la pija repelente de 1º A, no tan pija como sus amigas pijas, pero poco le falta. Julia es más tipo beata, más Amo a Laura, siempre muy tapada y muy aplicada y muy callada. Lo raro no es para Esther que haya dejado de ser pija sino que nunca la había visto sonreír desde tercero de la ESO, desde aquél día que le preguntó si en su pueblo había vacas. Desde entonces Esther la odia para siempre, pero la verdad es que se ha vuelto una chica un poco triste. Mira con los ojos medio cerrados y da la sensación de que esté pasando por un trámite que no le gusta, y que ella ya es chica de universidad privada, no carne de psicología, que es lo que va a estudiar la mitad de la clase.
Y sin embargo ahora esa sonrisa fresca y esas ganas persistentes de agradar. Esther piensa que todo es por Kolia, eso ella lo tiene superclaro, pero le sorprende que no siga hablando en inglés con él, que no se adueñe del palomar ni se ría de las cajas de huevos que hay pegadas a la pared, o suelte alguna coz. Seguro que lo quiere impresionar. Esther piensa que Kolia sería un idiota si se enrollase con semejante tía.
Y Kolia está encantado. Entiende bien a Julia, quizá porque habla con pocas palabras y son todas muy fáciles. Julia lo mira y abre mucho la boca para preguntarle si le gusta el pueblo. Tiene los ojos pequeños y azules y los dientes muy grandes. Es como transparente, como un anuncio de higiene íntima, y no deja de sonreír.
-Bueno –dice Esther-, pero es que está un poco lejos.
-Ya he visto que tenéis ahí abajo las bicicletas. Yo puedo ir a por la mía, que la tengo en la casa.
Julia no sabía si decir en casa o en la casa. Hace diez años que no la pisa, desde que era una cría. No sabe si es suya o no es suya, ni tampoco quiere presumir. Entonces Kolia, muy serio, muy grave, dice:
-Puedes sentar en transportín posterior de mi bicicleta si tú quieres.
-Eso –dice Esther-, y te acompañamos a tu casa y coges la tuya.
Por toda la calle doctor López va Esther con su bicicleta de montaña y Kolia con un trasto de barra alta y guardabarros y muelles gordos debajo del sillín. Julia va sentada en los hierros del transportín, que llevan unos pulpos rojos enrollados. La bicicleta tiene aspecto de pesar un quintal, y a Julia le sorprende que no lleva frenos en el manillar. Apoya los pies en las palomillas de la rueda trasera y se agarra a la cintura de Kolia.
-Oye, Kolia, ¿y tú como frenas?
Kolia deja de dar a los pedales y la bicicleta se detiene.
-Freno pedal –dice Kolia.
-Mira que gracia. ¿Es rusa?
-No, es China. Es de amigo cubano el cual vive en Frías.
Esther impone un ritmo muy vivo y pronto llegan a la casa. Está abierta. Bernardo ha ido a pasear al perro. Pronto vuelve Julia con la bicicleta Macario all road de su padre y un casco que parece una mariquita y que mete en la mochila para no desentonar.
La ermita está muy cerca, un poco más allá de la casa de Kolia, a unos ocho kilómetros del pueblo. Los tres pedalean los mismos cuatro kilómetros que todos los días recorre Kolia para coger el autobús. La carretera va entre ramblas y majadas, campos de un rojo intensísimo dejados descansar, bancales que ocupan el terreno en lenguas curvas, algunos ya labrados y otros todavía con las cañas de la siega. A Kolia siempre le sorprende que en las lindes de los campos no haya una sola línea recta. Pero le gusta el rojo de barros menudos, su olor tan húmedo aun en medio del secano.
Kolia señala su casa cuando pasan al lado de la masía de los cirujanos, y llama a Esther.
-¿Quieres ver a Ruska?
Esther se mete a la derecha, por el camino que lleva a la masía, muy cerca de la carretera. Dejan las bicicletas apoyadas en la pared y Kolia los conduce a la parte de atrás de la casa, a la puerta del corral. Antes ha gritado unas palabras en ruso y luego ha dicho:
-Mi abuelo no está.
Kolia abre el candado del corral y los tres entran a un zoo de animales domésticos. Los conejos corren a refugiarse detrás de las alpacas y las gallinas caminan más rápidas de lo normal y ahuecan un poco las alas pero enseguida vuelven a lo suyo. Los pavos de colgante mocarro sobrellevan sus pechugas todos juntos al lado de la tolva, y detrás de una puerta rota se adivinan los ronquidos de un cerdo. Parece una granja escuela. Huele a estiércol.
-¡Tsyp, tsyp! –va cantando Kolia a las gallinas.
-¿Y eso qué es? –pregunta Julia, y señala una especie de rata que hay metida en una jaula.
-Un hurón –aclara Esther.
-Todo es mi abuelo –dice Kolia, y entra en una corte que han improvisado con ladrillos viejos debajo de la bardera.
Las chicas agachan la cabeza y siguen a Kolia. Dentro, al pie de un pequeño ventanuco, está tendida la galga rusa, que levanta un poco la cabeza y cuando ve a Kolia la vuelve a bajar. Está echada encima de una estera vieja, a Julia le llama la atención lo limpio que está todo. Kolia le acaricia los ojos y las orejas. La perra cierra los párpados, se deja querer. Después, sin volverse, coge la mano de Esther y la posa con cuidado sobre las enormes tetas de la perra.
-¿Sientes?
-Ay, sí –dice Esther, en voz muy baja, para no molestarla-, mira cómo se mueven.
-Yo también quiero –dice Julia.
La perra ha vuelto a abrir los ojos y jadea. Kolia moja la mano en el cuenco del agua y le refresca la boca. La perra lame los dedos de Kolia, y el chico acerca un poco más el cuenco para que pueda beber sin incorporarse.
-Vamos a dejarla tranquila –dice Esther. Julia todavía tiene la mano sobre la tripa de la perra. Casi no la toca. Sólo siente su calor, y un leve movimiento que la estremece y la hace sonreír. A Kolia le hace gracia que haya personas que sonríen tanto.
Muy pronto llegan a la ermita de Santa Ana, un caserío en forma de L y orientado al sur con una replaceta de cemento gris. A un lado de la explanada está el reloj analemático.
-Aquí cuando hay sol marca la hora –dice Esther.
Es una elipse poco pronunciada con los signos del zodiaco pintados en rojo encima del cemento. Los tres miran al cielo. Está cubierto de nimbos cárdenos pero aquí y allá, en los intersticios de las nubes, parece que se abren claridades, como si a lo largo de la tarde aún pudiera penetrar el sol. Así que deciden esperar sentados junto a la tapia de la ermita.
-Aquí juegan a la morra y el que pierde tiene que ir andando de rodillas para atrás –dice Esther.
-¿Y qué es eso de la morra?
-Explícaselo tú, Kolia.
-¡Sais! –dice Kolia, con el puño cerrado.
-¿De verdad que no has visto nunca jugar a la morra? ¿Ni siquiera en Vaquillas?
-No. En Vaquillas nos vamos a Menorca.
-Pues aquí nos lo pasamos de puta madre. Kolia nunca ha estado.
-Mi padre dice que antes había una peña que se llamaba Los Cosacos –dice Julia, que no está muy puesta en fiestas locales.
-¿Cosacos? –reacciona Kolia.
Los tres pasan un rato contándose cosas. Esther y Julia se cuentan cómo se veían antes de caerse bien. Esther cuenta lo de las vacas. Julia le reprocha que Esther dijera “te lo juro por Snoopy” cuando Julia le juró al de Historia que no había copiado, que se lo sabía todo de memoria. Kolia contó que su abuelo estuvo en la Guerra Civil.
-Mi abuelo dice que aquí aprendió cazar con cuchillo, para que no sonase bang bang –dice Kolia. Al decirlo sube la vista y ve que una leve cortina de luz se ha derramado entre los nubarrones. Es la mínima luz posible para que proyecte sombra, y los tres salen corriendo a situarse como gnomos móviles en el centro del reloj. La sombra de la saeta parece una higa, Kolia el dedo corazón, tieso como un palo, y las chicas, a su lado, las falanges. Incluso hacen bromas y se empujan. Pero ninguno se va.
-A ver, Kolia, qué hora es.
Kolia cierra los ojos y su mente se anega de senos y cosenos. Sus labios rezan la letanía de las ecuaciones y siente el contacto de los cuerpos de las chicas y de sus perfumes. Una derivada está a punto de salirle mal. Las incógnitas fluyen como un combustible que estuviese a punto de hacerlo levitar. Cuando encuentra la solución espera un poco más, lo que dure el rayo de sol.
-Las seis menos cuarto –dice al final, y se mira su reloj y añade:- Atrasa un poco.
-¡Hostia, las seis y cuarto!, ¡el cumpleaños de Laurita! Voy a llamar a mi padre.
Ninguno se separa. Esther nota en su brazo el cuerpo de Kolia y el barbour de Julia. Kolia está en la gloria, y Julia los siente a los dos.
-¿Papá? Oye… Oye, mira, que no voy a ir al cumpleaños de Laurita, que te vayas tú a Teruel que ya me llevará el padre de Esther.
-…
-¡Pues porque no me apetece! Paso de Laurita. Me quedo en Alfambra.
-…
-Vale, adiós…
Julia cuelga y luego dice:
-A tu padre no le importará llevarme, ¿verdad?
Entonces Kolia dice:
-Es una extraordinaria coincidencia. También yo cumpleaños.
Las chicas se alegran y se vuelven y le dan dos besos y le tiran de las orejas.
-Pues toma –dice Julia, y se saca del barbour un paquete. A los tres les parece ridícula la posición en la que están pero ninguno quiere modificarla- Es el regalo de Laurita.
-Joder, un áifon –dice Esther.
-No es un áifon. Es un LC con televisión digital terrestre. Bueno, sólo le regalamos el primer mes del contrato. Pero ella ya tiene un áifon, así que quédatelo tú.
La necesidad de ver el objeto deshace el gnomon apiñado que formaban.
-Vámonos a mi casa a celebrarlo –dice Esther.
-Yo voy a comprar merienda –dice Julia.
-No, tú mejor compra el alcohol y yo pongo la coca-cola.
-Yo tengo una botella de vodka –dice Kolia.
Los tres amigos bajan por la carretera mientras oscurece. Cuando llegan a casa de Kolia, oyen un ladrido. Detrás de la tapia está Canelo, el podenco de Bernardo. El animal gime y menea el rabo, y olisquea las hierbas que nacen al pie de la tapia. Julia todavía no sabe que ese perro es suyo. La última vez que Julia estuvo en Alfambra Canelo no había nacido.






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